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Manuel Garrido Palacios
Asi es la prosa

 

 

 

Francis Vaz

Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo.
Juan Rulfo.

CRÓNICA ROSA


EL SILENCIO DE LAS LLAMAS

"Aquí, en nuestra tierra, somos hospitalarios y alegres. A pesar de la dureza de la vida, miramos el futuro con esperanza. Ni el trabajo duro amilana a nuestra gente ante el vivir festivo que significa cada nuevo amanecer. Cuando en el avance del desierto desaparecieron los árboles privándonos de la madera, decidieron desenterrar los huesos de sus muertos para que no cesase el sonido del tambor en las veladas."

Me explicaba Rigoberto Manrique que, con mirada de orgulloso criollo, clarificaba quién era el señor y dueño no sólo de la extensión pedregosa que no alcanzaba a lindar el horizonte, o de la más productiva mina de estaño del mundo, de animales, casas y ríos secos; sino también de todos y cada uno de los escuálidos indígenas de piel aceitunada que poblaban los pelados montes. Posiblemente el poder de la familia Manrique, la mayor fortuna del continente, llegase a todas las instituciones del país.

Los caballos comenzaron a mostrarse nerviosos, algo les asustaba. Atravesamos la cañada a golpe de espuela, y ante nuestros ojos apareció una imagen dantesca. Decenas de llamas degolladas cubrían la superficie del rellano que nos separaba del siguiente callejón. La garganta de algunas palpitaba aún ante el acecho de los buitres. En su silencio se percibía la esencia penetrante y acre que agora el despertar de espíritus atormentados. Lo más extraño es que el suelo permanecía impecablemente ocre, la ausencia de sangre hacía que el hecho fuese aún más aterrador. Imité a Rigoberto y me apeé del caballo pensando en algún rito de brujería cuando, sin saber de donde, nos llovió centenares de botellas que estallaron a nuestros pies. El ruido ensordecedor de los cristales me inundó de un miedo atroz, mientras nuestra piel, cada vez más húmeda, se impregnaba de la sangre que contenían. Por los montes, en un eco que creí imperecedero, fluyó un coro de voces anónimas que gritaban ¡ASESINO!.


LUTO

Desde la ventana de mi habitación, situada en el ala izquierda del primer piso, veo como el sol vertical abrasa todos los rincones de una tierra invivible para los insectos. Al fondo, a la izquierda, una inquieta nube de polvo me indica el lugar exacto donde Obdulio Manrique, con única ayuda de sus manos, destapó el primer terruño para cegarse con el brillo tibio del estaño. El lugar donde ahora, cuarenta años después, los obreros sueltan los picos y las palas para secarse el sudor de sus manos agrietadas en los harapos que los visten. El lugar donde la podredumbre de sus barracones es símbolo de la miseria y la soledad de un cielo sin murmullos. Allí sólo hay hombres recios de espalda quemada. Sus familias habitan en poblado de chabolas más cercano a la mansión, junto a un estanque de agua pútrida.

Esas mujeres parecen una bandada de grajos, acurrucadas en la orilla con sus pequeños cántaros. Emulan a hormigas paseando su luto negrísimo en fila india, todas manoseando las cuentas de su rosario negro. Escarabajos al agacharse y verter el líquido sobre los rosales de la iglesia. Luego, como arañas, viudas negras silenciosas, cruzan la puerta y rodean la pureza blanquísima de su tótem. El sacerdote desde la altura las exonera a base de genuflexiones de los pecados ancestrales de sus antepasados.
La emanación balsámica de la cera ardiendo se introduce en mis sentidos, sellándome los párpados. Cierro los visillos de la ventana y dejo caer mi cuerpo en posición fetal sobre la cama. Las manos muy juntas sobre el rostro. Los cuerpos sin piel de dos llamas vuelan por el techo como dos murciélagos inmensos, y no quiero verlos.


EL CRISTO ÓSEO

- ¡Qué te lleves este bicho de aquí, Higinia! ¡Qué un animal sin sangre no es de buen agüero!
- Pero el patrón dijo...
- Achiote, la carne de armadillo picada con abundante achiote y ajo sabe igual que la de llama.
- Pero...
- ¡Qué no hay pero que valga, niña! ¡Con eso no se juega! Anda, desparrama un poco de sal sobre nuestros pies, cuelga una rama de laurel de la lámpara y refriégate con ají las manos antes de cogerlo.
- ¿Y qué hago con él?
- Se lo llevas al padre Rodrigo. Los huesos le vendrán bien para el cristo.
- Un puñal haría yo con los huesos para reventarle el corazón al señorito.
- ¡Calla zarrapastrosa! El muchacho no tiene culpa. No es delito que te caliente la cama alguna noche. ¡Ya quisiera yo!. Pero si lo quieres guardar para el zaino del padre, pues bien, tú eres joven y quizás vuelvas a verlo.

