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Arturo Ledrado
Asi es la prosa

 

 

 

Carlos Muñiz Romero

LA CONTRABANDISTA DE JABUGO

Filosofaban banalmente sobre lo viejo que es esto de morirse y lo nuevo que seguirá siendo dentro de mil años; dialogaban a rachas, por un instinto de defensa contra el tormentón lejano, que se oía de cuando en cuando, agazapado en los baldíos. Gaudiosa la del Filomeno recogió sosegadamente la mochila de café; la angarilla sobre sus hombros, para aguantarla con el cuello. Se escurrió entre los jarales. Quiso creer que recordaba aquel arroyo de la Vega Amena desde los juegos de su infancia. Sobre la peña, dulce por el limo, justo donde anoche, aunque más humanamente, calmara la sed un lobo, se había tendido siglos atrás Viriato para beber y enjuagarse una herida. Podría dudarse de la historia; pero allí estaban las manchas de sangre, mágicamente conservadas, como dijeron los pastores, y lo achacaban al frío. Puedo aportar, aunque no pruebe, lo que mi tío el cazador me contó, antes de morir, sobre el hallazgo de una lápida de mármol en una mina abandonada del tiempo de los romanos, cuya inscripción testificaba en romance que allí yacía Viriato. Quise cerciorarme, mas el relato se le fue a lo de las varias minas que decía haber descubierto en sus innumerables cacerías, y cómo las había denunciado, aunque sin suerte, y que había un monte en Alájar que tenía tanto hierro que atraía siempre los rayos. Tal vez, alguno lo compruebe; aunque, en el fondo, da lo mismo. Toda leyenda triste es verdadera; y más, si ya está muerto quien te la contó. De todos modos, bajes a la profundidad que bajes, siempre que buscas mineral, te encuentran con que ya habían pasado los romanos por las vetas, como en todo lo andaluz. Y uno se pregunta qué instinto o técnica los hacía atinar con lo soterrado.
Apretaba la tormenta, desperezándose duramente como un retortijón. Reventó la granizada. Gaudiosa la del Filomeno miró hada atrás, por ver si localizaba a los hombres de su cuadrilla contrabandista; pero, con el granizo, no logró divisarlos. Rebotaban furiosamente los blancos duros; se desconcertaban como un átomo o una galaxia de polos repentinamente cambiados. Hacía un bochorno extraño, y la capitana de los contrabandistas se echó hacia atrás el cuello de la camisa hombruna para sentir la humedad de la lluvia sobre el pescuezo sudoroso. Metió la mano hacia las mollas del hombro, e intentó adormilarse. Luego, sacó un librito de papel de fumar, la petaca; lió el cigarro muy por lo fino y lo engomó Comprobó cómo la mochila de café se había reventado junto a un pezón, desgarrada por algún espino o los rebordes de un risco. Echó algunos granos de café sobre una piedra, y se entretuvo con la esperanza de que algún granizo alcanzara a alguno de los granos y lo aventara en carambola rusa. Pensó remotamente en su marido, muerto hacía quince años.
Lo del rayo es misterioso, y borra toda su historia. Nacida, cincuenta años atrás, en una casilla de peones camineros, pasó de riña fea a hermosa adolescente. A los dieciocho años, su f ama de belleza se había extendido por la Sierra. Casi todos los coches, aunque escasos entonces, se paraban a preguntar algo, por ver si la veían. Sospechosamente, a los autobuses de línea se les calentaban casi siempre los motores de tal modo que el conductor se detenía para pedir un cubo de agua a la muchacha. Poco después, se casó con un contrabandista de Jabugo, que tenía la manía de que a él lo perseguía un rayo. Tuvieron una hija, que para el padre fue póstuma. Dos meses antes de nacer la niña, estalló la tormenta, y el atemorizado contrabandista se refugió en la mina de los romanos. Allí lo encontró el rayo.
Una viudez tan joven y tan llamativa, despertó la caridad de muchos hombres, que se acercaron a la casa, uno a uno, disimulando el viaje, apenas acabó el entierro. Ella los fue recibiendo, y esperó a que todos estuvieran hablando del fútbol y de la montanera. Trajo un poco de café y se lo fue sirviendo en cada taza en vilo, porque eran unos doce y la camilla muy pequeña, con lo que se arrimaron a la candela de la chimenea. Cuando pasó el azúcar, también de contrabando, dio un golpe seco sobre la camilla con una ristra de ajos, y peroró dulcemente:
-Una está ya al cabo de la calle, porque han sido muchos coches y mucho hervor en los motores de los autobuses, desde que una tenía quince años. Así que, de pésame, nada. Ustedes vienen a ofrecerse para ayudarme, y vienen en comisión, como los de La Alcancía de Galaroza. Yo no lo necesito para vivir, porque algo tengo, con el contrabando; y lo que me falte, Me lo prestarían en el «pósito». Así que ustedes vienen a otra cosa, y quede claro que el que quiera hacerme rica tiene que aflojar ochocientos mil reales. Por lo de los bienes gananciales, se lo dicen ustedes a sus mujeres; que si no, voy a ser yo quien se lo diga, por ver si están de acuerdo.
