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PRÓLOGO: Una anécdota persa muy antigua muestra al
narrador como un hombre aislado de pie en una roca cara al océano.
Cuenta sin descanso una historia tras otra, deteniéndose apenas
un momento para beber, de vez en cuando, un vaso de agua.
El océano, fascinado, lo escucha en calma.
Y el autor anónimo añade:
Si un día el narrador callase, o si alguien lo hiciese callar,
nadie puede decir qué haría el océano.
por JEAN CLAUDE CARRIÉRE


José María Gómez Valer
DE LA SED
- ¡Agua!, rogó el sediento .
Y al instante lo colmaron de agasajos, de medallas,
de aplausos, de vítores.
- ¡Agua! ¡Agua!, fue lo último que logró decir
el agonizante.
ICEBERG
Cuando puse mis manos sobre ellos, le dije: tus pechos están
fríos. Como el hielo, respondió ella. Cuando amaneció,
bajé las persianas con cuidado. Quería conservar aquel
instante, protegerla del sol.
REY MIDAS
Antes de poner su mano sobre la mujer y condenarla así a la dorada
y eterna inmovilidad, el rey le pidió que se desvistiera, que
se sentara al borde de la cama, cruzara sus piernas infinitas y, ya desnuda
y con los ojos cerrados, dispusiera sus más cálidos labios
de amante. Fue entonces cuando la besó para siempre.
EL TEATRO Y LA ROSA
En el escenario creció la rosa. Era la esperada, la rosa elegida,
por eso nadie se atrevió a cortarla. Sólo cuando se marchitó regresaron,
tristes, los actores.


David Eloy Rodríguez
LA NOCHE 1001
En la última noche a Sherezade sólo se le ocurría
un relato hiperbreve. Realmente lamentó estar falta de inspiración.
EL BECERRO DE ORO
Cuando Moisés bajó de la montaña y se encontró el
pifostio montado (un jolgorio de los buenos con tóxicos variados
y sexo canalla) preguntole a uno que estaba bailando que qué era
aquello del becerro de oro. Éste, que debía de ser de la
organización, le respondió que se dejara de monsergas a esas
horas nocturnas y alevosas. Moisés aparcó las tablas sagradas
en el suelo, sentose a pensar, y se echó un pitillito.
EL ÚLTIMO VOLUMEN
Leyó completa la enciclopedia y acabó por el principio.
De ahí que no conociera el amor.
POLIFEMO REFLEXIONA
Tengo miedo de los monstruos. Temo su anormal tamaño, sus dos ojos,
su necesidad de otros, su capacidad de destruir. Sé que ellos, quienes
quiera que sean, nada bueno van a traerme.
NO PODEMOS EVITAR QUE SE DESPEÑEN LOS CABALLOS
Quieres evitar el desenlace del relato, deseas ponerte en medio, detenerlo.
Ves pasar una a una las palabras, las acciones, los hechos. Adivinas su
final terrible. Aguardas el milagro, una salida. Lo sabes imposible. El
relato acaba.
EL SALÓN DE BOXEO TENÍA EL TECHO DE CRISTAL
Sucedió después del combate, en el vestuario. Había
vencido. Era el mejor. Lo sabía. La racha, adivinó, seguiría
por lo menos tres o cuatro años más, dependiendo del castigo.
Y después tendría suficiente como para un cómodo retiro.
Ella le ve, sin embargo, triste. ¿Te dieron fuerte? Me darán
más fuerte, Susi. Ella se rió con una risa estúpida.
Salieron. Pidieron un taxi.
INSOMNIO
Ha decidido dejar a su esposa. Sale de la casa, ella
duerme, deja el televisor encendido. Hace una noche fría y estrellada.
No lleva equipaje. En el sucio parabrisas del coche alguien ha escrito puta. Arranca.
No funciona. No funciona, no puede arrancarlo. En la radio empieza a sonar
de pronto una canción desconocida y triste, una voz rota. 