Nazaria pica la carne en trozos menudos sobre la mesa de madera. El Padre Rodrigo descuartiza la llama, separando limpiamente la carne de los huesos. Nazaria mezcla en un bol la carne con almendras picadas, aceitunas, pasas, sal y ajo picado y achiote en cantidad, uniendo todos los condimentos con la fuerza de sus manos encalladas. El sacerdote reparte la carne blanquecina entre los cerdos de su porqueriza y pone los huesos al fuego, levemente, para quemar los últimos restos orgánicos. La cocinera pone una sartén con manteca de cerdo y una hoja de laurel al fuego, a la vez que vigila que no se pegue el puré de áloe que va a servir de guarnición. El padre raspa con un cuchillo los huesos, con una pulcritud desmesurada, luego los clasifica por su tamaño e, incluso, desmenuza algunos. Nazaria reboza las bolas de carne en harina de maíz y las fríe a fuego vivo durante un par de minutos, luego las rocía con pulque dejándolas cocer a fuego lento. El cura fabrica un pegamento a base de agua del estanque y harina de maíz. Más tarde, con la minuciosidad de un taxidermista, une los huesos dando forma a su escultura: un cristo crucificado. Sólo le queda por crear el pie derecho y parte del rostro. Ahora, con paciencia, da forma a su nariz.

Las emanaciones que el guiso expande por todo el comedor hace que olvide dónde me hallo y evoque las tardes plácidas de primavera en la plaza Sainte-Cécile, compartiendo con Mariette las salchichas de Julien Foulon.
Rigoberto sube el tono de su voz, hasta que la realidad se presenta de nuevo, como un toro de agua, ante mis ojos.

 


LA CARTA NUNCA ESCRITA

"He recibido carta de mi padre. En ella me comenta su deseo de volver a la mina. Que está cansado de recorrer países que no huelen como su tierra. Que todas sus gestiones con el exterior han sido fructíferas y sus manos añoran el sol de Comala. Que mi madre me hecha de menos. Que teme no reconocerme después de diez años y anhela tenerme junto a ella el tiempo que le queda de vida. Que comprenden que ya estoy en edad de casarme y aquí no hay mujeres de nuestra clase, así que contratarán a algún ingeniero francés que me alivie de obligaciones al frente de la mina.
Sí, volverán pronto. Puede que aún permanezcas aquí. Arreglaremos la hacienda y le diré al sacerdote que prepare la bienvenida, incluso el Cristo saldrá a recibirlos. Y esta noche todos celebraremos su vuelta"

Mientras hablaba, Rigoberto miraba con ojos lacrimosos el cuadro que, colgado en la pared, representaba la figura de sus padres. Su mirada era táctil para mis ojos, podía tocar el acero gélido de la soledad incrustada en su corazón, un corazón de gemidos inaudibles y carente de sístoles, un corazón tan helado como los huesos de los muertos, tan frío como el estaño y, sin embargo, tan débil, tan necesitado de ternura, de esa ternura que la hembra del tapir da a su cría recién nacida limpiando con su lengua los restos de placenta.
Bien sabía yo, conociendo a su padre, que me mentía. El viejo no iba a abandonar sus correrías por los burdeles de la vieja Europa. Le excitaba demasiado derramar Champagne caro sobre los culitos blancos de patitas y cabareteras. Nada apagaba su sed de perversiones -quizá de olvido-, ni siquiera los continuos escándalos editados en la prensa cuando abofeteaba públicamente a su mujer. Compraba periódicos y los cerraba como quién compra cigarrillos y se los fuma; y a su mujer le cambiaba las lágrimas de sus mejillas por lágrimas de nácar sobre el cuello. Apenas nombraba a su país, allí, decía, sólo habitan salvajes. Y diplomáticos, y hasta algún presidente, le reían las gracias brindando con copas semivacías como si le rogasen se las llenara de su estaño.


