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CONSUELO DE LA RUBIA GUIJARRO
MANGUEL
Me lo contó Manguel. Aquel judío con
el que se podía
compartir literal en Schiasenhausen se sabía todos los clásicos
de memoria. Al ingresar, se ofreció como biblioteca viviente para
paliar el miedo a estar vivos y muertos de sus compañeros. Cuando
entró en el horno crematorio, sus compañeros se desesperaron
ante la pérdida tan seca y tan inmensa. La espesura de la nube
de humo y la desorbitada cantidad de ceniza sorprendió incluso
a los kapos de los barracones. Desaparecían todos los libros.
Ardía un hombre.


JOAQUÍN BLANES
OLVIDO
Todo lo bueno se pierde, es una lástima. Ahora
interrogamos, a los detenidos como si se tratara de una reunión
de señoras
a la hora del té. En Argentina era distinto, más, propio
de ejércitos y naciones soberanas.
Aquel muchacho sabía demasiado y, sin embargo todo lo olvidó,
nombres y, números de teléfono, direcciones y lugares comunes.
Sabía que hablaría, que delataría a su esposa llegado
el caso, por no sufrir, y por eso lo olvidó todo.
La sugestión fue tanta que ni su nombre recordaba, no sabía,
no respondía nada, perdida la memoria a fuerza de olvidar. Le
aplicamos picana en los huevos sobre un somier metálico, le hicimos
la pileta, la tronera, le dimos hasta en la madre con el hierro. Se desmayaba
a cada rato, tanto, que tuvo que quedarse el doctor con nosotros con
un bote de sales para reanimarlo.
Como no decía nada le hicimos aquel juego. Formábamos los
tres agentes frente al detenido y le decíamos quedo: 'Una oportunidad
te damos, para que luego digas, si nos dices cuál de nosotros
tiene el ojo de cristal, te dejamos en libertad".
Nunca nadie había adivinado, ninguno. Con los ojos tumefactos
y la luz tan enferma de los sótanos, nadie podía adivinar,
claro; y, sin embargo aquel muchacho nos miraba en Silencio, se le rompía
el aire en las costillas, al respirar y nos miraba
en silencio.
Al pronto me señaló: “Ése, el del medio, su
ojo derecho es de cristal”.
Nos miramos alarmados porque nunca... nadie... antes... ¿ y aquel
muchacho sí?
“¿Cómo puedes saberlo?” Preguntamos.
“Porque es el ´único ojo que no me mira con odio”
Lo matamos enseguida, claro, no era objeto dejarlo en libertad, y dejamos
de jugar con los detenidos, tampoco era plan romper una promesa.


EDUARDO IAÑEZ PAREJA
SI AL MENOS MAMÁ ...
También hoy, han venido a verme.
Como siempre, mamá ha entrado antes que ellos. Me ha mirado y
me ha besado; después, también corno siempre, se ha dado
la vuelta v ha Salido por la puerta, sospecho que llorando. Entonces
han entrado.
Mamá dice que son médicos, pero yo no lo creo. Es cierto
que, más que mirar, me observan, rodeando la cama de este cuarto
vacío e inmaculado, y que alguno se encarga de inspeccionar distintas
partes de mi cuerpo mientras habla con el resto en una lengua incomprensible.
Pero no son médicos. Ellos creen que no entiendo nada, pero hoy
sí.
Hoy me han vuelto a escrutar con sus ojos rasgados, cubiertos con inquietantes
pantallas; uno de ellos ha palpado mi cabeza otra vez ese dolor, esa
sombra! y a continuación todos han anotado algo sobre la superficie
que suelen traer en las manos y sobre una luminosa luminosa cubierta
de imágenes. Y por fin se han ido.
Hoy sí: me han dejado inquieto.
Porque si al menos mamá ahí entra supiese contestarme en
qué consiste exactamente separar por el cráneo... y, sobre
todo, mamá: ¿quién es Alberto?, ¿Yo, o el
otro?