Antonio de Padua Díaz
Economía
De la ciudad, envuelta por el gris de una mañana
de frío
invierno, surgía el grito imposible de la asfixia. En el pantalán,
a las ocho en punto, estallaba la muerte repentina, pegajosa, del cloro.
Instantáneamente, cien mil cadáveres sobre las aceras, en
sus camas, a punto de ducharse, con los esfínteres incontrolados.
Papel con membrete oficial de Gobierno en el informe, funerales de
Estado con boato y altísimas dignidades, luto de una cuatro días.
Punto y seguido. Euro, dólar, la vida sigue, cotiza el humo.


Ana Sofía Pérez-Bustamante
DECONSTRUCTING ELO/ÍSA
Lili querida: no me esperes a cenar. He liquidado
a Abelardo. ¿Crees
que un narcotizado puede tirarse de un décimo? ¿Y en llamas,
como un bonzo? Tú sabes lo solidario que era. Creo que Abelardo
era mi Superyo, y que Yo me lo quité de encima a instancias del
Ello. Te llamo. Besos. Eloísa.
Mami bonita: tengo un problema. Abelardo no
aparece. He pasado toda la tarde contigo y me quedo a dormir en tu
casa. No lo olvides. ¿Hacen
mañana unas compritas?
Andrea, cielo: no quiero preocuparte pero algo
le pasa a Papá.
Nada malo: raro, sólo. Si se pone en contacto contigo, haz como
que no sabes nada.
Todo listo en Suiza, Abe. Dentro de un año vuelves. De amante
bilingüe. Y forrado.
Que la señora Vélez me acuse de matar a mi marido es demasiado
fuerte. Creo que entre ellos había algo que ha terminado. No lo
creo: lo sé. Y Lili, o sea, la señora Vélez, cuando
se ofusca de cintura para abajo, pierde los papeles. Mi esposo y yo tenemos
una relación liberal, ¿me entiende? De lealtad. Que no
es lo mismo que fidelidad. Dónde está Abelardo, no lo sé,
pero no es la primera vez... A saber, señor inspector.
Tomás, adelántame la cita al martes. Soy una cebollita
de sombras. Tú sólo, muy despacio, pélame.
Elo, mi tesssoooro, aquí van estas flores de almendro para que,
debajo o sobre ellas, tú no te aburras nunca. Isa.


David González
DISPAROS
En el servicio de caballeros, sobre la mesa de mármol del lavabo,
hay una vasija de porcelana. Cuando dejas caer una propina, el hombre
que está sentado en la escupidera, con una novela del oeste entre
las cejas, levanta la mirada, deja por un momento de pegar tiros y te
da las gracias.


MIGUEL ÁNGEL ARCAS
[8]
El tiempo es una liebre que se ha puesto mis zapatos.
[42]
Cuando desperté, mi soledad todavía estaba allí.
[115]
El zapato cree que el pie algún día lo traicionará.


JUAN JOSÉ ARREOLA
CUENTO DE HORROR
La mujer que amé se ha convertido en un fantasma. Yo soy el lugar
de las apariciones.
ÁGRAFA MUSULMANA EN PAPIRO DE OXYRRINCO
Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de
mí para encontrarte.


LUIS FELIPE COMENDADOR
[sin título]
La cara de la mujer que se asomaba a la carta era de auténtico
vértigo, estaba colgada del margen superior y no podía
apartar su mirada de un paréntesis que decía: «(la
amante de la O)». No tenía más apoyo que el borde
de corte superior del papel, y hacía equilibrio sobre su vientre
que, a causa de su peso y por efecto de su movimiento, le producía
una incisión limpia y finísima que dejaba correr un hilillo
de sangre que se deslizaba sobre el texto. Asomarse a una carta puede
traer graves consecuencias, pero una mujer en tales circunstancias es
profundamente bella. Sus piernas colgaban por el envés y los zapatos
estaban fuera de los talones -eran de color corinto-. Sus medias rosadas
presentaban una hermosa carrera que partía del entremuslo izquierdo
y se remansaba en las corvas de las rodillas. No sé bien si definirla
como «una mujer que se asomaba a una carta» o «una
mujer con una carrera en la media»; en todo caso, da igual, absolutamente
igual. En uno de sus equilibrios, notó cómo el cuerpo se
le seccionaba en dos partes bien diferenciadas. No sintió dolor,
pero se cayó de la carta.
(A la memoria de Rafael Pérez Estrada)


