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Carlos Muñiz Romero
Asi es la prosa

 

 

 

Manuel Garrido Palacios

EL ALTA

 

 

-Eulalia.
-¿Qué?.
-¿Tú me quieres?.
Piernas abiertas, corvas blancas, ligas negras, Eulalia limpiaba el portal con el cuplé en los labios a compás de aljofifa. Chirrió el cubo por el ladrillo y empujó a la calle a los niños que jugaban a la tángana.
-La fregona es de guarras -defendía-; el lustre hay que sacarlo a pulso.
Él, flaco, perilla a pico, espíritu de ciprés abrazado al alta, llegaba del sanatorio. De puntillas, por no hollar tamaña pulcritud, le hizo la pregunta:
-Eulalia.
-¿Qué?.
-¿Tú me quieres?.
La vecindad le dio la mano de bienvenida y luego huyó al alpende a lavársela:
-Trae buen color pero no está curado. Este hombre lleva el mal dentro.
Él fue a la iglesia, subió la escalera de la torre con lentitud de rito y, al coronar la espadaña, se dejó caer en el vacío. Los niños que jugaban abajo lo sintieron rebotar en el suelo y el grito violento les trajo llanto. Roto el cuerpo -ya el alma lo estaba-, volvió a reptar peldaños hasta alcanzar de segundas el campanario. Al acudir gente al suceso nadie pudo hacer sino verlo chocar de nuevo contra las piedras. Pero esta vez ya no se levantó.
Momento antes, en el portal, resbalando la mirada por el culo redondo, las corvas blancas, las ligas negras, se atrevió a la pregunta:
-Eulalia.
-¿Qué?.
-¿Tú me quieres?.
Eulalia, entre arrastre de cubo, pasadas de aljofifa y canturreo destemplado, había dicho:
-No.

 

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EL ÁRBOL DEL FUTURO

Todo es único, madre, nosotros, el árbol y el coche de línea que esperamos. Nada más hay en este trasmundo que da a la nada si no es la arena que salta a la moquera y la reseca, al gaznate y lo raspa; pero aquí estamos en amor y compaña bajo el árbol que nos ensombra, que tardará en ser muñón que lama el viento y devore el tábano. El coche de línea frenará ante este árbol que plantó padre al saber que el coche de línea pasaría; abrió el hoyo a manotazos, clavó el cepellón y le trajo de beber en cántaros. Lo llamó «Árbol del futuro», nombre bonito para estos pagos, si ayer desnudos, hoy sin almas ni manto, donde hasta la soledad está sola. Mientras nos quede aliento esperaremos bajo su sombra el paso del coche de línea. Lo prometí a padre con los labios pegados a su frente helada cuando lo enterramos hecho cosa, no persona, y se me hizo ley dentro. Del coche de línea dijo: «El destino nos echa un cabo». Era agosto; había apañado almendras de rebusca y las trajo a hombros para que el coche de línea las llevara ¿dónde?. Pero el coche de línea no pasó esa semana y cuando el coche de línea vino a los siete días, el chófer del coche de línea le negó el porte. Padre no pudo explicar al chófer del coche de línea cuántos días y cuántas noches son siete días y siete noches de espera, y gastó su silencio en las leguas a cuestas con los sacos prietos. El coche de línea los hubiera llevado sabe Cristo; ¿cómo hacerlo si no era en el coche de línea? ¿Para qué, entonces, el coche de línea?. «¿El futuro a qué sabe?», le pregunté, por saberlo. Él me dijo a voz rota, quebrada la creencia: «Ese futuro no es mío; es atolondrar un ave para que no corra ni vuele ni píe». Arrímate al tronco, madre, que los ramajos alivian el recalmón. Los rayos tuestan la tierra, entrecuelan el fuego por las hojas, hieren la vista, infinitan la vida. El coche de línea no volverá hasta pasados siete días y hay que esperarlo hoy, como lo esperamos siempre y lo esperaremos. En aquellos siete días le conté a padre mi proyecto de descubrir América, una América plantada de árboles de esperanza, como el suyo, una América que a la historia se le había ido por alto. Hice un mapa en la arena y señalé: «Aquí, nosotros; allá, América. Entre tanta agua, ¿no habrá un islón que sea la América ideal?». Él me dijo al rato: «Tiene fundamento, pero no te lo van a entender». Yo no quería descubrir nada, sino achicar el tedio y compartirle un proyecto: ayudarlo a no fracasar en el suyo por tener un hijo incapaz de descubrir nada. ¿Ves lo que yo, madre?. Es la ventolera del coche de línea. Flota en el vaho y ya mismito van a chirriar los frenos al pie del árbol que plantó padre, justo donde el chófer le negó el porte de almendras. Cuando pare, no subiremos; que se vaya sin nosotros un día más. Y no te inquieten los gritos del chófer; se obliga a frenar aquí si ve gente bajo el árbol; peor que su vómito de insultos fue el golpe de los sacos dando en tierra; peor la amargura de padre regando con sudor este yermo. Que pare el coche de línea aquí delante así se le azule la lengua al chófer por decir que ando loco y que hablo solo. Bastará con volvernos y desandar el camino para que padre, desde dónde esté, vea que el coche de línea rinde cuentas ante el árbol que él sembró. Cada siete días dejaremos intacto su sueño y cumplida mi promesa. Si padre pasó por la vida sin ruido, que la cólera del chófer del coche de línea se condene a ser prédica inútil en este desierto.

