FUCHSIADA

(POEMA HEROICO-EROTICO-MUSICAL, EN PROSA)

por Urzum

(Traducción: Manuel Moya)

Fuchs no fue parido por su madre y en el momento de su nacimiento ni siquiera fue visto, sólo oído, ya que Fuchs para venir al mundo prefirió brotar de una de las orejas de la abuela, habida cuenta de que su madre no poseía mucho oído musical.
Fuchs pasó, como era razón, directamente al Conservatorio...En él tomó la forma de acorde perfecto y, después de permanecer por modestia artística tres años escondido bajo un piano de cola, ignorado de todos, salió del escondite para concluir en pocos minutos no sólo los estudios de armonía y contrapunto, sino también los de piano. Acabados los estudios descendió a tierra pero, contrariamente a lo que hubiera deseado, constató con pesar que dos de los sonidos que lo componían, alteradídimos con el transcurso del tiempo, habían degenerado: uno, en un par de bigotes y gafas sobre las orejas, y el otro en un sombrero. Estos detalles y la clave de sol que le había quedado, dieron a Fuchs una forma precisa, alegórica y definitiva.
Más tarde, ya en la pubertad, despuntó en Fuchs -es, al menos, lo que se dice- una especie de órgano genital, que no era otra cosa que una exuberante y candorosa hoja de parra. Otro exorno, ya fuera hoja o flor, no le habría consentido su naturaleza, púdica en grado sumo.
Esta tierna hoja, según es noticia, llegó a constituir todo su refrigerio habitual. El artista la chupaba cada noche justo antes de meterse en la cama; luego se encasquetaba tranquilamente el sombreo y, tras cerrarse con dos precisas llaves musicales, se dejaba adormilar suavemente sobre el pentagrama, acunándose sobre alas de angélica armonía, quedando así, inmerso en sus sueños auditivos hasta el siguiente día, saliendo sólo del sombrero -aunque sin dejar de respetar la pudicia- cuando la nueva hoja había crecido convenientemente.


II

Sucedió una vez que, habiendo llevado el sombreo a reparar, vióse obligado a pasar la noche a la intemperie.
El misterioso encanto de la noche, con sus armonías, con aquellos jadeos y susurros que parecen llegar de otro mundo, favoreciendo el sueño y la melancolía, impresionaron a Fuchs hasta tal punto que luego de pedalear por espacio de tres horas al piano, excitadísimo pero sin emitir una sola nota, temeroso de turbar la quietud de la noche, logró recalar en un barrio oscuro hacia el cual había sido irremediablemente atraído por misterioso aliento -observan las malas lenguas que se trataba sólo de aquella célebre vía que el magnánimo emperador Trajano, aconsejado del padre, Nerva, había encargado trazar al ingenuo pastor Bucur antes de fundar la ciudad que lleva su nombre...

Con celeridad muchas de las doncellas que servían a Venus, humildes camareras del altar del amor, vestidas de un blanco casi fluorescente, con los labios y los ojos pintados, le hicieron corro. Era una resplandeciente noche de primavera. A su alrededor sucedíanse los cantos y el bullicio, los dulces susurros... todo en la más completa armonía. Las vestales del placer acogieron con flores al artista, a lo que añadían toallas ricamente bordadas, cráteras magníficas y palanganas de bronce cubiertas de aromáticas aguas, y todas y cada una de ellas parecían querer gritar por encima de las otras:
-- Amantísimo Fuchs, concédenos tu amor inmaterial. Oh, Fuchs, tú eres el único capaz de amarnos castamente.
Después, como guiadas por un único pensamiento, terciaron a coro:
-- Querido Fuchs, deleitanos con una sonata.