Y se lo dijo a algunas de ellas, y la cosa corrió por el pueblo; de modo que, el domingo, faltaron muchos tíos a misa, temiéndole al cura que sustituía al párroco enfermo, y que era uno de esos famosos «curas de retemblío», que apisonaba con sus sermones. Pero el presbítero debió olerse algo, porque alguien le informaría de la guasa que se traía Gaudiosa, y que esa mujer era decente y todo había sido una broma. No dijo nada en la homilía. La historia se fue olvidando, y más cuando Gaudiosa se fue a vivir al campo. Poco a poco, se inició en el negocio del contrabando, al recordar el modo cómo su suegro había sacado un capital; aunque luego lo tirara con las mujeres y con el juego, que hasta se murió de un infarto ante el tapete verde. Semejante tipo había dejado el contrabando personal, en jaca, hasta Portugal, y se había organizado una cuadrilla de segundones, que le traían la mercancía desde La Línea de la Concepción o desde Ficalho y Lisboa, mientras él se estaba en su casa tan tranquilo o se dedicaba a las juergas.
Gaudiosa fue más prudente, desde luego. Acompañaba en las incursiones a Portugal a sus contrabandistas. Se fue haciendo hombruna, ante el desconcierto de quienes la admiraron tiempo atrás. Llegaban a pensar sí no sería puro teatro, ya que ante algunos carabineros seguía funcionando femeninamente, y así se ahorró la cárcel y salvó bastante mercancía. Pero todos se equivocaban. Extrañamente, aquella mujer se había hartado un día de tener responsabilidad sobre sí misma. En tres o cuatro largos días de aislamiento por la nieve, -sin que vinieran los contrabandistas, y con su hija en el colegio de Aracena, examinó su propia historia. Desde niña, había respondido instintivamente a la caricia y a la ofensa. Se preguntó que por qué esa servidumbre. Había personas más exquisitas que ella, más simpáticas, más enfermas; gentes que se merecían ¡su atención, esa atención que malgastaba en sí misma. Decidió desinteresarse de sí, llevarse simplemente a sí misma como una "roulotte" o la jardinera de un tranvía. En febrero de ese mismo año, le avisaron que había muerto en Fregenal su tío Alipio. Ella no se preocupó de recoger la parte de su herencia, por mucho que le insistieron en que la perdería. Ni siquiera les dio una explicación sobre lo que ya tenía decidido de no menearse más en la defensa de los derechos que le correspondieran a esa eterna Gaudiosa a la que autosoportaba. Y ese desdén hacia sí misma, se transformó en desdén hacia todos esos individuos de este género humano, tan preocupado de sí mismo. Los perdonaba siempre con un perdón frío, de clase por correspondencia. Como si, más que perdón, fuera ignorancia, sentimiento de no pertenencia a lo de ellos, cierto odio ecuánime. Simplemente, los olvidos. Se cortó el pelo corno un hombre, y se dio a fantasear sobre los grandes logradores, como el inventor del tren o el moro Almanzor, de quien se sentía secretamente enamorada.
Obviamente, aunque en sueños, se figuraba al caudillo musulmán ataviado con una sábana brillante y con el polo retrepado en muchas ondas pequeñísimas, la cabeza romana y hacia atrás con suficiencia el tronco grande y fajado, y todos los complejos de españolito en el andar de piernas cortas. Para ser Almanzor o Diego Corrientes, valía la pena haber nacido y aun preocuparse de sí mismo; lo mismo que ocurría con el que inventó la luz eléctrica. Ese Almanzor sí que estaría seguro de ser Almanzor v de que valía la pena serlo; no necesitaba soportarse cada latido era un hallazgo de sí mismo. Estaba Gaudiosa tan convencida de ello que, a veces, por la noche, presentía en el brazo esos latidos; pero, irresponsable de sí misma, acabó por no enterarse. Incluso, a rachas, rezaba por su difunto Fulgencio, muerto de un rayo, o por su hija. Nunca hizo oración por sí misma, pues le sonaba a idolatría, aunque no :supiera esa palabra; ella decía «superstición», pero en el fondo era lo mismo. De ahí quizás le vino aquella famosa valentía con que desafiaba, por los montes, los tiros de los carabineros. Realmente, Gaudiosa no se importaba.
Enajenarse de sí misma, no le ahorró preocupaciones. Cuando la hija :se le hizo, moza, se perturbó con la misma manía del rayo que había tenido su padre. La muchacha estaba convencida de que los rayos estaban contados y eran siempre los mismos; y a ella, la buscaba el mismo rayo que electrocutó a Fulgencio. Dio en decir tonterías a su madre, como el que convenía que los astronautas blanquearan la luna, y no para ahorrar energía con el aumento de la luz, sino sólo por el gusto que sentirían al pintarla. Y, además, que todos mirarían hacia la luna y se olvidarían de sus miedos; y hasta los rayos apuntarían para otra parte. Su lenguaje era rudimentario, a pesar de los estudios; o sea, certero. Pero una noche, de luna fina y turbia como una página de Bécquer, se encapotó rotundamente el cielo, y estalló un tormentón. La muchacha se fue a la mina romana para esperar el rayo familiar; pero no acudió el rayo a la cita. La recogió Gaudiosa aquella madrugada, empapadas ambas por el temporal. Desde entonces, y cada vez que Gaudiosa sentía la tormenta, echaba a correr hacia su casa, para evitar el desavío. En eso estaba esa noche, junto a la pie de la Vega Amena, donde Viriato se había lavado las heridas.