DAVID MENA
HAMLET
"Soy Hamlet, príncipe de Dinamarca", dijo, “y
he venido a vengar la muerte de mi padre". Pero la traducción
era tan mala que en sus ojos ardían gasolineras y, torres de alta
tensión. Parecía tan triste y confundido esta vez que decidí tachar
párrafos enteros y componer otros nuevos, borré sintagmas
y, añadí adverbios y, adjetivos. De modo que aquel muchacho
que había cruzado el Infierno sacó un puñal de donde
nunca había existido, y enloquecido se arrojó contra el
rey, y,
sus sirvientes, dándoles muerte a todos y, a sí mismo.
Maldiciendo todo aquello que había quedado pendiente de decir
en las demás traducciones.
Él, que era Hamlet, Príncipe de Dinamarca, y, que también
era yo.


Juan Miguel López
LO FATAL
El viaje estaba siendo tranquilo. Casi no se habían encontrado
otros coches en lo que llevaban de trayecto y además hacía
buen tiempo. Sol de invierno, suave, y el aire quieto. La meseta. El
horizonte llano en todas direcciones. Campos de cereales a ambos lados
y la línea de asfalto abriendo brecha.
Acababan de dejar atrás Valladolid, procedentes de Oviedo, y ahora
avanzaban por la Nacional 601 rumbo a la capital. Si todo iba bien, estarían
allí a tiempo para comer con los suegros.
Encendió el radiocaset y puso la cinta de Tubular Bells de Mike
Oldfield a volumen muy bajo, para no despertarla. Estaba preciosa así,
corporal sólo pero a la vez también su esencia, presente
pero lejos. Fijó la vista al frente y se echó para atrás
en el asiento, una mano al volante y la otra en la palanca de cambio,
relajado. Si había algo llamado felicidad, se parecía a
ese momento. La mañana limpia, la música, la carretera
solitaria, los 100 kms/h y al lado la mujer que quería.
Habían pasado un buen fin de semana en casa de los amigos de ella.
Buena gente. Antiguos compañeros. Habían quedado en volver.
Tal vez en Semana Santa. Una vez allí, aprovecharían para
acercarse a conocer Galicia. También le había gustado Oviedo.
No sabría decir por qué, pero le había gustado.
Quizás por la buena predisposición y por la compañía.
Entonces sintió el calor de la mano de ella en la suya, cariñosa,
lenta.
—¿Falta mucho? —preguntó, los ojos entreabiertos,
sonriente, girándose hacia él.
—Poco. Duerme otro rato si quieres.
Ella se quedó así, de cara a él, cogiéndole
de la mano que tenía en la palanca de cambio, sonrió lánguidamente
y volvió a cerrar los ojos.
Entonces ocurrió sin más. Fue en cosa de décimas
de segundo. Acababan de pasar por el cartel que decía Madrid 175
y estaba calculando que a esa velocidad llegarían en menos de
dos horas. Ocurrió de golpe. No le dio tiempo a pensar nada. La
rueda derecha delantera reventó como una sandía que cae
al suelo y el coche se empotró bruscamente contra el quitamiedos,
lo derribó a costa de comprimirse a la mitad de su volumen y de
elevarse unos seis metros y finalmente se adentró en una era dando
vueltas de campana hasta que, convertido ya en un amasijo de chatarra,
perdió el impulso.
Los dos murieron en el acto.
SEXO Y TRISTEZA
La furgoneta se mueve ligeramente arriba y abajo al compás de
las embestidas. Aunque son más de las dos de la noche de un domingo
invernal, de cuando en cuando algún que otro transeúnte
pasa junto al automóvil; pero las ventanillas empañadas,
además de hacer de cortinas, confirman lo que el liguero vaivén
de la carrocería hace suponer.
—¿Así? —pregunta el chaval, probando a moverse
desde otro ángulo y separándose menos a cada sacudida, como
queriendo que sus entrepiernas no dejen de estar en contacto ni una décima
de segundo.
—Sí —miente ella, disimulando el dolor en la penumbra—,
así está bien.