Vicente Muñoz Alvarez
El Merodeador
Llueve intensamente sobre la casa del narrador. Una noche de viento
enloquecido y tremendo invierno. La lluvia proyecta violentas ráfagas
contra la ventana de la habitación donde escribe, única
iluminada en toda la casa. Un viejo caserón de pueblo aislado,
que se utilizó como molino tiempo atrás. Rugen las vigas
del techo y penetra el viento helado a través de las rendijas
de las puertas. Una noche de diciembre, oscura y sin luna, desapacible
e invernal. El narrador está sentado en su escritorio, bajo el
flexo, concentrado en una historia que la negritud de la noche le ha
inspirado. Está solo en la casa y en ese instante la luz de su
despacho es la única encendida: sólo la luz de su despacho,
como un faro magnético en la noche helada. Escribe el narrador
sobre alguien o algo que se acerca bajo la lluvia a una casa donde sólo
brilla una macilenta luz, la luz de un flexo bajo el que otro narrador,
a su vez, cuenta una historia. La persistente lluvia, que dentro de la
casa es sólo un susurro, empapa mientras la silueta aún
difusa del merodeador. Lleva calado un gran sombrero y una gabardina
gris cubre su cuerpo. Apenas se le distingue en la lluvia, sólo
sus pies descalzos sobre el barro, sus manos blancas sobresaliendo de
la gabardina y una goteante melena tapizándole la espalda y el
rostro. Lentamente, a medida avanza el narrador en su relato, se acerca
sigiloso a la casa el merodeador, cobra forma en la noche, se perfilan
bajo la lluvia sus rasgos. Quiere, el narrador, situarle en la casa,
frente a la ventana del narrador de su historia, contemplándole
mientras escribe: el narrador de su historia escribe bajo el flexo de
su despacho y el merodeador le observa bajo la lluvia empapado. En ese
punto del relato se encuentra, absorto en la escena, cuando, al elevar
la vista de su escritorio, distingue una sombra a través del cristal
empañado. El vaho y las gotas de agua le impiden ver nítidamente,
al otro lado, el rostro del merodeador. Sólo su silueta clavada
en la lluvia, observándole por la ventana, y la melena chorreante
que, bajo el sombrero, oculta su rostro. No puede ser, piensa el narrador,
no puede ser real, no puede estar sucediendo... sí en mi historia,
en mi relato, en la noche y en la casa de mi relato, pero no aquí y
ahora, no a mí, el merodeador de mi relato en el fondo no existe...
Eso se repite el narrador, presa del pánico, mientras contempla,
tras el cristal empañado, la silueta inmóvil del merodeador
que le observa. Yo le he creado, piensa entornando los ojos, concentrándose,
es fruto de mi imaginación, no puede salir de su historia, en
el fondo no existe, no existe, no existe... Se repite eso el narrador,
aún bajo el flexo, cuando un súbito estrépito de
cristales rompe el silencio en la casa. Estremecido, abre los ojos. El
merodeador no está en la ventana. Resuenan sus pasos dentro, atravesando
lentamente el pasillo.
La Playa
Acabábamos de comer en un restaurante junto a la carretera,
mi padre y yo, a pocos kilómetros de Luarca, justo encima del
mar.
Debíamos visitar a un cliente allí esa tarde, sobre las
cinco, y aún disponíamos de un par de horas antes de
ir a verle, así que decidimos bajar a la playa en lugar de esperar
en el coche dormitando o leyendo como solía ser habitual.
Mala hora para un representante, la sobremesa, esperando a que el cliente
abra su puerta, sobre las cuatro y media o las cinco. Mala hora para
el que tiene que aguardar pacientemente en su coche la apertura del
comercio, pensando en cómo enfocar la venta, ser cauteloso,
prudente y amable pero eficaz, en lo anacrónico y terminal de
su gremio, en lo mediocre de su mercancía,
en lo aleatorio de sus ingresos, en su familia ausente, en su vida aplazada,
en su mermante fuerza y en lo quebradizo de su autoestima. Mala hora, en cualquier
caso, para darle inútiles vueltas a la cabeza y pensar demasiado.
Aquella playa era, por tanto, un regalo en la ruta, una perla, algo imprevisto,
y hasta ella descendimos mi padre y yo con la intención de descargar
nuestra conciencia un rato.
Estábamos a mediados de octubre y el sol brillaba en lo alto, suspendido
de un cielo despejado e intensamente azul.
Recorrimos un buen trecho de la playa en silencio, disfrutando el momento,
respirando la brisa y escuchando el fragor de las olas, hasta que a lo lejos,
varado en la arena, divisamos un enorme pez.
Comprobamos, al acercarnos, que se trataba de un delfín, una hermosa
cría
de delfín de unos treinta o cuarenta kilos y aproximadamente un metro
de longitud, encallada en un banco de arena al descender la marea.
Allí estaba, atrapada, reseca y picoteada por las gaviotas pero viva,
agonizante pero viva, respirando dificultosamente por su orificio en el lomo.
Coleteó aparatosamente cuando acariciamos su piel y nos miró con
aquellos ojos negros y profundos, expresivos, casi humanos, que parecían
suplicarnos ayuda...
Fue un placer arrastrarlo con mi padre al mar, sentir su tacto escurridizo
y frío, palpitante en las manos, llegar a la orilla y reanimarlo, acariciarlo,
escuchar su respiración y ver cómo lentamente iba cobrando vida,
coleteaba y se recuperaba al contacto del mar, ganaba por momentos fuerza,
giraba sobre sí mismo, resoplaba y desaparecía con su grácil
aleta entre las olas.
Fue un placer salvar a aquel delfín, algo especial, vibrante, sujetarlo
en las manos, sentirle palpitar, rozar tus piernas y oír tan cerca su
respiración.
Como si entonces, en aquella playa, bajo el sol, nuestra existencia, la de