Al reagruparse la cuadrilla, dudaron en si buscar, trocha abajo, las aguas del Odiel o las del Guadiana, porque estaban en la cima misma de la divisoria. Escampó en el descampado, y aquel silencio frío bajo las estrellas los desamparó definitivamente. Tiraron hada El Quejigo por el alcornocal, pero no entraron en la aldea. Iban hacia la querencia de su casas, como una bestia recién parida, velozmente y sin dudar ni una pisada. Entraron en Jabugo por el barrio viejo, con luces de penumbra, ralas bombillas que no llegaban ni a candiles, como si toda la energía la consumieran los focos con que se iluminaba el trabajo de los estibadores en el enorme pozo nuevo que construía el ayuntamiento. Escondieron las mochilas de café en uno de esos pasadizos subterráneos que abundan en todo pueblo de contrabandistas, y que, en su mayoría, habían sido construidos por el suegro de Gaudiosa. Tres de los hombres se volvieron hacia el poso y le rogaron a los trabajadores que les dejaran incorporarse al destajo, sin cobrar peseta alguna; sólo como coartada, porque la guardia civil estaría alerta. Allí se enteraron de la estafa que había cometido un antiguo miembro de su banda: le había cobrado a una viuda mil pesetas, para traerle una mochila de café desde Portugal, y se había quedado en su casa escondido, saliendo a los tres días con el cuento de que los carabineros le habían incautado la mercancía, abandonada precipitadamente cuándo huía de ellos.
A la mañana siguiente, decidieron vengar la ofensa que dejaba en mal lugar la proverbial honradez de los contrabandistas. Subieron la calle Cabezuela, con Gaudiosa al frente, montada en una jaca. Bajaba calle abajo el monaguillo tocando la matraca, que había recogido en casa de Leoncio el carpintero, pues eran vísperas de la Semana, Santa. Con el extraño ruido, se espantó la bestia, que tiró al suelo a Gaudiosa; y salió corriendo calle abajo, hasta arrollar al hermanillo de Lisardo, uno de los contrabandistas, y allí quedó el niño muerto.
Cuando se recuperaron del susto, siguieron su camino hasta la casa del estafador. Gaudiosa, en el zaguán, prohibió que nadie se atreviera a sacar la navaja. «Te ha salvado un niño», le comunicó al traidor. Todos entendieron que no se refería al niño atropellado por la jaca, sino al monaguillo. En modo alguno se podía cargar con otra muerte, el mismo día, la memoria del inocente que, con la matraca, había provocado la tragedia. Obligaron, sin embargo, al estafador a devolver las mil pesetas o a traer otra mochila en el espacio de dos semanas. Después, se fueron a sus casas; por la noche, al velatorio del niño muerto.
Tras el entierro, Gaudiosa se volvió al campo. Su hija estaría ya nerviosa por la tardanza de su madre. Sería mejor que ignorara la tragedia del chiquillo, pues era muy impresionable. De ahí las prisas de Gaudiosa, aumentadas por el convencimiento de que las nubes romperán en tormenta. Efectivamente, apenas pasó El Almirón, sintió cómo lejanamente se desmoronaba el primer trueno. Supo, sin embargo, que la tormenta se acurrucaba en otro valle, puede que hacia La Nava o iba camino de Cortegana. Encontró a su hija sentada ante el bastidor y haciendo encaje de bolillos, tranquila al parecer. La muchacha se :sacó de la boca uno de los alfileres lo incrustró en uno de los agujeritos del cartón que envolvía el bombo con el dibujo del encaje, y le dio un beso a su madre, cuando sintió su cara cerca. preguntó si había muerto un niño, por el repique de campana chica.
-Quizás. No hemos entrado en el pueblo.
Olía a puntas de costilla asadas. Comieron en silencio. Se echó a descansar Gaudiosa, pues su hija se ofreció Para el fregado. Del sueño, la despertó el reflejo de una luna pálida y sola, como, pintada por el Duccio. Una bandada de pájaros se evaporó de un alcornoque, hizo la ronda en espirales blandas, volvió del contraluz enmadejando su copo de espejuelos, que se esponjó en el ramaje. Aquellos árboles estremecían los menudeos de su perfil de estaño, hasta cuajarse a solas; hasta, de nuevo, los ángeles del Buonisegna. Pasó, pura, la noche. Y, con el alba, la luna, llena y alta, se escondió tras la tormenta.
Gaudiosa buscó a su hija, Pues le faltaba de la cama. Corrió por el campo, bajo los truenos, llamándola desesperadamente. La muchacha, se había -refugiado en la cueva de La Mora, donde un sabio encontrara tiempo atrás cachivaches del Neolítico o quizás del Bronce: escudillas, cuchillos de sílex gris, un hacha de pizarra, algunos huesos y cráneos trepanados; ahora era cuadra de cochinos, llena de pulgas hasta el techo. La muchacha se había asomado a la salida de la cueva, desafiando al rayo. Es tonto, provocar. Un rayo viejo sabe más que la luna. No tuvo Más que quebrarse a plomo sobre el valle, zarrapatrás, y se encontró con la muchacha. Luego, el forense salió diciendo que tenía que ser cosa de la química, y cómo hay familias que atraen los rayos, como las avispas, porque hay distintas sangres. No convenció a ninguno. Hay tribus que prefieren la leyenda; quizás, también por sangre.
Y leyenda se hicieron los funerales, con Gaudiosa enlutada y con tacones, más bella otra vez que nunca, con aquel pelo suelto de nogal claro, el velo breve, la piel inesperadamente de color de manzana, la dejadez de las manos y los ojos, como si su misma pena no importara mucho. Se levantó del comulgatorio, niña y con tiempo, como un siglo. Pero, al llegar a su silla, se desplomó con el infarto.
Agonizó, poco a poco, en el hospital de Huelva, durante dos semanas. Finalmente, tras ser oleada por el capellán, pidió que la bajasen de la cama y la depositasen en el suelo. Boca arriba sobre las losetas, alargó los brazos y desparramó las piernas, mientras decía suavemente con voz distinta:
-¡Hermana madre tierra, abrázame!
Lo habría aprendido en el recuerdo de algún himno seráfico o en cualquier hojilla de almanaque; pero daba lo mismo. Hay páginas pálidas y lejanas, que sólo amanecen con el crepúsculo, como algunas lunas llenas, de preñez sangrienta.