—¿Así te gusta? ¿De verdad?
—Sí, mi amor, sí.
Están en los asientos traseros. Ella debajo, medio desnuda y despatarrada,
inerte, su cabeza choca contra una de las puertas laterales con cada
vaivén y con las manos amortigua los golpes, y él encima,
encabritado, sudoroso y jadeante, los brazos en tensión, como
dos pilares, contrayendo y endureciendo el culo a cada ida y relajándolo
a cada vuelta.
—Te gusta así, ¿verdad? ¿Verdad que te gusta? —insiste él,
acelerando el ritmo.
—Sí… Sí… Así.
—Tócame, tócame —gruñe él.
—Sí… Así… Ah… Así… —sigue
correspondiendo ella, y le agarra de las nalgas.
—¡Agj! ¡Agj! —los ojos cerrados y una mueca de éxtasis
desfigurándole el rostro.
—Sí, sí —ella, con algo más de énfasis—,
así… Sí… Sí…
—¡Aaaaagj! —sentencia el chico.
Y baja. Y se besan. Y se desploma sobre ella.
Al poco se separan. Ella, inmediatamente, le quita el preservativo y
comprueba que no tenga fugas. Él se queda tranquilo, satisfecho,
desperezado, con los ojos cerrados y los pantalones por las rodillas,
jadeante como un animal, y enciende un cigarrillo. Ella alcanza su bolso
del asiento delantero y saca un klínex y se limpia ocultando su
asco; luego abre la ventanilla y lo tira. A continuación se sube
las bragas, se baja la minifalda, se coloca un poco la blusa y se atusa
con un retoque el matojo de pelo revuelto.
—Quita —le dice al chico.
Él da una calada y exhala el humo hacia el techo de la furgoneta
antes de hacerle caso. Echa las piernas a un lado y deja que la chica pase
al asiento delantero. Después vuelve a ponerse cómodo y da
una nueva calada, y otra más, y al final lanza la colilla por la
ventana.
—Así que te ha gustado ¿eh? —dice el chaval,
empezando a subirse los calzoncillos.
Ella no dice nada, sigue pintándose los labios en el espejo retrovisor.
—¿No contestas? —apretándose el cinturón.
—Sí, sí, ha estado bien. —Se lame a sí misma,
guardando el pintalabios. Después mira al frente y dice: — ¿Nos
vamos?
El chaval pasa al volante y arranca la furgoneta mirando a la chica.
—¿Qué te pasa?
—No —dice ella—, nada. Que ya es tarde y ya sabes cómo
es mi padre.
—Sí.
Por fin, marcha atrás y —describiendo un cuarto de círculo— la
furgoneta sale de la hilera de utilitarios aparcados en batería,
frena, se queda inmóvil un instante y luego vuelve a ponerse en
movimiento en sentido contrario antes de abandonar la calle.
A los pocos segundos, un inquilino de esa manzana que lleva ya un rato
buscando aparcamiento, llega, frena y ocupa el hueco.
A LA CALLE ZURITA NÚMERO 26
Empieza el movimiento, y con él, a tu izquierda, las luces de
los bares y farolas comienzan a pasar por la ventanilla provocando juegos
de colores en las gotas de lluvia todavía adheridas al cristal.
Piensas en ella. Suena a ambos lados del taxi ruido de neumáticos
surcando un charco. Te la imaginas esperándote sentada en la cocina,
bella e histérica, diciéndose a sí misma que tiene
que disimular el ansia, las manos nerviosas sosteniendo una taza de café a
un palmo de su boca. Entonces ves el cogote del taxista, en el espejo
retrovisor su mirada y la mano derecha que gira el dial de la radio en
busca de una emisora. El humo del cigarrillo que acabas de aplastar contra
el pequeño cenicero de la puerta se ha quedado quieto y decides
abrir la ventana unos centímetros y segundos. Hace un frío
húmedo e invisible. Mientras te subes el cuello del abrigo repasas
sin convicción las palabras preparadas. Vas a espetárselas
como si fueran un escupitajo, con falsa convicción y sin piedad,
como el jefe que decide recortar plantilla, piensas, como el alcalde
que ordena aporrear a los manifestantes, como el banquero que niega a
un pobre el préstamo, como el juez comprado que dicta sentencia.