mi padre y la mía, cobrara otro significado, un sentido nuevo, nuestra
relación, nuestro trabajo y nuestro lugar en el extraño rompecabezas
de la Creación.
Allí estábamos, setenta y treinta y cinco años, dos generaciones,
vivos y felices, reencarnados, y el sol brillaba intensamente sobre nuestras
cabezas mientras la pequeña aleta del delfín, semejante a la
de un tiburón, avanzaba mar adentro sorteando vigorosamente las olas.
Desdibujándose, progresivamente, en el horizonte.
Nada más podíamos pedirle al mundo.
Lluvia
Otro extraño día de lluvia. He despertado y me he sentido
enfermo, incapaz de concentrarme. Así que ni siquiera lo he intentado.
Estoy harto de romper folios, de tachar palabras: no encuentro la forma.
La idea lo ha absorbido todo, pero se ha quedado dentro. No puedo pensar
en otra cosa. Horas y horas viendo caer la lluvia, anulado, hipnotizado
junto a la ventana. ¿ Cuánto tiempo llevo así ?
Me levanto y veo la lluvia, intento escribir, vuelvo a la cama, me levanto
y veo la lluvia… La secuencia es invariable, pero el resto es
tan confuso… Me asfixiaba, no podía continuar así,
traicionándome, saliendo de mí, escribiendo de aquel modo:
la mujer ensangrentada, el borracho desahuciado, el joven que se pierde
entre la multitud. Lo que yo buscaba estaba dentro, en lo profundo, una
intuición, una sospecha, un sentimiento. Lo demás solamente
era un camino, cinco folios, semana tras semana, sigue así, funciona
bien, así está bien, lo quiero así… La absurda
imagen de un reflejo. Hasta que algo en mi cabeza se rompió. Lo
escuché nítidamente una mañana, un chasquido sordo,
como si se desencajara al fondo un hueso. Y comenzó la lluvia.
Una lluvia obsesiva. Una lluvia hipnótica. Una lluvia amnésica.
Me siento junto a la ventana a contemplarla y me voy reprogramando. Desintegración,
ausencia, agotamiento. La idea lo ha absorbido todo. La siento en mi
interior, en cada neurona, en cada célula, perfilada en sus más
nimios detalles. No es la eternidad, sino el vacío. Y se ha quedado
dentro. Podría escribir sobre él cientos de líneas,
colores, graduaciones, lo que va desde el principio al fin. Pero no encuentro
la forma. Y tengo miedo. Soy incapaz de concentrarme. Me levanto y veo
la lluvia, intento escribir, vuelvo a la cama, me levanto y veo la lluvia… La
secuencia es invariable. Aquí sentado. Una bomba que nunca estallará.
Una frase borrada por la lluvia.
Malentendidos
Malentendidos como el de este fin de semana, acampados en el corazón
del bosque, felices y solos bajo las estrellas, y ese amanecer de dolor
tan gratuito, esa chispa que salta por la más mínima cosa
( se volcó el cartón de leche, en este caso, y dios mío
qué trágico puede llegar a ser mi orgullo ) y nos dispara
a un período de gritos y lágrimas que termina en la triste
confesión de su vacío, de su gran soledad en mi ausencia,
durante mi trabajo, y su necesidad de cambiar desesperadamente de entorno
para intentar llenar en la distancia esas lagunas…
Palabras de la herida, como esa carta tan intensa de amor de hace unos
meses
( que acabo de releer ahora y que me ha recordado tanto a la de Mardou
en Los Subterráneos ), donde intentaba explicarme lo que el alcohol
nos había impedido entender la noche anterior, cuando una vez
más nos vimos envueltos en el horror de los bares y la borrachera
y al volver a casa, febriles y abatidos, comenzamos a gritarnos y el
fantasma de la incomunicación se nos echó encima distanciándonos
hasta algún tiempo después…
Esa carta tan arrebatada y tan sincera, tan sumamente desolada y triste,
que dice cosas como:
Te me vas otra vez, una vez más se va a iniciar un terrible período
para ti en el que pierdes el norte y tu entorno, en el que intentamos
querernos desde la distancia
( para referirse a mi vuelta al trabajo, las maletas, despedidas, llamadas
telefónicas y esa larga ausencia que de cuando en cuando me aleja
de casa ) o ¿ Por qué lo de afuera nos hace tanto daño
? (donde se condensan, quizás, todas nuestras frustraciones y
desengaños de los últimos meses ) o Creo que hay que olvidarse
más del mundo y seguir nuestro propio camino ( expresión
tan beat y baudelariana ) o, ya para terminar, como broche de oro a tanta
entrega, Quiero quererte y cuidar de ti y dejar que fluya al interior
la paz…
Esa carta, en suma, que implica una declaración total de principios
y una reivindicación de todo lo que juntos, con el paso del tiempo,
hemos creado…
O malentendidos, también, como el de Amberes ( el bono de tren
de Holanda no servía en Bélgica), como el de Moura ( se
nos quedaron dentro del coche las llaves y tuvimos que llamar a un cerrajero
), como el de Praga ( una vez más el triste alcohol ), como el
de Lanzarote ( olvidamos las tarjetas de crédito ), como el de
Fez ( perdidos en la noche del zócalo ), como el de Burdeos (
no había forma de encontrar hotel ) o como tantos y tantos otros
que nos han hecho arrastrar nuestra pena y nuestra insatisfacción
por todo el mundo, esas pruebas de tristeza y de desgaste inútil,
nuestro carácter duro, la autosuficiencia fingida y el desfalleciente
orgullo que nos impide poner freno a ese imparable proceso de demolición
en los momentos clave…
Malentendidos absurdos, gratuitos, hirientes, traidores, alienantes,
oscuros que, de cuando en cuando, sin saber por qué, destruyen
el edificio laborioso y frágil de nuestra armonía, como
si por algún motivo incierto, vago, ajeno, nuestra vieja antigua
unión necesitara consumirse para resurgir luego fortalecida de
sus propias cenizas…


