LOS OJOS DEL MUNDO



Érase una vez una mujer que había perdido. Tenía los ojos profundos, de mirar abierto, pero las pupilas se hundían en el alma y desaparecían cada vez que alguien intentaba asirlas.
Érase una vez una mujer que había perdido. Apenas podía notarse en su sonrisa otra cosa que el vacío de la propia sonrisa, la falta de alegría detrás de la alegría, la tristeza sin fin que sólo existe en las galerías más profundas de la mente.
Érase una vez alguien que cantó solo y estuvo a punto de morir por ello. Habíase una vez una persona sola vagando por los pasillos de un hospital sin enfermos, ni médicos, ni otra cosa que paredes blancas que conducían a la única salida que era la locura. Y la locura sí estaba allí. Agazapada. Escondida. Tensa. Detrás del armario, disfrazada de pantalón vaquero colgado de una percha en la noche de vientos de lobo.
Érase una vez una persona que sufrió hasta que tuvo que gritar basta. Y ese grito no se oyó, pese a que los trenes corrían sin freno en las altas noches de insomnio a través del delirio en las botellas.
Y luego estaba el frío de los portales. Un frío que te penetraba hasta el fondo de los huesos, si es que aquello eran los huesos. Un frío que no te dejaba pensar, ni dormir, ni existir apenas. Un frío que era como un castigo del cielo por haberlo entendido todo, porque lo que debe hacerse, y así está mandado, es morirse sin enterarse de nada. Y entenderlo todo es un poco como firmar la propia nómina del desconsuelo, la que conduce indefectiblemente a la locura.
Y la locura estaba allí, agazapada, escuchando, espiando a través de las rendijas, susurrando palabras incomprensibles que se convertían en discursos llenos de terribles sentidos en algunas noches, las noches de los delirios y las botellas estrelladas en los soportales, cuando el frío te calaba hasta los huesos y te dabas cuenta de que tenías los bolsillos agujereados de esperanzas rotas.
O quizás simplemente estabas sin un céntimo y llorabas. Pero no podías llorar de frío porque las manos se te estaban quedando heladas, y aquella cosa que caía de tus ojos no era sino pringue de la polución que te rodeaba. Y entonces tenías que llorar hacia adentro. Y acordarte de cuando eras niña. Y te enamorabas de tus propios recuerdos. Y sólo así te quedabas dormida.
Yo te encontré muchas veces. Entrabas en el Banco más lujoso y te sentabas en un sillón mullido, en un rincón, buscando el calor del aire acondicionado que te compensara del frío de la noche, para poder seguir viviendo y no morir helada.
Otras veces te ocultabas en un portal. Siempre acababan echándote, y te ibas con una sonrisa triste, de nuevo a la calle a la que pertenecías. La calle de ninguna ciudad, de ninguna parte.
Hacía tiempo que no sabías lo que era una moneda, ni para qué servían. Era difícil suponer de qué modo ibas sobreviviendo. Pero tenías suficiente orgullo para no pedir, para no suplicar lo que te correspondía por ley de vida, para no dar la satisfacción a la persona que te pudiera arrojar unas monedas de estar en paz consigo misma, para no convertirte en una inútil pieza de la maquinaria de desecho humano. Eras paria, pero tenías orgullo, y aunque ello no te diera de comer, al menos te convertía en un ser humano.
Conociste muchos yonkies camino del sida, convertidos en mendigos cada vez más agresivos, cada vez más cobardes, cada vez más perdidos en el egoísmo necesario de la propia supervivencia. Pero los pobres no tienen, llegados a este extremo, lugar para la compasión en sus almas. Los pobres son una mancha en el asfalto, un hueco que se evita. Los mendigos son un ejército que se ignora, un problema que se deja para los discursos de los políticos. Los mendigos no existen, tan sólo molestan. Yo temía insultar a un mendigo con mi limosna. Y lo curioso es que lo único que querían, de una manera desaforada y ciega, era esa limosna que les ayudara a seguir siendo pobres, a seguir siendo parias, a seguir vivos de la misma terrible manera.