Fuchs se acercó al piano con infinita modestia y una vez sentado sobre el taburete vanas fueron todas las tentativas de hacerlo apartar sus manos del tecladosalir. El artista sólo consintió dar por terminado su recital tras haber embelesado a la concurrencia con una docena de magistrales conciertos, fantasías, estudios y sonatas, ofreciéndoles durante no menos de tres horas seguidas complejas escalas y ejercicios de legato y staccato, sin olvidar, claro, "Schule der Geläufigkeit"...
La diosa Venus en persona, la mismitísima Venus nacida de la espuma blanca del mar, quedó tan fascinada por los ejercicios de legato, cuyas etéreas sonoridades llegaron con absoluta claridad al Olimpo que, conturbada en su serenidad divina, (ella! que no había conocido barón desde sus flirteos con Vulcano y Adonis, se abandonó a los más lujuriosos pensamientos, de tal forma que, no pudiendo resistir la tentación de escuchar al admirable Fuchs, decidió apropiárselo por aquella noche. Envió, pues, a Cupido para que le asaeteara como es debido el corazón, teniendo buen cuidado de colocar en la punta de la flecha una pequeña invitación personal al Olimpo.

III

A la hora convenida las Tres Gracias aparecieron.
Tomando a Fuchs entre sus dulcísimos brazos, lo condujeron con delicadez y voluptuosidad hasta lo que no podía ser más que el inicio de una enorme escalera engalanada con cintas de seda que emulaban las líneas musicales y sujetas al mismísimo balcón del Olimpo, donde a la sazón y en toda su etérea magnificencia, se hallaba Venus.
El caso obtuvo tal trascendencia que llegó a los mismos oídos de Vulcano-Efesto, quien en un ataque de celos, y con la perversa mediación de Júpiter, desencadenó la más enconada venganza en forma de lluvia torrencial.
Aun teniendo el sombrero en reparación, Fuchs no se azoró, pues sabía moverse con destreza y agilidad por el pentagrama, de forma que, auxiliado por las potentes alas de su inspiración, se alzó a lo más alto de aquél y, desafiando la furia de los elementos, se presentó calado hasta los huesos en el Olimpo. Afrodita lo acogió como a un héroe, abrazándolo y besándolo con pasión, para enviarlo más tarde a un secadero de bruños con que se desprendiese más rápidamente de la humedad.
No bien al anochecer Fuchs fue introducido en la alcoba. A su alrededor sólo cánticos y flores. Las Gracias y las demás vestales olímpicas rivalizaban danzando frente a él. Lo cubrieron de flores y lo rociaron de embriagantes fragancias, mientras, en lontananza, numerosos e invisibles amorcillos entonaban deletéreos cánticos de amor, bajo la magistral batuta de Orfeo.
Poco después aparecieron las Nueve Musas, representadas por la melodiosa voz de Euterpe, que pronunció estas palabras:
-- Oh mortal, seas mil veces bienvenido. Tú, que con las artes divinas acercas los hombres a los dioses, entrégate a Venus. Conceda Júpiter que tu arte y tu amor sean dignos de la Diosa -nuestra señora- y juntos hagáis que una nueva y superior progenie nazca del amor que os une, una progenie destinada a poblar de aquí a poco, no sólo la Tierra, que no puede compararse con el Olimpo, sino el Olimpo mismo, sujeto como está -ay de nosotras- a la más pura degeneración.