II


La noche de la promesa los rayos mordían los cimientos de casa, el cielo era un relámpago, el aire un trueno. Iba padre del postigo al fuego a prender un cigarro con manos sin fe y las ascuas temblaban en sus lentes; al volver del fuego al postigo yo veía que no era del fuego al postigo, sino a un estar a la vez dentro y fuera en un sinsabor de miedo. Si entreabría la hoja nos cegaba el relámpago y el trueno retumbaba en los cristales como llamada urgente. De madrugada, un relámpago nuevo barrió de luz la ventana y padre pegó la espalda al muro. Quise compartirle el latido pero rehuyó mirarme. La luz quedó quieta y el trueno golpeó la puerta: «¡Abre, que estamos chopas de la puta lluvia!». Siete hombres de uniforme de trueno con siete bocas de trueno penetraron nuestra hondura para sacar a padre del revuelo de tu falda y de tu llanto, madre, como si la muerte pariera: «Anda, vamos a dar un paseo en el coche de línea para que te diviertas». Eso le dijeron. Pero no era el coche de línea, sino el gris chaparro que olía a muerte. Por el vaho de la ventanilla nos vio abrazados en el umbral y quiso decirnos ¿qué?, al tiempo que le brillaron los ojos para nunca brillar más. Caíste sobre mí, madre, yo una astilla endeble bajo tu monte de pena, mientras de la negrura brotaban otras voces, otros relámpagos, otros truenos. Cuando la ronquera del motor se hizo linde y nos dejó con la violencia del agua, el silencio y la rabia prendieron para siempre en este desierto. Si quito lo de América, poco hablamos padre y yo en el tiempo común que nos tocó en suerte. Igual dijimos nuestros nombres, qué frío hace, qué hay de cena, o nos sentamos a la par ¿cuántas veces? coincidiendo con saraos de bullanga y cacerola. Camiseta de enguate, botas de salitre, gorra y quitafríos, era puerto su mirada; puerto del desencanto. Y dulce; no aguda: dulce. Lo enterramos al alba sin boato ni historias: la manta por mortaja, las tablas del catre por féretro, sin tachuelas, con amarrijos de estopa, tú y yo, ni siquiera hermano, que dormía en su cuna y lo cree desde entonces llevando almendras por los mundos a los que va el coche de línea, trasto del futuro que acaba de parar al pie del árbol que nos cobija. Antes de la palada final destapé su cara, besé su frente y le hice la promesa bajito, como te hablo ahora.

 

 

