Volver
Francis Vaz
Asi es la prosa

 

 

 

 

Gerhard Illi

La Pierna


El sol del atardecer bañaba las lomas suavemente con luz dorada mientras desde los valles pronunciados emergía paulatinamente la sombra oscura dispuesta a engullir todo bello paisaje serrano. Ya no hacía calor, la brisa nocturna empezó a soplar a destiempo adelantándose al horario establecido. No me importaba, incluso me alegraba, pues me alivió mi pedalear cuesta arriba. Iba bien de tiempo, antes de la noche habré llegado a la capital de la comarca. Me restó parte de la subida hasta la cima del puerto, disfrutar de la bajada no muy empinada y unos 15 kilómetros de llano hasta mi meta de este día. Con el ventecillo de frente, no me costó nada subir hasta el mirador. Lleno de alborozo emprendí la parte más agradable de cualquier ruta cicloturística y dejé que las fuerzas descritas por Newton me llevaron hacia la pequeña llanura sembrada de huertas y frutales. La velocidad aumentaba, sentí el placer de volar, los ojos escudriñando el trazado de la carretera de tercera, no presté atención al firme y ahí estaba, este sonido reiterativo, pla, pla, pla ...que suele indicar, que el aire de una cámara, esta vez le tocó a la de la rueda trasera, se ha fugado. Frenazo, bajarme de la bici, quitarme la mochila, buscar la cajita asistencial y constatar que había usado el último parche esta mañana y que en lógica conclusión no me quedaba ninguno más, era cuestión de un segundo. Tenía ganas de llorar de desesperación, siempre lo mismo, diez y seis kilómetros se pueden convertir en una eternidad, salvo que haya un pueblo en medio.
Entre palabras malsonantes, blasfemias nombrando todos los santos, autoreproches y cantos a la desgracia en general pasó la primera media legua de posta. Mi ánimo no quería aplacarse, aún saltaba por los aires, cuando me percaté de la señal indicadora que con su parte puntiaguda mostraba la entrada a una población, distante únicamente unos 500 metros medidos desde la calzada de la vía terciaria. A veces no se toman decisiones, sucede que se ejecuta algo automáticamente. Así entré yo en el pueblo. La noche ya se había hecho con su reino, los faroles alumbraban las calles con un tenue vello azulado. No se veía a nadie, a excepción de numerosas gatas ¿O eran gatos? Y algún que otro perro flacucho. Sin embargo, en la lejanía se oía cierto bullicio. Al dirigirme hacia la fuente de este ruido, vi las primeras guirnaldas, luego lamparillas de color, banderitas colgando de alambres fijados en las paredes de casas situadas en los lados opuestos de la calle que desembocó finalmente en una plaza, mejor dicho la plaza, pues ahí se celebraban según todos los indicios las fiestas patronales o una cosa similar. Como en tales circunstancias era de esperar, no hubo tienda abierta, ni mecánico o taller a la vista para conseguir el tan anhelado parche, pero la posibilidad de ahogar mi descontento en un mar de cervezas tranquilizó por el momento mi pensar aturdido.
Un par de horas más tarde sigo en esta plaza, no hay más, una orquesta de estas pueblerinas que maltratan el oído con las canciones de todos los veranos juntos, cuatro puestos subsaharianos, un par de chiringuitos, la tía de los churros, sin olvidar los bares que circundan el recinto. No conozco a nadie, un forastero sin nada que hacer, echado en medio de una fiesta ajena. Claro que no he encontrado un sitio para dormir, la pensión al completo, y yo además, no habrá que mencionarlo explícitamente, sólo con el dinero para unas jaras; este villorio ni siquiera cuenta con cajero automático. Así voy dando vueltas y vueltas sin sentido, ya conozco todos los abrevaderos. Otra vez paso delante del bar principal. Ella sigue sentada ahí. La vi hace hora y media por primera vez, acomodada en una silla y su pierna derecha apoyándose en otra. Casi no se notó el vendaje que cubría su pantorilla, pues estaba parcialmente tapado por la falda larga y ancha. Decido entrar y pedirme otro brebaje de malta lupulada. Con el cristal lleno de liquido burbujeante atravieso el umbral de la puerta, salgo al aire libre, me percato que hay dos sillas libres a su lado, me siento en una y apoyo mi pierna derecha en la otra, imitándola burdamente. No me dice nada, solamente gira su cabeza en mi dirección y me mira con una de estas sonrisas que te matan. Después vuelve su mirada hacia la bulla, mas la risita no para de recorrer sus labios. Lleno de curiosidad empiezo también a observar al gentío. No percibo nada especial, sin embargo, me dejo absorber por los movimientos, los colores, las distintas caras, el corte de los vestidos, las expresiones faciales. El enfoque de mis ojos empieza paulatinamente a descentrarse. La visión se vuelve borrosa, cada vez distingo menos los detalles, no obstante parece, que en cambio el conjunto en si adquiera una importancia mayor. Mi mente deja de poner obstáculos, se derrumban filtros establecidos, las impresiones me impactan directamente. El cuerpo relajado un gran sosiego recorre mis venas. Veo todas las vanidades, las cosas superfluas, las costumbres, las normas impuestas, las etiquetas, las máscaras, todo al desnudo, pero al mismo tiempo presencio verdades ocultas de gran belleza, menudencias indescriptiblemente hermosas, flujo y reflujo de comunicaciones subyacentes; mis músculos comienzan a corvar los labios hacia arriba, de golpe dirijo mi mirada hacia ella y me hundo en sus ojos llenos de jocundidad. Nos sonreímos, no es una carcajada ni una explosión de alegría, es un entender mutuo lleno de felicidad. No sé cuanto tiempo nos hemos quedado ahí, al lado de la puerta del bar, sumergidos en el ruido más infernal disfrutando de una tranquilidad celestial.
El alba pone en el horizonte sus primeros avisos, aún estoy sentado, la plaza vacía, ella desaparecida, mi cabeza pesa toneladas. Maldita sea, ahora me recuerdo, el pinchazo, 14 kilómetros que me esperan, pero ¿donde he dejado la bici? Seguro que la puse apoyada contra este árbol, mas no está. La busco por todos los partes. No hay ni rastro. Desesperado me siento en una silla y automáticamente coloco la pierna derecha encima de otra. Plas ... todo ha cambiado, la bici no importa, es una accidentalidad, lo sustancial es otra cosa, mi meta, no los obstáculos que se convertirán en desafíos vencidos. Mi animo regresa, hay que seguir, la capital me espera, dispuesto a todo emprendo el camino a pie. Apenas salgo fuera del núcleo urbano se para un coche: "¿A la ciudad?".
Claro, al llegar a la capital de la sierra me doy cuenta que hoy es domingo, los bancos cerrados, compruebo el cajero con el resultado esperado, "Fuera de servicio". Con la pierna mentalmente encima de la silla decido acometer el regreso a la gran urbe ¿qué más puedo hacer? y en este momento veo mi bici adosada contra la valla del parquecillo municipal, encima sin pinchazo. Seguramente algún asistente a la fiesta provisto de la herramienta necesaria se habrá autoprestado mi burro de acero para la vuelta a casa. Esta vez sí es una carcajada que recorre mi cuerpo. ¿Volver al pueblo aquel y darle las gracias a la desconocida tan conocida? No. Me siento en la silla más próxima, acomodo la pierna derecha en otra y le mando un pensamiento profundo; ella lo entenderá.

 

Al inicio de la página