A veces gritabas y asustabas a la gente. Clamabas porque te siguieran poniendo aquélla inyección que te calmaba la insatisfacción interior de tu espíritu enfermo, aquéllas pastillas maravillosas que te produjeran el inapreciable bien del sueño que tu constitución y tu locura terminal te negaban.
Otras veces parabas a la gente en la calle. No las mirabas. Te dirigías tan sólo a sus niños. Los acariciabas. Les decías frases incomprensibles de amor. Les amabas desde la distancia inabordable de tu mente perdida, de tu mente que no sabía borrar lo que la vida te había ido haciendo, lo que la vida te había ido hiriendo.
Y aquella noche en que te vi, arrodillada en el pasaje peatonal de la calle de la Plata. Aquélla noche, fría como todas las noches de tu vida. Aquella noche en que contemplabas tu propio rostro en un espejo de tocador que tenían exhibiendo en la tienda de regalos. Aquel momento terrible, que yo pude presenciar desde mi aparente tranquilidad burguesa. Aquel momento en que te dirigiste a tu propia imagen en el pequeño espejo, llamándola por tu propio nombre para, desdoblada en dos seres imposibles, gritar de modo espeluznante que te salía del alma: "¡Rosa! ¡Rosita! ¡¡No me dejes sola!!"

* * *


Volví a coincidir con ella muchas veces.
Una tarde, mientras caminaba, encontré un anciano, vestido con un jersey de colores, caminando con resolución. Llevaba en la cabeza una bolsa de plástico de las que regalan en los almacenes, colocada a manera de gorro de cocinero.
Me sorprendió aquella aparición, aunque no le presté mayor importancia. Pensé simplemente en un ser atrabiliario y peculiar dentro del universo de los mendigos.
La feria estaba próxima, con su cortejo de desclasados. Hacía calor. Alguien comentó que precisamente una bolsa de plástico invertida, con aquella temperatura, no era lo más apropiado para mantener fresco el cerebro.
Un rato más tarde tuve que dirigirme al centro. Ese centro de la ciudad que se convierte en eje magnético de todas las formas de marginalidad, que deambulan ante la ignorancia de la mayor parte de las personas que conviven con ellas.
Había mucha gente en la calle. Eran las seis de la tarde. Un sol cobrizo bañaba tenuemente con su luz amarilla los empedrados y los muros blancos de la antigua ciudad.
En una esquina aparecieron de nuevo los personajes. El viejo se encontraba disfrazado burdamente de payaso, pintada la cara de color blanco, con una vieja nariz encima de su cara vieja, destacando ahora su viejo jersey de colores como una forma de identificación personal.
Y en sus manos, con gestos de mago o encantador, habían surgido dos monigotes que movía torpemente, ingenuamente, con los dedos introducidos en el interior de sus gastados ropajes. No pedía limosna, no hacía ningún gesto que llevara a nadie a fijar la atención en su persona, no reclamaba nada para sí: parecía más bien un niño jugando, gozando del disfraz imperfecto que llevaba encima, pero que se adecuaba completamente con su auténtica personalidad.
No pude menos de pensar que aquel viejo entrañable era un antiguo payaso imposible, que acompañaba a las gentes de feria en su deambular.
Y allí, sentada, acurrucada a su izquierda, como contemplando su juego, identificada con él, se encontraba Rosa, con sus ropas indefinibles de color canela y un hatillo miserable al que se abrazaba con expresión soñadora sin apartar la vista de los muñecos. El viejo, evidentemente, le estaba contando un cuento con ellos. No pedía limosna, no reclamaba la atención de nadie. Estaba divirtiendo a Rosa.

* * *

Como si la historia debiera continuar en mi mente, días después, me tropecé de nuevo con aquellos dos personajes que bullían en mi cerebro.