III

Apura el paso, madre, no caigas en este chinchal ya que hicimos de la espera nuestro porqué. De nada vale muerte sobre muerte. Serás mancha parda de un palmo de pampa, sobra derramada del olvido. Resiste a mi vera en este regreso a los principios. No apagues tus días en un fuego sin llama; antes que alguien dé contigo lo harán los buitres y nadie sabrá luego cómo eras. Venteo a cada tirón de cuerpo latir de aldea, frescor de patio con jazmines, ñames, chamusco de cocina, crujir de sillas de anea. Iré contigo hasta que dure, si no, llega tú sola y muere como muere la gente, en cama, llanto alrededor, cirios a los pies, beato en la mesilla, escapulario y raso en tu cuerpo; que manos tibias bajen tus párpados, no éstas que te sostienen, que raspan. Yo no he muerto nunca, pero vi a padre la noche de los truenos y no lo quiero para ti. Mira bien que tu cabeza caiga en almohada, tus manos en el pecho, tu boca en el embozo bordado y que cuelgue rosario del muro. Si te topan aquí hecha pitaco con moscas dirán que te lo hiciste a las malas y meterán el ojo en tu tristeza, que ha de morir contigo y no cebar carroñeros de alcoba. Achucha, no te coja el suspiro en este lejío al que ni tus restos valdrán de abono. En el primer diostesalve te procuraré gente y parihuela para que vayas tendida, que revuelo de sustos suertean condolencias y hacen que la muerte parezca más muerte aunque sea la misma. Al ir de últimas probarás ternuras de las que llenan el alma de lo que anhela. Doblará la campana siete veces y el bronce llevará lejos tu noticia, pero ahora dale, un pie y otro, a rastras, si es que te vino la horita mala. No caigas en este baldío al que padre quiso sellar con el «Árbol del futuro». ¡Qué muerta tan fea vas a ser bajo este calor verdugo con las uñas romas, la boca y la nariz colmadas de arena mientras el viento juega con tu ropa y tus ayes tontamente!. En la aldea te darán leche tibia y puede que te froten las sienes con ajenjo, te anisen los labios, te mojen con menta y vinagre, te hablen de usted y te bajen los párpados hinchados con manzanilla. Favores postreros, madre, placeres de limosna que duran lo que la chispa contra el pedernal, pero se buena contigo y tómalos, no te me consumas en este quemado ahora que cumplimos la promesa otra semana con el coche de línea. Si caes, el coche de línea pasará igual dentro de siete días, pero no rechinarán sus frenos porque el chófer vea gente bajo el árbol, sino porque los buitres en círculo le den la razón que espera desde tanto tiempo...


Del libro EL CLAN Y OTROS CUENTOS. Calima Editores. Palma 1998.
Premio 'Borges' de Narrativa. Los Ángeles (EE.UU.)