Así dijeron, y el coro de amorcillos cantaron de nuevo al amor, al tiempo que los aedas del Olimpo, afinadas las liras, celebraban en versos el inmortal momento.
Pero no hubo que esperar demasiado tiempo para que se hiciera el silencio. Nadie quedaba ya despierto. Una semioscuridad azulada acogió a la alcoba y Venus, que lo esperaba completamente desnuda, apareció blanca, con las manos recogidas tras la hermosa cabeza desde donde le caían larguísimos y dorados cabellos, en un gesto de delicioso abandono y suprema voluptuosidad, relajando el candor de su cuerpo sobre el lecho de mórbidas almohadas y pétalos exultantes. Era el aire una dulcísima confusión de aromas y calores excitantes. Fuchs, avergonzado y temeroso, hubiera querido esconderse tras de cualquier cortina, pero, teniendo en cuenta que en el Olimpo no usan de estos subterfugios, no tuvo más remedio que capear el temporal y echarse a los brazos de la bella.
Hubiera deseado darse unas cuantas vueltas por la cámara, pero Afrodita, con su delicada mano, con esos dedos lechales y deliciosamente perfumados, estaba dispuesta a ahorrarle cualquier embarazo. Fue así que alzándolo del suelo con dulzura una lánguida caricia, lo lanzó hasta el techo dos o tres veces y, después de mirarlo largamente no pudo resistirse a envolverlo en un beso de desaforada pasión. No contenta con ello, la diosa lo acarició enteramente, cubriéndolo de besos y, en un arrebato, cobijó a Fuchs entre sus senos.
Nuestro héroe temblaba de sincera felicidad pero, lo que son las cosas, en su aturdimiento, todo su afán consistía en saltar del lecho como si fuera una pulga. Aquellos senos níveos y rotundos de la diosa habíanle dejado en tal grado de turbación que bajo la magistral batuta de Orfeo comenzó a dar vueltas de aquí para allá como una maravillosa peonza, moviendose en veloces y nerviosos zig-zag sobre el agitado cuerpo de la diosa y poniéndose fuera de sí en cuanto rozaba sus rosados pezones, su sedoso vientre, o se abría paso -ay- entre sus muslos redondos y solícitos.
Como suele decirse, Fuchs estaba en el quinto cielo. Sus gafas, otrora castas, ofrecían destellos perversos, sus bigotes se convertían en lúbricos y libidinosos adminículos de placer. Pasaron de esta guisa un buen rato, pero el párvulo amante no sabía, en definitiva, qué le quedaba ya por acometer y la diosa, inquieta ya por los erráticos devaneos del artista, no parecía dispuesta a aplazar por más tiempo la guinda de su pasión.
Nuestro Fuchs había escuchado en cierta ocasión que en el amor, a diferencia de la música, todo culmina en una obertura y, después de mucho bregar por el cuerpo de la bella diosa, la esperada obertura no aparecía por ninguna parte, hasta que -( eureka !- le llegó la idea. La Obertura -pensó- no podía referirse sino a la hendidura de la oreja, la más noble abertura del cuerpo (entre las conocidas de él, naturalmente), el órgano de la música divina a través del cual, él había visto por vez primera la luz del día. Llegado a este punto no quedaba más que catar la suprema felicidad en el interior de aquel pabellón nobilísimo.

Fuchs, reconfortado por su feliz hallazgo, se concentró, tomó aire, y de la punta del pie de la diosa, con indescriptible frenesí, se encaminó hacia lo alto en un soberbio sforzando hasta penetrar, sin oposición alguna, en el agujero que la diosa poseía en el lóbulo de la oreja derecha y allí desapareció.
De nuevo los coros de amorcillos y musas entonaron desde lejos cánticos de amor, de nuevo los aedas del Olimpo tomaron sus liras para celebrar en versos inmortales el instante...
Después de casi una hora de permanecer en el lóbulo, tiempo que Fuchs aprovechó para poner en orden la hoja de parra e incluso esbozar una romanza para piano, reapareció del agujero con frac y corbata blanca, satisfecho y radiante, presto a agradecer e inclinarse ante la inquieta multitud que lo había estado esperando impacientemente, como cuando, en su lejano planeta, finalizaba alguno de sus admirables conciertos. Dio, pues, un paso adelante y ofreció a la diosa la tan delicada romanza.

Pudo constatar el artista con tanta sorpresa como amargura que la ovación se hacía esperar hasta el desconsuelo. En vez de aplaudir, los moradores del Olimpo se miraban entre desorientados y humillados. La Diosa, primeramente extasiada, y luego contrariada y ofendida en lo más profundo al constatar que Fuchs daba su participación por concluida -para supremo desprecio de quien ni siquiera de los dioses había recibido una afrenta similar-, se alzó con brusquedad y enrojeciendo como un pavo, despechada, giró la cabeza con tal violencia que Fuchs acabó con todos sus huesos en tierra.
Rápidamente, como si se tratara de una señal invisible, todo el Olimpo se puso en pie... Una lluvia de gritos y amenazas se escucharon por doquier. Todos estaban encolerizados ante la ofensa perpetrada contra el Olimpo por un simple mortal de mala muerte. Una mano vigorosa, que recibía órdenes de Apolo y de Marte, apartó con resolución la hoja de parra, poniendo en su lugar unos miembros como es debido. A raíz de este incidente fue impartida la orden de que, en adelante, la hoja de parra no fuese utilizada más que por las estatuas...
Para entonces, una mano distinguida y despechada, la mano rosada de la diosa, tomó al artista por la oreja y con gesto noble pero enérgico lo lanzó sobre el Caos.