La feria se había ido, pero ellos seguían en la ciudad.
Aparecían en los lugares más insospechados, siempre ajenos a las personas que les rodeaban, ajenos a la vida que circulaba a su alrededor.
Vivían un mundo propio, de mentes felizmente alienadas, donde confluían con otros seres atípicos del mundo marginal.
Casi me fui familiarizando con su presencia en las calles, y sabía que nadie reparaba en esta presencia. ¿Existían verdaderamente? ¿Eran producto de mi imaginación? Llegué a pensar más bien que pertenecían a un país de fantasía, cruelmente real, salvajemente cierto, que existía enquistado en nuestro mundo.
¿Era ese mundo nuestro más real que el suyo? ¿Acaso no nos negábamos a la auténtica realidad, que era la de estos seres?
Hay mendigos atroces y mendigos indiferentes. Estos eran unos mendigos posibles, unos mendigos imaginarios enquistados en la clase de los que no pertenecen a nadie ni a nada sino a su propio destino roto. La línea de su fracaso se lee en la palma de sus sucias manos, o en el fondo sin fondo de sus ojos extraviados.
Seres perdidos que visitan la vida como si no quisieran reconocer las formas convencionales del estar vivo, negándose a toda forma social, incluso a la de su propia pobreza. Entablando una conversación con ángeles y diablos en las tinieblas de cada noche. Iluminados con una sonrisa de niño que jamás desperdician, que jamás tienen fuerzas para esbozar. Con la mente absorta en un delito fatal que cometieron al haber nacido, al haberse mezclado con las tropas del desconsuelo que caminan por la tierra.
De este modo, personajes de una historia que no existe sino en sus pobres corazones, encontré de nuevo a Rosa y el viejo aprendiz de payaso.
Caminaban ahora juntos, con sus hatillos al hombro. Detrás de ellos un perrillo deleznable que había sufrido, también, el repudio de la sociedad.
Eran dos locos pobres y ¿felices? que caminaban ahora de espaldas a todo, perdiéndose en la lejanía. Aún resuenan sus botas en el suelo de mi mente.
Pude divisar sus hombros, y sentir su paso tardo que les conducía al infinito que se encuentra en el corazón de ninguna parte.


LA SOPRANO MUDA.


El concierto estaba a punto de empezar. Los asistentes se iban sentando con ruidos amortiguados en el aforo. Él estaba situado en el palco más central, y le había costado mucho conseguir la localidad para oír a la brillante soprano.
Sintió ese extraño aire de inminencia que se percibe antes de una velada de música. El aire estaba cargado de presagios. Las luces comenzaron a apagarse dejando una claridad tenue en el ambiente.
La atmósfera. Estaba obsesionado últimamente por este concepto. El arte era atmósfera. Incierta superficie de sensaciones que se iban adentrando, por un túnel espiral, hasta lo más recóndito del corazón, o del cerebro. Allí donde duermen las ciudades sumergidas que existen en el fondo del espíritu de todos los hombres, ciudades de leyenda, Brigadoon de sueños donde todos arropamos el alma como si fuera una niña.
El arte era matiz, detalle, impresión fugaz, instante de supremo éxtasis que no puede transcribirse en otro lenguaje que el del arte mismo.
El arte era... atmósfera. La que podía percibir aquella noche iluminada por dentro de su corazón como una avenida de ciudad-luz en medianoche de cuentos, cuentos de nieblas.
Se sintió feliz con la felicidad torpe y satisfecha de los inmaduros. Siempre se había preguntado por qué los niños reían siempre. Por qué los adolescentes reían de vez en cuando. Por qué los viejos estaban tristes. Por qué los hombres olvidan la risa. Pero él se sintió niño, inmaduro, feliz, sonriente, dispuesto a disfrutar de una noche de música con la voz de aquella soprano que veneraba.