Entonces la mano del taxista regresa al volante forrado de piel después
de dejar en el aire una voz que se lamenta y una guitarra que tú no
escuchas. Repites en silencio y con tedio la frase que vas a pronunciar,
medio riéndote de tu crueldad y mirando la noche incrustada en
las calles. Ni siquiera buscas justificaciones: vas a hacerle daño
y eso es todo. Te viene a la boca el adjetivo cruel y lo silencias, paladeando
cada letra. Por un momento imaginas que amagas alegar algo, pero sabes
que te engañas antes de terminar la idea. El automóvil
para en el disco en rojo y sigues de cara al cristal, perdida la mirada
en lo que piensas, en los ocho vocablos y en la imagen de ella a la espera,
los ojos clavados en el hombre que no ves sentado en otro coche que también
espera el verde. Estás convencido de lo despreciable que eres,
pero sin pesar, sin vergüenza ni lamentaciones, indiferente y tranquilo.
Y cuando el coche arranca decides cambiar un sustantivo de la única
frase que dentro de unos minutos saldrá de tu boca; decir basura
sería demasiado sucio. Estáis llegando. Conoces bien las
calles, el trayecto. Va a estar en la cocina, seguro. Probablemente llevará en
la cocina desde que has llamado anunciando tu visita. «Aquí es»,
dices, tendiendo al conductor el billete manoseado, tieso entre dos dedos,
y a la par que el pie izquierdo del taxista pisa el pedal el automóvil
frena y vuestros cuerpos, dóciles a la inercia, se inclinan al
frente un instante y luego vuelven atrás. «Quédese
con las vueltas», se oye que dices mientras sales del coche y te
alejas de la voz que contesta «gracias», practicando por última
vez, antes de subir las escaleras, y esta vez en voz alta y entre dientes,
a pronunciar la sentencia: «Aborta: ya hay bastante escoria en
el mundo.»
CONDESCENDENCIA
–¿Qué va a ser?
Tiene el rostro grande, flácidos los mofletes, una calva perfecta
y el gesto agriado, como de andar siempre esperando lo peor. Tiene unos
cuarenta y ya no cree en nada. También tiene familia; y ése
es un dato más de su semblante. Enseñando una dentadura
perennemente sucia, vuelve a pronunciar la pregunta, espesa la voz, cansada
y salivosa, las palabras que articula cien veces cada día.
–¿Qué va a ser?
–Lo de siempre –contesta otra voz, añosa y titubeante.
Se mueve con precisión, sin malgastar un ápice de fuerza.
La enorme barriga no le impide conservar cierta lentitud ágil
tras la estrechez de la barra. De un giro breve y seco se queda con el
cargador usado en la mano derecha, lo sacude hasta vaciarlo de posos
y entonces lo recarga con café recién molido; después,
tras un nuevo giro en sentido contrario, lo coloca de vuelta en el surtidor,
lo acciona y pone la taza debajo.
–¿Tienes por ahí algún periódico? –le
pregunta el otro, débil.
Señala una de las mesas que ocupan el local desierto a la vez
que dice «allí», y hace que suene la copa al dejarla
sobre la barra. Luego suena el chorro de coñac, chisporroteante
y que se acumula hasta que, con un movimiento súbito de muñeca,
limpiamente cesa.
–Poca gente, hoy –el otro, sin preguntarlo ni afirmarlo, terminando
de mezclar con la cucharilla el azúcar y el café solo, la
mano seca, sarmentosa, agarrotada.
–Sí –indiferente.
–Da gusto, en agosto. Parece otra ciudad, Madrid –continúa
el cliente, ahora hojeando El Marca.