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LA CANCIÓN DEL HAMBRE


Madre Luna limpiaba la hornilla con una alpargata de cáñamo mojada en vinagre, lije a pulso que convertía la mugre en lustre, y como no eran tiempos para dudas, repletaba los huecos con carbón de apaño hasta que las ascuas enrojecían el hierro. Sobre el lomo candente ponía a cabalgar hogazas de pan, agua para ablandar callos, la zurrapa de mil hervores y la olla con gatos: alma de aquel fuego, tal hambre hacía. No sería propio decir «había hambre», sino «hacía hambre»; hambre que se aliviaba con gatos o con nada, a elegir. También rezábamos a toda hora por pronunciar lo de «El pan nuestro de cada día dánosle hoy...», a ver si prosperaban las súplicas que cada cual añadía por lo bajo: «Tráelo ya» «Que sea con manteca» «En vez de un pan, un cesto».
En casa éramos muchos; sumados los que cruzaban el corral hacia la otra calle y los que iban a ver qué caía, que ya ves lo que era, parecíamos un ciento. Lo que se dice de la familia contemos abuelos, padres, hijos, nietos, el tío Inocencio y el pretendiente de mi hermana mayor, que nació ya pretendiente el muchacho, sin que jamás le rompiera el ansia para prestar una mano en una chapuza. Si se esforzaba en cazar gatos era por pura hambre. El perro los venteaba, hermana cogía un saco y el pretendiente un garrote, con lo que por la noche presumía la hornilla recién limpia de un aroma a guiso de supuesta liebre, pavo o gallina, según la imaginación de cada, que para eso la mente es libre y el pensamiento gratis. Del guisote almorzábamos, cenábamos y el tío Inocencio, que resultó ser un maniático de las proteínas, desayunaba; eso, sin que nadie soltara el látigo de la fatiga ni convocara al asco. Se engullía sin mirar, hablar ni pensar; a veces, con el lujo de unas cáscaras de papas esponjadas en el aguachirri, que no sólo disimulaban el chero de la carne, sino que servían de relleno, porque, bien mirado, un gato, aunque se sueñe liebre, pavo o gallina, no da para tanto.
El perro cataba las sobras del despiece, no las del ágape, por lo que un maullido tejadero lo ponía loco, no por el odio secular entre perros y gatos, que sería lo suyo, sino por el hambre, tan secular como el odio.
Exterminados los gatos -fue exterminio de especie por aquella zona-, madre Luna inventó un menú más bajo en calorías. Se trataba de un dado de tocino como los del parchís al que llamó «néctar de cerdo». Por poner nombres bonitos no quedaba y hay que reconocer que se daba arte. Ella repartía pan y el primer comensal, el pretendiente, por norma, plantaba el tocino en el suyo y comía la miga grasienta desplazando con el pulgar el cerdo intocado hacia el pico, donde el segundo importante: abuelo, por respeto, lo recogía en su hogaza para arrastrarlo de la misma forma, roce que no dejaba en el pan ni sabor ni brillo, pero la ilusión cubría lo que faltaba a la realidad.
El perro seguía el viaje del manjar a través de todas las manos por si en un vuelco de pan a pan se desplomaba, sin saber el muy ingenuo que, antes que las suyas, lo atraparían en el aire otras fauces no menos voraces. Daban pena sus ojos fijos en lo inalcanzable, y sus saltos de malabarista para pillar una raspa de pan tirada al aire, raspa que relamía al creer dentro cerdo, piara, zahurda y pastor.
Cuando el dado de tocino llegaba a mí el hambre me había adormecido, que lo uno trae lo otro; pero como nadie esperaba ya para seguir el simulacro de cena, sino madre Luna por custodiar el tesoro nutricio, rendida del dengue, ella dejaba caer los párpados, tiempo que yo invertía en arañar la corteza para untar de sarrillo mi pan. Hasta desprendí una vez una lasca transparente de tocino, que, más que quitarme el hambre, me puso en el brete de devorarlo todo de sopetón, impulso que frené en seco temiendo la venganza del pretendiente de hermana, que nunca se sabe qué puede parir un sujeto de estos.
Para que no sólo fuera tocino, que todo cansa, la verdad, madre Luna enriqueció la carta familiar con otra delicadeza llamada «chorizo a la sombra». Tampoco calmaba el hambre, vale, pero la distraía con vaivenes divertidos. La noche que entró en casa el primer chorizo con su guita a abuelo le brotaron lágrimas como tomates. Para espabilarlo tuvo que darle madre Luna así en el hombro y decirle que eso no era nada porque, oye, se nos quedaba en la congoja. Después fue ella toda dispuesta, quitó el almanaque del muro, colgó el chorizo del cable de la luz, le dio un balanceo y nos puso a mojar pan en la sombra oscilante proyectada en la cal, péndulo de necesidad que nos arrastraba en tromba de un lado a otro blandiendo las migas, menos el tío Inocencio, tan fino él, que mojaba su pan desde lejos parapetado tras la mesa en postura tarzanera de cazador curtido.
Lo insólito fue que, aunque al perro, experto en rabos de gato o fantasías de cerdo, le fue peor que antes, si cabe, que ya es decir, porque ni llegaba a la bombilla, ni al muro, ni al pan, ni al chorizo, ni a nada, la chacina fue a parar entera a su tripa vacía, no por lástima de nadie, sino porque en su desespero provocó una catarata de platos de la alacena con los que cayó el condumio, que tragó con papel, guita, mancha y sombra, suceso que todos presenciamos impotentes para escarnio y penitencia. Tras una amarga vida viéndonos babear el alimento, el perro devoró de golpe lo que tanto habían acariciado nuestras manos sin dejarlo seguir hacia los estómagos, aunque por desgracia -no todo iba a ser gozo para el animal- embotado el olfato por el hambre, el pobre chucho no advirtió que el manjar había criado veneno verde y cayó muerto entre horribles espasmos.
En el silencio que nos envolvió de inmediato unos pensamos en el estropeo del menú y otros en un colapso ante tamaño festín, tanta grasa de noche a su edad. Lo cierto es que, con el hambre que hacía, nadie se atrevió a comer el cadáver perruno, ya fuera por cariño, por complicidad en la montería de gatos, o porque aquel cuerpo muerto podía ser el de cualquiera de nosotros, que, aunque reprimidas, las mismas tentaciones nos habían entrado a diario de hacer lo que el perro hizo.

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