Había coleccionado casi todos sus discos. Poseía una extensa colección de microsurcos grandes, discos negros en 33 revoluciones, en su mayor parte ya descatalogados. Disfrutaba oyendo aquellas piezas históricas.
Pero, con todo y con éso, pese a su espíritu melómano, reconocía que el arte era... atmósfera. La atmósfera que sólo se percibe en una sala de conciertos, poblada de pequeñas y grandes inminencias, de sutiles revelaciones que pueden tener lugar en cualquier fraseo de la música. La música era el arte perfecto, el arte desvinculado de la realidad, el arte puro, el mundo autónomo, la ciudad de los sueños, Brigadoon dormida en el fondo de su alma, donde Gene Kelly y Cyd Charisse bailaban eternamente su amor eterno, "hay que darlo todo para obtenerlo todo", el perfecto lugar para los enamorados que nunca mueren.
¿Estaba enamorado de sus divas? Alguna vez lo pensó. De hecho recorría sus vidas y sus actuaciones grabadas en discos o cintas, recomponiendo sus biografías artísticas con fidelidad de enamorado voyeur o detective pertinaz. Sabía todo acerca de ellas. Sus gustos, sus amores, sus costumbres, sus mejores actuaciones, la mejor época de su carrera artística...
Las sopranos eran seres frágiles, plumas, pelusas volando al viento. Sus voces se quebraban en las arias de las óperas de Haendel, en lo más alto de la cima del grito, allí donde se encuentra el cielo de las notas multicolores, el punto supremo, la cualidad intensa, el punto límite sin límite que comunica con el infinito. O se convertían en melodía juguetona en las óperas de Mozart. O en supremo testimonio de la muerte en los últimos lieder de Strauss. O en canto restallante de alegría en el triunfo de Vivaldi. O en solemne prueba de fuerza pasional en Beethoven. O en suntuosa espiritualidad en Bach. O en diálogo exquisito en la música de cámara de Mozart. O en tenue tristeza en Schubert. O en testigo de un alma enferma en Schumann.
Schumann... ¿Por qué pensaba ahora en Schumann? Schumann eran los niños, las escenas de niños, un músico inclinado sobre un piano, estudiando sin descanso, hasta obtener el premio de la locura, la mente carcomida por una enfermedad indolora que conduce al infierno. La locura era el infierno. El infierno era la locura. La música salvaba a Schumann del infierno, le convertía en un niño que evocaba a sus propios niños mientras tocaba las teclas del piano.
Las teclas del piano comenzaban en efecto a sonar, y era un lieder de Schumann lo que se oía. Una tristeza sin límite, una melancolía densa, que pesaba en el aire.
Allí estaba la voz. La voz de su soprano que parecía no cantar, que parecía muda. A veces se sorprendía de que las notas salieran de su voz. ¿Habría un disco escondido detrás de los cortinajes del escenario? ¿Estaría cantando en play-back? Pero... ¡qué cosas tenía! A veces se sorprendía de sus propios pensamientos. A veces gustaba de pensar cosas raras. No, la soprano proyectaba la voz. Pero ahora se equivocaba. La proyectaba con excesiva fuerza y potencia para el pequeño teatro de provincias donde él la estaba escuchando. La soprano probablemente no había ensayado en la mañana, y había confiado falsamente en la acústica del edificio.
Tuvo que chistar a los individuos que se encontraban en el palco de al lado. Un ataque de tos tremenda había acometido a una chica de dicho palco. Finalmente se marcharon, con gran ruido. Habían estropeado la pieza del todo, pero aún estaba fría la voz de la soprano. Curioso... le pareció que ésta le miraba con agradecimiento por su severa cortesía.
El aire de inminencia seguía, podía percibirlo. Se preguntó cómo una soprano de la categoría de aquélla, había podido acabar de gira por una ciudad de provincias tan inculta. Evidentemente él era un alma selecta. Pocos comprendían la música en el local, podía afirmarlo. Mañana la crítica del periódico de la ciudad incluiría unas líneas insulsas, probablemente redactadas antes del concierto. No podían comprender a los espíritus exquisitos. La Música no se había hecho para todos. La Música...