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LA ULTIMA MEDALLA



De haber nacido unos milenios atrás Olvido Gómez, sus manos habrían sido las predestinadas para inventar el fuego. Pero ella no lo supo; y eso que, alguna vez, comiendo un choco al otro lado de la vía, tuvo el atrevimiento de afirmar, con más cervezas de la cuenta, que, de nacer ella varón, hubiera hecho un cante cardenalicio, como el de Juan Talega. Era otro modo de decir lo mismo.
Ahora iba dentro del abrigo. Y, cuando iba en el abrigo, se sentía más segura y más buena y como más conservadora. Tarareaba mudamente un cante de socavón, unos fandangos de Tarsis, emponzoñados por viejos magmas incandescentes, sin recordar bien la letra. No le iba mal, llamarse Olvido. Atribuía sus despistes a la mala eliminación de la anestesia, cuando aquel bruto de dentista le clavó seis inyecciones en la encía, que le encorcharon toda la cara; y el colmillo cada vez doliendo más, con que se fue sin sacárselo. Notaba desde entonces que el calcañar se le iba para arriba y lo acababa sintiendo en el repliegue de la corva, y aun sentía los jugos gástricos en las yemas de los dedos. Le parecía que, al poner las huellas dactilares, dejaba un tono de azafrán o remolacha, según el vegetal con que anduviera trajinado.
Siguió calle adelante con su obsesión de la naturaleza del tiempo, por ser devota de Priestley; pero luego, no había quien se atreviera a preguntarle la edad, porque se molestaba mucho. Andaba preocupada con su mala memoria, a la que estaba acostumbrada; ahora no lograba recordar quién se había muerto o no, dudando de viejos conocidos si estaban vivos y si les había dado el pésame. Cruzó nerviosamente La Placeta, enfiló hacia Concepción, y, a la altura de La Granadina, se vio zarandeada por un brazo. Al volverse, recibió una bofetada impresionante. Del remolino de la gente, la sacó un guardia, que la llevó a la comisaría. Por despiste propio o de la policía, se encontró, en la salita de espera, con el loco que la había abofeteado. «Esto no ocurre en los seriales televisivos», se atrevió a decirle al comisario. Y retiró la denuncia, porque llegaba tarde al entierro de un compañero de Instituto.
Amenazaba la lluvia, y las palmeras parecían no estar de acuerdo, oscilando tristemente, la lluvia y las palmeras, los humos de los trenes y las químicas, los barcos que empezaban a desosegarse junto al amarre de las estachas, las rachas del chaparrón sobre las fachadas aldeanas, el olor a yodo y gambas a la plancha o chocos fritos, que se adensaba con la lluvia, debajo de las palmeras. Huelva, sin sol, se hace costra o ganga de las minas, cobre viejo, pena, paso cansino de entierro, como el que ahora llevaban detrás del ataúd.
Le gustaba a Olvido Gómez el cementerio, ese desorden de jardín botánico, todo tan dislocadamente en su lugar descanso, como si el andar a grumos del cortejo fúnebre se adaptara a la anarquía de los angelones de ojazos vueltos, las flores, los epitafios decimonónicos, las fotos viejas de los daguerrotipos, donde las niñas pequeñas tienen caritas de abuela, la media voz desapretada para el cotilleo sobre la campaña contra los mosquitos, el peregrinaje tras el muerto y, no sabía por qué, la chaqueta de pana de quien la pisó sin querer y le dijo usted perdone, señorita, agachando una cabeza pelada como la de los perdigones bravos, los verdes encascarados del cipresal, la guasa, los murmullos, la majestad de lo ordinario más o menos, todo un mundo de cosas que la dejaban como ingrávida, grávida sobre el barrizal, con la tristeza de esperar a que se secaran las pergañas cascahuesos y tener que quitárselas con los filos del calzador, el peso de sus propios huesos, que ella decía notar cerca del hígado, la risa que le entraba con sólo tomar conciencia de las tonterías que iba pensando, esa risa leporina que le había quedado de tanto ir con su padre a las cacerías. Eso y los pájaros, que cantaban sin arredrarse ante el hombretón cetrino, que apareció frente al cortejo por detrás de un arriate, un triste ser en cruz, con la cabeza vuelta, todo crespón y plancha, cotidiano y solemne como un espantapájaros.
Apretaba el hombretón los ojos para no ver, y alargaba la mano como la estatua de la Libertad o como Juan Talega al decir las soleares. Se espatarró, cimbreándose, al modo de esas tonterías de los toreros ante la res sin resuello.¡Abrid el ataúd!
Hubo un momento de indecisión, y unos bajaron el féretro por un lado, desequilibrándolo, hasta dejarlo por fin entre todos mimosamente en el barro. El hombretón cetrino seguía extendiendo la mano con la medalla entre los dedos; y se tapaba los ojos, para no ver el cadáver, cuando abrieron la caja. Dijo que se la pusieran en el pecho, por caridad, en el pechito, hacedme ese favor, que yo no tengo fuerzas para mirar siquiera.
Olvido Gómez comentó con una amiga la honradez del difunto, y no se extrañaban del gesto del condecorador agradecido. Alguien de los del Instituto o de la presidencia familiar del duelo, le tomó la medalla silenciosamente, se la echó al seno al muerto, y ordenó que se cerrara de nuevo el ataúd, y luego dijo «vamos», para que lo levantaran nuevamente y se volviera al desfile. El hombretón cetrino, vuelta la cara y con los brazos en cruz, se puso a andar de espaldas lentamente como las barcas por los esteros. A Olvido Gómez le pareció que aquel extraño elemento tenía cara de barco antiguo, y lo miró con complacencia, viéndolo recular pomposamente. El hombre se dio una bofetada, de tanta pena corno tenía que expresar, y se volvió por su camino.
Entonces, vino el grito. Dijo también un taco, mientras, a voces, se preguntaba que a quién, Virgen de la Cinta, a quién, porque allá venía otro cortejo desembocando por la puerta del cementerio, una marca gitana que se arremolinaba junto al cadáver de una muchacha que se tiró la tarde antes de una azotea y se estampó en las losas como un lacre.
-¿Quién va ahí, entonces? -gritaba el hombretón-. ¿A qué muerto le he puesto yo mi medalla, madre de mi alma?
Los qué desgraciaíto soy y los qué pena que esto le pase al hijo de mi madre, que era él, los espasmos de traidor, inconfeso y mártir, la letanía de esos a quién, que iba soltando a lo largo del cortejo fúnebre, como esos tíos de la RENFE que le dan con el hierro a las ruedas del tren para comprobar los sonidos del metal, su desplante en plenitud y en verde luna lorqueña, o tal vez la tarde fofa que se podía desgraciar si aquel asunto continuaba tan despistadamente, forzaron a Olvido Gómez a intervenir por su cuenta, saliéndose del cortejo, para tomar del brazo, sin conocerlo, al desolado gitano, gordinflón y con los tercios largos, que se secaba las lágrimas con el pañolón negro que llevaba atado al cuello; y allí, junto a la losa de un torero, fuera de las dos riadas fúnebres, quiso sedarlo poco a poco, persuadiéndolo de que no merecía la pena el abrir nuevamente el féretro del profesor difunto para que el error se reparara, como pretendía el gitano, ya ve usted, que a veces hasta hay alguna bofetada equivocada, y a lo mejor mi compañero muerto necesitaba esa medalla en la otra vida y la muchacha no, con lo buena que sería, no llore más por favor, la mucha providencia que habría habido en el cambio, repare, y que más daba, amigo, una medalla, a consolarse, cosas peores se han perdido en este mundo, y allí estaría la medalla hasta los restos del esternón, y aun después, en el pecho de aquel pobre descreído, que hasta pertenecía a la extrema izquierda y no quería a la Virgen, no iba a quitársela ahora, que qué diría la gente y la Virgen de la Cinta, desmedallar a un muerto, un sacrilegio, en cierto modo, del que a lo mejor el muerto se cobraba desde el otro mundo, y su amiga la muerta ya tiene bastante con la buena intención de usted, consuélese con eso, y ni por ésas, porque el gitano no se resignaba, cosas del pueblo-pueblo, los miedos de la vida y de la muerte, o tal vez el que no hay nada tan entretenido como un buen disgusto. El caso es que no se consolaba el hombretón; jamás se convencería de lo oportuno que resultaba en este país esa medalla equivocada; y más, en un cementerio como el de Huelva, donde el dos de mayo de 1943, un mayor inglés falsificado fue sepultado con todos los honores militares para engañar a Hitler, que hasta lo cuenta una película.