Enrique Zumalabe
21 de febrero, 2004.
El reconfortante ritual de la ducha, algunas reflexiones y anotaciones
rápidas, un poco de balance para que éstos días
no se queden sólo en un presente ya huido y, entonces, habitar
de nuevo las calles, dejarnos vencer por la sentimentalidad. Y tomar
las decisiones sin protocolo, con agilidad, al margen de palabras ceremoniosas
e imprecisas. Elevador de la rua de Santa Justa. Algún día,
al rescatar del olvido estas fotos, puede ser que lloremos o, sorprendidos,
qué curioso estábamos en Lisboa, digamos algunas cosas
como mira qué felices fuimos, fíjate en la camisa que llevo.
Diremos algunas de estas cosas por no decir que todo es extraño,
por no decir que, de alguna manera, ya no somos aquellos turistas en
Lisboa. Elevador de la rua de Santa Justa. Desde esta atalaya, desde
esta ventana a la conciencia y a los tiempos, la ciudad es un poema que
se escribe con piedras y sangre, con barro y vino, con luces nostálgicas
y la voluntad creadora de nuestras miradas. Voy a hacerte un retrato
con estas vistas, tú apoyada en la reja y, al fondo, las luces
de Rossio. Voy a hacerte una foto con este fondo de luces culturales.
Pero no me interesa la nostalgia de las luces, quiero captar el reflejo
intenso, feliz de tu rostro, quiero hacer una fotografía de tu
entusiasmo, quiero ayudarte a derramarlo por la ciudad. Y para qué esperar
más, bajemos a las calles, tomemos el eléctrico (los españoles
en Lisboa deben llamar al tranvía eléctrico). Mira a esos
niños que viajan en el exterior del tranvía, en la clandestinidad
de sus agarraderas, en el breve escalón de la puerta. Quizá nosotros
viajemos así en la vida, en su revés exterior, como ilegales,
agarrados con fuerza, con un frío afilado, hiriente, en la ambigüedad
de no saber si queremos o no viajar en el interior de un tren como éste.
Quizás sí, pero ésta noche la ciudad es nuestra
risa expansiva, es este jazz que nos dibuja el paisaje, una conversación
con palabras duras, emocionadas, resentidas, sobre la situación
política, el cariño y la ternura que nos acompañan
hasta el hostal, la lluvia en el Largo do Chiado. Esta noche la ciudad
no es más que el camino que van inventando nuestros pasos, la
consecuencia entrañable de cada cosa que hacemos.