IV

Una lluvia de gritos y amenazas cayó sobre él. Una chaparrón de disonancias, de acordes imposibles, de evitadas cadencias, de falsas relaciones, de carraspeos y, sobre todo, de pausas le caían al artista por todas partes. Una granizada de dieces y bemoles afilados le martilleaban continuamente sobre la espalda; una pausa más larga de lo normal hizo añicos sus gafas. Los más malignos, sin embargo, le golpearon con tibias, arpas eólicas, liras o címbalos y, para colmo de la venganza, con piezas tales como el "Acteón" o el "Poliuto", y por si no fuera bastante con la "III Sinfonía@ de Enescu, que descendía expresamente del Olimpo para la ocasión.
La suerte de Fuchs estaba echada. En un primer momento habría vagado por el Caos a una increíble velocidad, con órbitas de cinco minutos sobre el planeta Venus, pero, en seguida, y teniendo en cuenta la afrenta con que había pagado a la Diosa, se vio arrojado sobre un planeta deshabitado, con la única misión de dejar, sin otros medios que los que él solo pudiera disponer, una descendencia, es decir, una estirpe superior de artistas cuya misión consistiría en elevarse sobre el Olimpo como prueba de los amores de Fuchs y Venus.
Apenas habían empezado a correr los días de la condena, cuando Palas Atenea, compasiva, quiso intervenir (inesperadamente) en su favor.
Gracias a la diosa le fue permitido volver a La Tierra, con tal de que cumpliese una condición: había en el planeta una tan numerosa como inútil progenie artística y no parecía necesario ni sensato crear ninguna otra del género, así que su labor consistiría en erradicar cualquier síntoma de "snobismo" o vileza filosófica del mundo de las artes.
Puesto, de esta manera, en un terrible dilema, y después de una larga y madura reflexión, dio el artista en pensar que esta última condición le resultaría aún más difícil de realizar que la de dejar descendencia en Venus.

Entonces nuestro héroe, peregrinando a través del caos, hubo de asumir una firme determinación. Aceptó el favor de Atenea con la condición impuesta; pero una vez que se supo cerca de La Tierra, inclinóse un poco hacia su derecha, dejándose caer sospechosamente sobre el mismo barrio de donde había partido hacia el monte olímpico y que lo atraía de modo particular. Sabiéndose ahora bien aleccionado en los complejos vericuetos y ardides del amor, hubiera codiciado poner en práctica aquello que entonces no supo culminar con la diosa, pudiendo exigir luego, una vez iniciada la empresa, una audiencia a Venus para intentar corregir en lo posible, los detalles de aquel episodio donde había dejado tan bajo el pabellón armónico. De este modo, se decía, aún podría ser posible la gestación de una nueva estirpe de superhombres, lo que, además, le dispensaría de la imposición terrible que caía sobre La Tierra.
Pero las vestales del placer, que lo acogieron con sorna, sabedoras de sus nuevas intenciones, impidiéronle el paso; minutos más tarde, contrariadas profundamente y agitando sus brazos con violencia en señal inequívoca de protesta, lo volvieron a depositar en el lugar de donde había venido, cantando a coro:
-- Ay de ti, Fuchs. En qué has acabado, que ya ni siquiera podemos recocerte. Tú, el solo mortal que podía amar platónica y castamente, dinos, con qué perversa intención te diriges hoy a nosotras, quienes en adelante nos veremos privadas de tus bellísimas sonatas. Pobre de ti, privado de la inspiración de nuestro elevado amor. Vergüenza para aquélla, que siendo nuestra señora del Olimpo y dueña del mundo, no ha sabido comprenderte y, rechazando tu amor y tu arte, te ha hecho descender de las Alturas. Márchate, Fuchs, porque ya eres indigno de nosotras. Márchate, Fuchs, sucio sátiro, pues has perdido definitivamente nuestro favor. Ni siquiera fuiste capaz de respetar la oreja, el órgano más noble. Márchate de una vez, pues con tu presencia nos estás comprometiendo. Márchate, Fuchs, y que los dioses te perdonen.