(Para mi hermana y mí cuñado, que me contaron el asunto)

 

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SEIS DOBLE

 

Evaristo Navahermosa no tenía más que diez o doce ramas del algarrobo medianero, porque el tronco ya caía en otra propiedad. Cuando trazaron las lindes de las particiones, a él te tocaron las aranzadas cálidas del barranco (donde plantó un almendral, según se mira hacia Arcos, hacia la peña vieja, al lago, los mesones, La Gallarda, el molino de la Molinera y el Corregidor, los meandros revoleros del Guadalete) y esa ladera del Cerro Marcos en cuya cumbre se alzaba majestuosamente el algarrobo. En el tronco, había escrito su mujer, meses antes de la ictericia que se la llevó a la tumba, el propio nombre, Filomena, con gran sofoco de Evaristo, que sabía que la parte aquella del árbol le correspondía al lindero, pues propias sólo eran las diez o doce ramas que saltaban los mojones y se metían en lo suyo. Con todo, muerta su mujer, se alegró de aquel allanamiento que le servía de recuerdo.
Desde el día de su viudez, Evaristo Navahermosa vivía solo. Un día se compró un dominó, porque el del casino tenía pasados los marfiles a fuerza de manoseos, y la blanca doble arnarillona le hacía ponerse triste, huero a la altura del ombligo, con la memoria de la color aquella que se le puso a la Filomena poco antes de morirse. Se iba el hombre todas las tardes al casino con su cajita de madera y las veintiocho piezas nuevas, que limpiaba todas las noches con alcohol, apenas llegaba a casa. Era admirable el contraste entre los blancos y los negros. Sólo el seis doble tenía trampa, una menuda rayita que le hizo él y que nadie más notaba. Cuando movía las fichas, antes del juego, lograba endilgárselo siempre a alguno de los adversarios. Por nada del mundo se dejaría ahorcar el seis doble. Llegó a pensar que sólo jugaba con ese norte. Abría con él, cuando le tocaba salir, aunque no llevara otro seis. Lo largaba en cuanto podía. Y alardeaba de que nunca en su vida se había quedado con él en las manos cuando acababa el juego. Sólo una vez estuvo en un tris de que lo ahorcaran; pero al verse sin salida, dijo que lo esperaran, porque se le había antojado una necesidad inaplazable. En vez de ir al retrete, se fue a los plomillos de la luz y, los quitó. Volvió a oscuras, tanteando, se dio un golpe a propósito contra la mesa, se cayeron las fichas, y, cuando se arregló lo de la luz, hubo que anular el juego. Nadie se dio cuenta de la maniobra. Pero aquella noche no durmió. Se soñaba con los doce puntos negros, sentía la ficha fatídica atravesada en la garganta. Quiso vomitarla y no podía. Se acordó de su padre y de aquellas palabras que le oyó años antes, a la hora de la muerte: «A mí, hijo mío, nunca me han ahorcado el seis doble». Era la repugnancia de la casta, los demonios familiares, la alergia que les unía, una especie de certificado de sangre y prueba genealógica. Por eso, apenas enterraron a su padre, se dio a inventar un dominó con solo cinco números, sin el seis, del uno al cinco, cosa que no le hizo muy feliz, pues maldita la gracia que tenía el poner una ficha tras otra impunemente. Lo único emocionante para él, era el soltar el seis doble. Un dominó sin seis doble, le parecía un café descafeinado. «Esto se mama ~pensó- Estas cosas las rumias hasta que te mueres"