Entonces se fija en él. Viejo, escuálido, minúsculo,
más bien arrugado, el rostro impregnado de abatimiento ya indeleble,
de nostalgia por todo y nada, sus rasgos que han atravesado los años,
desde la niñez, atenuándose con el tiempo, o tal vez saliendo
más a la superficie, el viejo al que lleva viendo cada día
desde hace tanto, pero al que nunca ha mirado hasta ese instante.
–Sí –contesta finalmente.
–No gana el Olano, el Tour. Indurain hay sólo uno –se
dice a sí mismo el viejo, sin haber escuchado y sin levantar la
vista del periódico.
Está a punto de contestarle igual, otro «sí» parco,
pero se contiene. Por primera vez quiere decirle alguna palabra, darle
esa satisfacción de anciano, aunque también quiere evitar
que se sienta excesivamente cómodo. Veinte años de profesión
le han enseñado que la confianza, a la larga, no hace más
que provocar malentendidos, buenas intenciones, situaciones incómodas.
Así que sólo asiente y profiere un sí inarticulado,
gutural. Pero después sigue mirándole pasar la página,
detener los ojos en un titular que recorre moviendo los labios húmedos.
Le extraña. Es la primera vez que ve de veras al viejo, este viejo
que un día fue joven y entusiasta y que ansió e hizo y
deshizo, y que ahora no pide más que alguien que intercambie con él
unas pocas palabras. Le extraña el sentimiento de cercanía
hacia el anciano, la repentina sensación de comprensión,
el verse en él dentro de un tiempo.
–Lo de Indurain no lo repite nadie –insiste el viejo, mientras
empieza con el coñac.
–Efectivamente, lo de Indurain no lo supera nadie –corresponde
por fin, de todo corazón.


Manuel Rivas
NINGÚN CISNE
Uno de los muchachos portugueses llevaba bajo el brazo unos zapatos
nuevos. Fue este el que murió de un tiro. El guardia puso la rodilla
en tierra y disparó.
Cuando la madre cruzó la frontera, sólo los niños
estábamos allí. Extendió el delantal y recogió la
tierra ensangrentada:
“No quiero que nada quede aquí”


WILLIAM OSPINA
AMENAZAS
-Te devoraré -dijo la pantera.
-Peor para ti -dijo la espada


Pepe Sarria
MERZUGA (*)
A la entrada de su casa, en Merzuga, Kabbaj había ordenado que
le instalaran un brocal, sin pozo.
El agua era la utopía. Una excusa con la que pasar conversando largas
tardes de desierto y arena.
(*) Merzuga es una pequeña aldea de Marruecos.
Se encuentra cruzando el Alto Atlas, allá donde comienzan las
grandes dunas del Sahara.


Elena Medel
Niña mala
Siete años y miedo a los perros. Un dálmata de cerámica
preside el salón de la casa. Cuando —más pequeña— visitaba
a mi abuela, me escondía detrás de su sillón. Ahora
soy la mayor, observo cómo mi primo Rubén desafía
al perro con su balón del Barcelona. Es once meses menor que yo,
pero más alto. Las tías corretean de la cocina a la mesa
del salón, la abuela es una reina que dirige a las esclavas desde
el trono. Estoy frente al dálmata. Han colocado en la mesa un
plato con galletas; Rubén tiene los labios manchados, y el contraste
chocolate—vacío desvela la causa. Rubén se ríe.
Sin desclavar mis ojos de los inmóviles del dálmata, aproximo
al plato la punta de los dedos; mi tío me abofetea. Esto no se
toca. Las carcajadas de Rubén en la cocina; yo me siento en un
rincón, perfil orientado a la pared, reojo al dálmata.
Me arde la mejilla; apuro una gota de dulce en el dedo corazón.
Primer amor
Pregunta por el aula uno. Le contesto que ni idea, también soy
nueva, sé lo mismo que él. Claro, venimos del mismo sitio,
me responde. Hay algo en el tono de la voz que me resulta familiar. No
le conozco; recordaría su barbilla si la hubiese visto en otro
sitio. Las presentaciones resucitan el nerviosismo del colegio, el punto
final de las redacciones sobre el verano, el insomnio. No te acuerdas
de mí. Qué se le va a hacer; el Madrid pierde, Suecia rechaza
el euro, yo no sé quién eres: el mundo es un despropósito.