Incomunicado y bajo la amenaza de una eventual descarga de su líquida rabia, Fuchs se sentó al piano y pedaleando enérgicamente y sin la menor interrupción, logró caer de nuevo sobre su chimenea, con la moral por los suelos, desconcertado, abandonado de los hombres y de los dioses, del amor y de las musas... Acordándose de que tenía que recoger su sombrero, salió a la calle cargando con el piano de cola, desapareciendo más tarde en la naturaleza grandiosa e infinita...
Es así que a su paso la música se expande en todas direcciones, dando así cumplimiento a las palabras del Destino, que le concedió el privilegio de inundarlo todo con sus escalas y sus conciertos, con sus estudios de staccato y sus bemoles, haciendo aparecer sobre este planeta, con el auxilio de la educación, una raza superior de hombres, no sólo para gloria suya, sino también para mayor gloria del piano y de la Eternidad...

NOTA SOBRE URMUZ

Urmuz, el más puro de los poetas en las palabras de Voronca, parece ser el pseudónimo del singular magistrado rumano Demetru Demetrescu Buzau, nacido en la localidad de Curtea en 1883 y muerto trágicamente cuarenta años más tarde. Considerado unánimemente el precursor de la vanguardia rumana y europea, fue, en palabras de Ionescu dadaísta antes de Dadá y surrealista antes del surrealismo. Ya antes de 1914 sus "Páginas Extravagantes" circulaban de forma manuscrita por la capital rumana, sirviendo de caldo de cultivo a lo que más tarde será conocido como Dadaísmo, del que, como se sabe, otros dos rumanos, Tristan Tzara y Marcel Iancu, formaron su primera línea de fuego. No menos importante es la influencia del magistrado bucarestino en la obra de Brancusi, Brauner o Ionescu. Para Voronca, su principal estudioso y valedor, Urmuz es el símbolo y la víctima de la revuelta literaria y existencial que se gestaba por esos días en la vieja Europa.


UNAS LETRAS, ANTES DE QUE SE ME OLVIDE
JOSE SARAMAGO


Va para ocho años (qué jóvenes éramos entonces todos nosotros...) que fui a Valencia, aceptando la invitación que me había sido hecha para participar en un encuentro de intelectuales que allí tenía lugar, so pretexto del cincuentenario de otra gran y mítica reunión, El Congreso de Escritores Antifascistas En Defensa De La Cultura, en el lejano año de 1937. No siendo yo de esa clase de congresistas que llegan, ojean, dan largos paseos, hablan con los amigos y luego se van tranquilamente, escribí y llevé conmigo unas cuantas páginas con la pobre idea de que entre las sesudas opiniones que iba a escuchar, la mía, aunque débil, también merecería la oportunidad de presentarse al juicio de tan magna asamblea. No lo quiso así el destino, pues antes se interpuso la conspiración de los más fuertes.
Ahora, pensando en los asombrosos y profundos cambios que están afectando a Europa y, en mayor o menor medida, al mundo, quiso el azar que aquellos ya olvidados papeles volvieran a mis manos, invitándome así a una nueva lectura, y lo que podría ser aun mejor, al reconocimiento de mis razones de entonces y su hipotética perdurabilidad en las condiciones del momento en que vivimos. Tomo, pues, lo esencial de lo que escribí en esos días, haciendo votos para que la comprensión de lo poco que conservé no se vea demasiado afectada por la falta de todo aquello que tuve que eliminar.
Comenzaba el "Documento Fundador" de aquel congreso del 87 afirmando que el Congreso del 37 había sido "un acontecimiento de alcance mundial, por muchas razones y alguna que otra sin-razón". Creyéndome conocedor de algunas de las tan importantes razones, admitía con humildad ir hasta allí para conocer algunas más, pero lo que sobre todo esperaba era que me fuese explicado en qué consistía la "sin razón" de los acontecimientos en general y de aquél en particular. Evidentemente estaba de acuerdo en que una reflexión crítica sobre el pasado, si es que iba a tener lugar, solamente tendría sentido en el caso de que estuviese abierta al futuro. No pensaba, sin embargo, que esa posibilidad fuese posible o mínimamente útil sin que antes se aclarase lo que ya se me figuraba como un preconcepto de fondo, deducible tanto en la forma como en el fondo en tal "Documento Fundador": el de que los intelectuales de los años 30 cultivaran falsos ídolos, fantasearan, cometieran engaños funestos, al tiempo que nosotros, intelectuales de los 90, vendríamos a definir verdades, colocaríamos en los altares dioses auténticos e hiciéramos juramentos solemnes para permitir que sólo la verdad pudiera salir de nuestras regeneradas bocas...