Pero vino el día de la tormenta, con la nube enorme y negra, como una silla de montar (sin guarnición) sobre los lomos de Arcos. Flejes encendidos, iban cayendo los rayos, a babor y a estribor, por las dos peñas, eran costillares lúcidos sobre un perfil de dinosaurio pelado por los buitres, los nidos, las calles pinas, los hombres y los usureros, se estremecían con los anchos truenos, que sajaban como espuelas, desde la cola de S. Francisco hasta el hocico humillado y rumión de] Barrio Bajo. Evaristo Navahermosa, presa de miedo, se había metido en el retrete por verdadera necesidad. Cuando volvió se encontró con las fichas barajadas. Allí estaba, entre ellas, el seis doble. «Ya lo soltaré», se dijo por consolarse. Pero no lo soltó. Su compañero metía los seis, y su adversario de la izquierda se los tapaba. Al final, se lo ahorcaron. Le pareció que todos sus antepasados se le ponían de puntillas en el espinazo y se lo zarnarreaban.

Apretó la tormenta. Vino ese olor metálico que se traen los rayos, y se mezcló con el del vinazo y el café y el de la tierra mojada que se colaba por la puerta. Caía una manta de agua en el momento en que, gracias al seis doble ahorcado, dominó el compañero de Evaristo, y les dieron zapatería a los contrincantes. Pero Evaristo no era capaz de saborear tan aplastante triunfo. Sentía una especie de hormigueo en las manos y entre los huesos de la cabeza. Se levantó y se fue, sin apurar el coñac que había ganado. A las tres horas de aquello, se lo encontró un guardia jurado recolgando de las ramas del algarrobo que le caían en lo suyo, ahorcado como el seis doble y con una media sonrisa en las comisuras, una mueca elemental de logro o de venganza, cabe la lengua fuera y clara, lengua de blanca doble.

 

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BARREDUELA DEL PUÑAL

 