Entonces reparo en una cicatriz bajo la oreja izquierda, y grito su nombre,
Dani, y me bombardean el peto vaquero, las excursiones al zoológico,
las fotos en la fiesta de Carnaval —mosquetero él, princesa
yo—, y tras sonreírme, localiza su clase y desaparece como
hizo un día de Primaria.
Lista de éxitos
Noche oscura del alma. Lo escribe San Juan de la Cruz. Lo canta Depeche
Mode.
«Mi padre es viajante», me dice. Debe de ser duro confesar
que tu padre trabaja como sicario, prostituta, viajante. Su padre recorre
carreteras día y noche, rey mago de los bajos fondos, entregando
sus pequeños tesoros en puntos que un mapa no registra. Conoce
curvas, socavones. Sicarios, putas y viajantes: no tienen memoria, no
saben cuántas veces ejercitan sus costumbres.


Ricardo Bada
DEL CIBERCUENTO Y OTRAS POSIBILIDADES INDIVIDUALES
Hace meses recibí un e-mail donde se me invitaba a participar
en un concurso de cibercuentos, concepto que me pareció tan novedoso
como si llamásemos frigocuentos a los que colocamos en la heladera
con objeto de que se fragüen tras el fuego de la inspiración.
Las bases, que transcribo levemente reducidas para no delatar sino el
pecado, y no al pecador, decían lo siguiente:
“¡Inspírese, escriba y gane! Participe
y diviértase. ¿Qué mejor
plataforma creativa que la red? XX lo invita a participar en su concurso
Cibercuentos para armar, y a ganar una computadora de bolsillo PZ 31,
entre otros premios.
“Internet no sólo es fuente de información, sino también
de...¡inspiración! Los invitamos a participar en nuestro nuevo
concurso Cibercuentos para armar. Para ello, sólo deben escribir
un relato, con un máximo de 1.500 caracteres. Y aquí viene
el desafío a la imaginación: el texto debe contener 15 de
los términos más utilizados en la red, cuya lista aparece
al final de este anuncio. Pueden repetirlos las veces que quieran, pero
ninguno debe faltar.
“Un jurado, presidido por el escritor YY, seleccionará los
mejores textos. Según YY «escribir
es un acto que encierra numerosas posibilidades individuales».
Así que ¡a darle al teclado sin miedo! Podrá ganar
una PZ 31, una completísima computadora de bolsillo con la que
agendar sus datos y escribir en todo momento y lugar, además de
otros atractivos premios. Y, desde luego, los mejores relatos serán
publicados en nuestra página.
“Aquí van los términos que usted debe incluir para
armar el cuento:
“Kazaa, 50 Cent, Viajes, Hoteles, Música, Britney Spears,
Motor, Horóscopo, Brad Pitt,
Sexo, Páginas amarillas, Euro 2004, Gran Hermano, La casa de tu
vida, Troya.
“El concurso está abierto hasta el 31 de julio de 2004. Los
ganadores se darán a conocer en nuestra página, y nos comunicaremos
con ellos directamente por correo electrónico”.