Decía también el "Documento" que ya era hora de un esclarecimiento teórico acerca del papel de los intelectuales y de la exacta naturaleza de su compromiso. Tal confianza en sí mismos no podría dejar de suscitar el irónico reparo de que, por lo visto, los intelectuales de los 30 no tenían ni la menor idea de lo que fuese "el papel de los intelectuales" y "la exacta naturaleza de su compromiso". Así las cosas, cavilaba yo, es más que posible que en el año 2037, quizás en la misma ciudad de Valencia, otro congreso de intelectuales y artistas se reúna para debatir contra nosotros -repito esto de contra nosotros- por nuestros errores de ahora, los ídolos falsos que cultivamos hoy, los engaños acaso no menos terriblemente funestos que en este mismo minuto estamos practicando cada uno de nosotros y todos juntos. Lo que no significaba, claro está, que se debiesen silenciar los actos, los errores y las injusticias, los mil crímenes, todo lo que redunde en el debe y el haber de los años 30, en Europa y en el mundo. En cualquier caso no lo deberíamos hacer desde un punto de vista, también autoritario, de los intelectuales que a sí mismos se nombraran jueces, poseedores, felizmente para ellos, de una información completa de los hechos y de la decantación histórica. Porque, querámoslo o no, somos parte culpable de nuestro tiempo, e inevitablemente seremos juzgados de aquí a cincuenta años por esa culpa.
Mucho más sabio sería, llegaba a proponer, examinar los errores que estamos cometiendo y corregirlos, si para entonces tenemos fuerzas y coraje, pues la misma sabiduría nos dice que el error es inseparable de la acción justa, que la mentira es inseparable de la verdad, que el hombre es inseparable de su negación. Y no acierto a explicarme por qué maravillosas razones podríamos nosotros, los intelectuales contemporáneos, maravillosamente reunidos en congreso, decidir, desde lo más alto de una justicia maravillosa y ciertamente abstracta, sobre verdades absolutas que los intelectuales de los 30 ignoraban estúpidamente y que los intelectuales del siglo XXI modestamente habrían de acatar...
Reservando ese respeto que debía y continúo debiendo a todas las opiniones contrarias, parecíame que mucho más necesario que "un nuevo enfoque pluralista", más teóricamente coherente con las relaciones entre política y cultura, tecnología y valores morales, ciencia y complejidad, compromiso y creación -como reclamaba el "Documento Fundador"-, más urgente que todas estas aparentes urgencias deberíamos hacer un examen riguroso del estado actual del mundo, y también, cómo no, de la culpa y de la responsabilidad que en él tienen los intelectuales de hoy -de hoy, señores, de hoy.
Al final resulta que los intelectuales de los años 30 tenían muchas menos dudas que nosotros, que aparentamos tantas certezas. Es gracias a ellas, supongo, que nos reunimos en congresos para definir "espacios culturales" y "proponer estrategias del hacer intelectual". Cuánto mejor haríamos en proclamar la necesidad de una insurrección moral de los intelectuales, sin distinción de blancos o de épocas, y sin jerarquización absolutoria o condenatoria de los crímenes, y de quienes lo practicaron o lo están practicando, so pena y séame perdonada la banal metáfora, de desentendernos del niño de la misma manera con que nos disponemos a quitar el tapón del baño.

URZUM

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