Melanio Mantecón echó la mano hacia adelante para prender el humo de la paella, metió la nariz entre los dedos y la palma, olió profundamente y supo que al arroz sólo le quedaban tres minutos de cocción.
-Id mojando ya el saco.
No le importaba tanto su oficio de pintor como aquel rito culinario. La inspiración viene a rachas: "no la puedes tener todos los días a las cinco de la tarde" decía Cagancho. Aunque intentemos evitarlo, Píndaro vuelve siempre.
Como los líricos griegos del siglo V a. J. C., Melanio Mantecón había optado por el afanés; la belleza invisible le importaba más que lo inmediato, a pesar de que su arte pictórico se reducía al phanerón, Tangencialmente, como un pespunte guadiana, se amalgamaban los sofistas y los presocráticos. Esos ritos de la paella respondían mejor a la "armonía interior". Ya Pitágoras había dicho que las cosas participan de los números. Y es la exactitud, no el ojo, la que le da al arroz el punto. Melanio Mantecón pasaría a los diccionarios como maestro del paisaje pero estaba seguro de que la memoria popular lo recordaría más humanamente por sus glorias de paellero. No le importaba la fama artística, absurdamente potenciada por su padre con aquella historia estúpida de los frescos de la ermita:
-Mire usted bien hacia arriba, al angelito pelirrojo. Lo pintó mi hijo Melanio, cuando reparó los frescos de esa bóveda, No se había casado todavía, fue el año quince. Y ahora, conozca usted a su hija, que nació mucho después, y vea que su padre la había pintado ahí, antes de que ella naciera. Le digo a usted que mi nieta tiene la misma cara, el mismo pelo, la expresión pareja a la de ese angelito que está usted contemplando. Eso es el arte, amigo mío.
Para Melanio Mantecón, su padre nada entendía. El arte es lo casual, y la artesanía es lo armónico. Sólo un buen artesano logra evitar la tentación de Antígona, que confundía la belleza con la ética. Allí estaba aquel arroz para demostrarlo, amainando a la hora exacta sus burbujas.
Como en el perol dominguero de los cordobeses, la maestría del ritual supera el pronto del Mito; los círculos del Kronos cunden más que el Kairós. Siempre va el calendario, en esta tierra, por encima del acontecimiento. Una vieja sabiduría de tapeo calculado, el vino justo y a su hora bajo el emparrado, los sarmientos dirigidos según los hierros de sostén, los arriates de geráneos en paralelo, el agua exacta por el canalillo que cruzaba la mesa de mármol donde llenaban el vaso, mientras comían, y se lavaban los dedos manchados por la fruta.
-Un andaluz de los antiguos.
Así osaba calificarse, sin razonarlo mucho; tal vez, por distraer, mientras le mezclaba al jerez seco unas gotitas de Málaga para amodorrar a los curiosos, que, alrededor del fuego, se contagiaban mutuamente las impaciencias del estómago. Todavía quedaba un rato hasta que se asentara el arroz en la paellera, colocada sobre un yute bien mojado, mucha conversación por medio. El alajeño que vendía las gaseosas, comentó:
-Pues mi mujer hace esas mismas cosas que usted y sin embargo nunca le da bien el punto. No tiene ojo para...
Melanio Mantecón dejó caer la espumadera. Sintió en la cara el frío seco de la mañana de noviembre. Mandó a un niño a por agua. Miró hacia el fondo del precipicio, donde el caserío de Alájar se tendía como un lagarto tejuno y blanquecino. Sacó la pipa de berezo blanco y maniobró con el tabaco. Descansaba en menudencias. Las llamas parpadearon con el vientecillo, levitando en el rescoldo. Melanio Mantecón estuvo por un momento persuadido de la presencia viva de Felipe II ahí en lo alto, cuando visitó a Arias Montano, y vio Su Majestad Real la mesa con el canalillo de agua exactamente igual a la que el pintor se había hecho en su casa de Galaroza, exactamente la que describían los papeles del polígrafo, según contaba el cura. Unos, pinos paragüeros se agarraban tercamente a los rebordes de la peña, como meciendo el vértigo o ansiándolo. Oscilaban, como siempre, según los mismos vientos, agarrotadas las raíces, fijas sobre la cueva de los celtas. Hundida en las entrañas, abría su boca hacia Levante mostrando, como una encía, la piedra sacrificial, donde los celtas ofrecían víctimas desgraciadas, apenas el primer rayo de sol recién nacido estremecía los filos de la hoja del puñal sagrado.
Apartaron el arroz y lo dejaron reposarse sobre el saco húmedo. Íntimamente, el pintor acababa de decidirse a levantarse cualquier día más temprano, y a venirse a la peña para pintar algún retazo de paisaje que todavía dudaba. Tanta belleza distinta y confundida, hacía difícil la elección, porque desconcentraba. Quizás alguna mañana, con la salida del sol, la belleza se clavaría sobre lo concreto, como el puñal del sacrificio. Llevaba más de cuatro años con un cuadro sin terminar, el buen Melanio, a la espera de una luz que, en ciertas tardes de octubre, se adormilaba sobre el polvo acumulado en las piezas que le servían de modelo. Él sabía que esa luz retornaba cíclicamente en cada otoño, pero necesitaba el tamiz de ciertas nubes. Esperaba cazurramente en el aguardo, seguro de que entraría como una perdiz. Era un azar seguro, el cálculo de lo imprevisto retornarte. Había prohibido a su mujer que limpiara el polvo a esos cacharros que le servían de modelo. Cierta, la luz vendría. También podría venir, en el momento exacto, la selección del paisaje que pintaría de la peña, y que ya tenía vendido a un choricero de Cumbres.
Cortó una rosa y se la llevó a la Virgen de los Ángeles, a pesar de ser ateo; así lo hacía todas las tardes en Galaroza, por darle gusto a su mujer, que era devota del Carmen; y éste era, según él, su rito más libertario. Realmente, no podía menos que admirarle a la Iglesia su obsesión de calendarios. Y es que a él le iba más lo griego que lo judío; tal vez, a causa del miedo. Apenas acabaran de almorzar, tendrían que volverse a Galaroza, temiéndole al matón.
Eran los tiempos de final de siglo, cuando se licenciaron los de Cuba. Nadie supo las medallas que se trajo Avelio Pérez, si es que las ganó en algún intento heroico de taponar la derrota; pero presumió con suficiencia apenas pisó el pueblo. Tras algún golpe de efecto, lo gestos, las miradas, empezó a manejar caprichosamente al vecindario, sin que nadie osara hacerle resistencia aunque llegara a la taberna y se dirigieran a alguno de los presentes, y tú, vete a la cama, sin que se supiera porqué a ése; que a mí se me ha antojado y basta, te acordarás si no; y el señalado obedecía. Hasta las fuerzas vivas se encogieron: no te preocupes, lo que quieras, siendo un héroe, para qué vais a meteros en jaleo con tipos como éste, cuestión de hacerse a ello por bien de paz...
Melanio Mantecón tuvo que retratarlo, y no a disgusto, porque, en el fondo, le serenaba el que la historia se repitiera; y además, se le iba haciendo el cuerpo a aquel nuevo cielo de cada noche un tío a su casa a la hora justa. Todas las tardes, posaba el matón con seis medallas sobre el uniforme desempolvando la mirada. El pintor lo observaba con una especie de desprecio reverencial y agradecido. En realidad, el matón respetaba a Melanio, y no trató de amedrentarlo como a los demás. Si le obligó a que le hiciera una de sus famosas paellas, se lo pidió por favor. Quedó en que vol vería después de la vendimia del Condado, con la caída de septiembre. Melanio Mantecón se lo tropezó una mañana en el camino de Jabugo, cuando volvía de la fiestas de San Miguel.