LA FIESTA

Quemaban cohetes y la onca se encogía bajo tierra a cada tronido. El cielo se adueñó de la noche. El chasquido del carbón mineral en las fogatas era visible ante la sordera impuesta de los tambores. Era una fiesta extraña, una fiesta de oscuras sombras ocultas en el alma, una fiesta perfumada con el almizcle de la venganza.
Desde donde me encontraba oía el rumor pesado, sordo, de las enlutadas, todas en corro, cogidas de la mano, con las cuentas de sus rosarios entrelazadas en los dedos. Sus rostros, apenas perceptibles, cubiertos por velos negros. Sólo sus ojos refulgían, aterradores, entre las llamas, constituyendo una sola mirada fija sobre el centro de la circunferencia. Se inclinaban y murmuraban sin cesar como si invocasen el advenimiento de un leviatán aletargado en las entrañas de la mina.
Los hombres danzaban semidesnudos al son del tambor. Sus cuerpos humedecidos se movían frenéticos, su pataleo cadencioso allanaba la aspereza del terreno. Adivinaba el castañeteo de la piedrecillas entre los dedos de sus pies, el gruñido ronco de sus corazones ávidos de sangre, bajo la coraza invencible de una memoria que los convertía en dioses de aquel paisaje. Los huesos de sus muertos, sepultados en la tierra, daban forma a otro Cristo, el verdadero.
Hasta mi nariz llegaba el hálito de las frituras que removía el cocinero, con su ceguera de ojos blancos mirando al infinito. Apoyaba su cojera sobre una muleta recubierta de tela sucia. Me acerqué a él y vi piel de pollo -tan raquítica- retorciéndose en la grasa hirviendo, como flores recelosas de la luna. Sintió mi presencia. Tuve la sensación de que me esperaba. Comenzó a hablar, sin preguntar quién era yo.

" Yo estaba allí, lo vi todo y nada pude hacer. Sólo queríamos alimentar a nuestros hijos, nunca nos amedrentó la piedra, nacimos para picarla, pero sin maíz y sin yuca se van las fuerzas. Créame señorito, no eran las bocas las que hablaban, eran los estómagos, se juntaron las frases y no hubo forma de callarlos. Y él no quiso decir nada, nos mandó la guardia con sus fusiles, ya sabe, esos que abren boquetes en la carne para que las palabras salgan silenciadas y se pierdan en la oscuridad. Bien perdidas, señorito, que ya nunca se las encontró.
Como ahora yo, cocinando, estaba la Gerarda, que para eso la dejaron estar entre los hombres. Estaba para parir, sabe, y quería dar a luz cerca de su marido, y la dejaron, sí, si guisaba para todos los mineros. Como yo estaba ella, con su gorda panza, paleando el agua sucia de la olla, cuando nos cañonearon. Y cayó como un tronco seco sobre las brasas, justo cuando la criatura quiso ver la luna. Yo nada pude hacer, señorito, créame, que una balacera me destrozó la pierna y quedé con los dientes pegados al polvo. Aún las veo, la Gerarda y su criatura unidas por un cordón de fuego que las consumía y sin pecados que merecieran tal infierno, las veo todos los días, aunque las botas de los soldados me volvieran del revés los ojos."


LA MARCHA

Al amanecer hice el equipaje y comuniqué mi marcha. Nadie trató de impedirlo, allí los hechos obedecían al destino y se aceptaban sin queja.
Ya en el tren, me esfuerzo en olvidar aquel lugar donde la resignación colectiva supura ampollas en el alma, donde susurros profundos contienen tormentas huracanadas. Atrás quedan esas mujeres con sus supersticiones como único escudo ante la amargura, los mineros apagando su ira sobre las piedras y las gargantas de las llamas, el cura obsesionado en hallar la pureza blanquísima de una fe perdida en la memoria, el orgulloso criollo caminando hacia la locura, única salida de esa artera soledad que se come el brillo de sus ojos. Atrás quedan todos con sus temores, con su miedo. El mismo que me atenaza el pecho.
He decidido no escribir ni contar nada de mi visita a Comala, a quién habría de importarle los orígenes de aquel monstruo. Lo mejor es relegar a Don Obdulio Manrique a la más dura indiferencia.

"De cómo un hombre se hace a sí mismo".
"Obdulio Manrique: de humilde labrador a multimillonario:
exponente triunfal del Capitalismo de Occidente"

Titulares sugeridos por el director de mi periódico que ya no escribiría. Se lo diría nada más llegar, sí, él lo comprendería; tantos años trabajando juntos. Cruzo los dedos por si acaso y cierro los ojos, reconfortándome con la belleza nívea de Mariette.

 

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