EVA GUTIÉRREZ LÓPEZ
UN SUCESO
La luna había aplastado su casa. Terminó de regar las
lechugas y se fue a verla de cerca.
EL FIN DEL MUNDO
De pequeño me aterraba ir a casa de mi abuela, va que teníamos
que pasar junto al Fin del Mundo, y, era de noche.
Para mí El Fin del Mundo era algo literal, una especie de frontera
tras la cual ya no habla nada.
En una ocasión fuimos a mediodía y, no me atrevía
a asomarme al abismo temiendo que los terrores imaginados se mostraran
ante mis ojos a plena luz.
Al final, la curiosidad del niño pudo más que el miedo
del niño, y comprobar aliviado pero decepcionado, que El Fin del
Mundo era un escalón de dos metros.


TANITH LEE
EUSTACE
Amo a Eustace a pesar de que me lleva cuarenta años,
es totalmente mudo y no tiene ningún diente. Me da igual que Eustace
esté totalmente calvo -excepto los pelos esos que se le ven entre
los dedos de los pies-, que cuando ande se le note la joroba y a veces
se caiga en medio de la acera. Si cree que tiene que emitir uno de esos
cortos sonidos agudos como silbando, o si le da por mordisquear con su
boca sin dientes el sofá o irse al dormir al jardín, yo
lo acepto todo como cosas bastante normales. Porque le amo. A Eustace
le amo porque es el único hombre del mundo al que no le importa
que yo tenga tres piernas.
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