-Mañana te espero para ver sí avanzo en tu retrato. No me faltes, porque, en ciertos días de octubre si se da cierta luz, tengo que dedicarme a acabar mi bodegón.
Y fue precisamente una tarde de nubes esponjada y esa claridad precisa sobre el polvo acumulado en los cacharros, cuando el Matón se presentó en el estudio sin excusarse por no haber venido hasta entonces, a pesar de las promesas. No entendió nada de lo del brillo mate sobre el jarrón polvoriento y el pergamino enrollado con una cinta de rosa desvaído y el bastidor del bordado y el cestillo y todo lo que componía un conjunto para naturaleza muerta encima de una mesa, que llevaba esperando una extrañísima luz de octubre desde hacía algunos años. Dio un manotazo a los cachivaches del modelo, tiró las flores de papel, quebró la damajuana verde, arrambló con el paño y lo sacudió en la ventana. Salió sin despedirse, pero volvió enseguida, al notar que habían cerrado la puerta. Aporreó el postigo con los blandos de la mano, dio una patada a las hojas de la puerta, hizo saltar astillas grises y descuajaringó la tranca. Dentro ya de la casa, descolgó un cuadro y se lo metió por la cabeza a la suegra del pintor, dejándole en el pescuezo el marco, recolgando como un torques.
Melanio Mantecón se olió instintivamente la mano, como cuando averiguaba el punto de la paella. Apenas anochecía, se marchó a la taberna. Porque era pequeñajo de estatura, apoyó las dos manos sobre el mostrador y solicitó un café de maquinilla. Le dio coba al medio vaso de café, aguardando; pero, al ver que se enfriaba, lo apuró, y pidió una copa de aguardiente. Sonó el toque de ánimas en la campana gorda de Jabugo, lo que indicaba que habría lluvia. Desde los celtas, se había cumplido el rito de que la humedad acortara las distancias del sonido; que parecía que los pueblos se juntaban. Jabugo estaba arriba; pero, ante la inminencia de las lluvias, se echaba monte abajo misteriosamente, se acercaba a una Galaroza desvanecida con mimo sobre el valle húmedo por donde corría la rivera, y que, vista desde los cerros, parecía un diablo hundido en el forraje o una mariposa enajenada en el recuerdo del jefecillo moro que vino a desposarse. Un presentimiento de la humedad, hacía que el seco y frío Jabugo se acogiera al calor de lo hondo o a la querencia de aquellos doce caños de la fuente galaroceña, que corrían desde siglos por la misma calle y las mismas lievas, regaban los mismos densos huertos, y se despeñaban torrenteramente antes de desmadejarse entre los chopos, camino del Guadiana, basta la mar, que, a decir de Melanio Mantecón, devolvería las mismas aguas al socavón calizo en otras lluvias, el rito, el cielo, el rumor de los doce caños gordos de la fuente, como en aquella hora, cuando la gente empezaba a retirarse porque se hacía más oscuro, y sólo quedaban en la taberna tres arrieros de Navahermosa cerrando un trato para el bornizo del descorche.
Según mi padre, dormitaba el tabernero cuando arribó el matón. Fíjate bien que la taberna está por aquel entonces iluminada con un quinqué de petróleo o con un carburo, tú los has conocido todavía. Uno de los piconeros vuelve de orinar y se queda en la puerta del excusado. Exactamente ahí, donde está ese aparador, porque ha cambiado mucho esto. El tabernero es uno del Repilado, casado con una de la aldea. Está nervioso por cerrar, pero se espera. Sin que el matón le diga nada, llena una copa de coñac y se la sirve. Melanio Mantecón intenta hablar con los arrieros. Creo que uno de ellos era el abuelo de ese electricista de Santa Ana que pretende a la del guarnicionero; el mismo, ya te he dicho. Pues está hablando en ese momento con Melanio, cuando el matón va y se dirige al pintor, que estaba con las manos -¿comprendes lo que te digo? sobre el mostrador, como si fuera un zagal, él es bajito y enclencle, como toda su familia, no sé si sabes que los llamaban "los Pequenos", así, sin eñe, con ene, los Pequenos, lo malo es que ya no conocéis los motes de la gente, porque todo ha cambiado, como lo de los álamos del Carmen, que un día los cortaron para poner los cochecitos locos en las fiestas y ahora ya nadie se acuerda de lo hermosos que quedaban, como los del Cenagal o la morera, que dicen que si se estaban pudriendo, véte tú a ver, ahora te digo lo del matón. Pues va y se cuadra con ese aire de perdonavidas, y le dice a Melanio que tú, sí, tú, que te vayas a tu casa ahora mismito. Házte una idea de la taberna. Está en ese sitio, donde tú estás ahora, el Melanio, y parece que se ha achantado, cuando saca un cuchillo de la faja, y sin decir palabra se va para el matón muy lentamente, así, mírame tú ahora, despacito, estos cuatro o cinco pasos, pero muy lento, hasta que ve que el otro duda. El Melanio avanza un poco más, y el matón que se va hacia la puerta, y el Melanio detrás de él, hasta que salen a la calle. El matón se echa a correr hacia su casa y llega raspajeando a su calle, que no tenía salida entonces, era una barreduela, como las llaman, luego abrieron una salida cuando lo de las particiones de Pepe Elías, porque tiraron una casa, no sé, el caso es que entonces la calle no tenía salida; y el matón corre que te corre, hasta que llega a la puerta de su casa, saca una llave de hierro de esas antiguas grandes, abre y se mete en el zaguán corriendo, echa la tranca, por fin. Y el Melanio que llega basta el umbral como un loco y le clava el puñal, o lo que fuera, en toda la puerta.
Allí se quedará clavado toda la noche, porque el matón no lo va a quitar, que se encerrará varios días sin salir. Después se irá al campo unos meses o no se supo adónde, volverá para las pascuas y no hablará
con ninguno, se acostará temprano todas las noches...
Un día tropezará en la calle con el párroco, y lo de siempre: pero hombre qué estás haciendo y vuelve que está olvidado por nuestra parte, tú te confiesas y ya está. Acabará de mayordomo de la Virgen, convidando a todo el mundo, el año que le tocó. Ya sería el pueblo distinto a partir de aquella noche, gracias al Melanio que fue quien se lo contó a mi padre, cuando mi padre era todavía un zagal, en el asilo de Aracena; allí acabó el pobrecito del pintor por culpa de la bebida. Y decía mi padre que, mientras se lo contaba, una monja le cortaba los callos de los pies con una navaja de afeitar o con una cuchilla, no recuerdo bien, hasta que le hizo sangre, y el pobrecillo ni chistaba.
Nosotros buscamos un día la casa y dimos con ella, por la puerta, que, a pesar de las manos de pintura que le dan cada año para las fiestas, todavía conserva la señal del tajo que le dio el Melanio con el puñal, cuando lo hincó con esa rabia que te digo, y acabó de una vez por todas con los miedos y las provocaciones de cada noche. Luego, a esa calle la llamaron «del Puñal», aun que con tanto politiquerío yo le he conocido varios nombres, que no eran de este censo; o sea, que aquí todo se cambia a gusto del que manda, siempre anda amaneciendo algo, como cuando sale el so. Que ese era el nombre verdadero de la calle cuando no tenía salida, calle del Levante, hasta que ocurrió lo del puñal. Pero tú ya sabes lo de la manía de este país, que nunca moja el saco para que amainen los hervores y pueda el arroz
reposarse.

 

(A la memoria de mi primo Vázquez)

 

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