Hasta aquí las bases del concurso, y una vez leídos los
quince términos que eran obligatorios como parte del texto del
cuento, me puse a escribir tachando uno tras otro los quince a medida
que los empleaba, sin repetir nada más que uno, de tal manera
que me quedé en 840 caracteres, poquito más de la mitad
de los 1.500 que las bases del cuento exigían. Y me salió este
churro: “De todos mis viajes lo que más recuerdo es la música,
el hilo musical de los hoteles, alguna vez hasta los partos con dolor
de la Britney Spears, que no es mi tipo porque en materia de sexo me
mola más Brad Pitt. Pero deberá estar escrito en mi horóscopo
que sea el ruido de un motor
lo que más recuerde del Hotel Kazaa, en la isla de Rodos, donde
me refugié huyendo de las tediosas transmisiones de la Euro 2004
y las necias acrobacias dentro del contenedor del Gran Hermano. Descubrí el
hotel en las páginas amarillas, bajo un eslogan que decía: «La
casa de tu vida». Y la verdad es que no era caro: 50 cent la hora,
lo que quiere decir tan sólo 12 euros por
día. Sería por el ruido del motor. Mas cuando el conserje
me lo explicó, diciéndome que estaban
dragando el puerto para extraer el pene del coloso de Rodas, me quedé allí una
semana. ¡Iba yo
a perderme semejante espectáculo! Y sin embargo me lo perdí,
igual que Aquiles a Patroclo en la guerra de Troya. Pero como diría
Rudyard Kipling, esa es ya otra historia. ¡Ay de mí...!”
Hasta aquí el cuento que improvisé sobre la marcha con
los quince términos de marras.
Por supuesto deben creerme (bajo palabra) que no lo envié a concursar,
aunque bien que me lo pidieron de la propia organización XX. En
ella tenía y tengo algunas amistades a las cuales se lo di a conocer,
como para remarcar lo banal de su iniciativa.
De todas maneras, lo que más se me quedó en el magín
es la profunda, metafísica, insondable afirmación de YY,
cuando expresó aquello de que «escribir es un acto que encierra
numerosas posibilidades individuales». Nooooooooooooooo... ¿Se
le habrá ocurrido a él solo, o tan sólo después
de haber leído con diligente aplicación a Platón,
Aristóteles y compañeros mártires?
¡Cráneo privilegiado!, que dijo el otro.
EL TIEMPO RECUPERADO
A Esperanza Ortega
Era
un asmático de buen ver, alrededor de los treinta años,
aquél día en que aceptó, de no muy buena gana, la
invitación de un amigo a degustar en su compañía
una cazuela de mejillones belgas, cerca de Châtelet. La cerveza
trapense fue el señuelo inconfesable que le decidióCuando
le pusieron delante el cóncavo recipiente de blanca loza donde
al calor del fuego se habían entreabierto los mejillones, aspiró con
deleite la fragancia que despedían y se le escapó una sola
palabra...-¡Mamá!...que musitó con los ojos cerrados.
Acababa de recuperar su infancia. Pero ¿cómo diablos formularlo
literariamente sin caer en la escatología? Por dicha, se acordó de
las tazas de té y las empalagosas magdalenas.-¿Qué sucede,
Marcel?- inquirió el amigo, deslumbrado por su rostro que resplandecía.-Nada...
-le dijo-, sólo que estaba a la búsqueda del tiempo perdido,
y me parece que lo he recuperado.
Gerhard Illi
EN LA FRONTERA
¡Joder!, no hay nada más humillante que ser Suizo pobre
que vuelve de Europa(tm). ¿Es que tendrán la certeza
de haberte pillado sin el maletín preceptivo?
CUENTO
La luz tenue del sol otoñal iluminó con sus rayos dorados
la encrucijada, sitio en el cual casualmente encontrándose se
cogieron las manos mirando dirección del bosque encantado, hacia él
dirigieron sus pasos alegres sin que nadie supiera jamás hasta
donde habrían llegado.
MAR MUERTO
El agua tan templado, de prisa subiendo por paisajes agrestes, "Bad
Lands", el picar de la piel, cristales se cuelgan de la barba, el
sol aprieta, nada que beber, por fin el hotel, la bañera y ese
sentirse fresco como el bacalao después de 12 horas en remojo.
SUICIDIO I
En cuanto pisó los railes, intuyó, que el exprés
ya había pasado.
SUICIDIO II
Sin embargo, el local tenía más retraso de lo normal,
informaron al forense.
ALIMENTOS
Como maldecía aquel beso el día 5 de cada mes al pasar
por el umbral del banco.


Rafael Aguilar
Zona Cero


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