De nuevo sonó la música. La cantante abordaba ahora piezas de mayor dificultad, y lo hacía con gran técnica, pero todavía sin pasión. Se percibían los años y años de ensayos detrás de aquéllas simples notas.
Tuvo que intervenir de nuevo chistando. La gente no puede comprender que cuando se oye un ciclo de canciones, hay que esperar a que termine la última para poder aplaudir. Ya habían vuelto a interrumpir el ritmo de la interpretación.
Le pareció que la cantante le volvía a mirar con agradecimiento. ¿Y si no le viera? Estaba ya mayor. Tal vez necesitara gafas, o fuera miope, y sólo pudiera divisar a los de la primera fila. ¡Vaya! Debía haberse puesto en primera fila. Seguro que habría reparado en él. ¿Estaba reparando en él? Tal vez. Las almas privilegiadas se conocen en la distancia, se perciben desde lejos. Desde lejos... Pero el palco estaba a demasiada distancia. Sí, parecía un poco miope. ¡Miope Bárbara Castrara, la soprano más conocida de las últimas décadas! ¡Miope ella! Bueno, pensó, bien pudiera ser: ya habían pasado los años. Los años no pasan en balde. ¡Qué más da!
Lo importante es que el acontecimiento no se producía. Y él sabía que iba a producirse. Había estado esperando aquélla velada desde hacía tiempo, compró las entradas después de una fría noche de cola interminable, noche interminable, cola interminable, cola... ¡Cielos! ¿En qué estaba pensando? Allí Barbara Castrara, ante él, mirándole a los ojos, y él pensando estupideces, dispersando su mente de la audición de la Música. Sus ojos, sí sus ojos. No, no eran ojos de miope. Estaba seguro de que tenía unos ojos preciosos, y parecía que los tenía fijos en él, parecía...
Nuevos ruidos ahora en el palco de la derecha. Con tantas facilidades para que asistan a los conciertos los alumnos del conservatorio... Dios mío, ¡qué alumnos! Patillas, chaquetas de cuero chapeadas, botas afiladas... ¡Qué lejos de la época romántica que evocaban las canciones de Bárbara allá abajo, las canciones...!
Ahora comenzaba a entrar en trance la soprano. Ahora estaba en su mejor momento. Su voz inundaba todo el aforo, flotaba por las paredes del recinto, se quebraba en las esquinas, resbalaba sobre las lámparas de vidrio. Aquello era sublime.
Ahora se estaba produciendo el momento esperado. Lo sabía. Había llegado su hora. Era el momento. Y, curiosamente, la soprano seguía con los ojos fijos en él... Ella...
Se sintió transportado. Todo el ámbito de su vista se redujo al foco central del escenario en el que se divisaba la figura de la soprano -el pianista no existía, nada más existía-. Y la Música le invadió, le tomó el cerebro, le hizo levitar mentalmente, focalizado intensamente, como una mariposa enamorada de la luz, como si se tratara de un eje hipnótico. Un eje hipnótico...
Y entonces pensó. Pensó en que la soprano se había enamorado de él. Que tal vez le gustaría ver su cuerpo.
No se dio cuenta de lo que hacía. Comenzó, lentamente, a quitarse la ropa. Nadie lo advirtió, sumidos todos en el sopor de la incomprensión, de la estupidez banal. Cuando se quedó desnudo, pudo oír unos comentarios horrorizados de dos señoras cercanas a su palco, cuchicheando.
Se levantó entonces. Se puso en pie. Quería que la soprano le viese, orgulloso como estaba de la relación que presumiblemente se había establecido entre ellos...
Pero la soprano debía ser miope. O quizás estaba cegada por la luz de los focos impertinentes, que estaban comenzando a derretir su maquillaje a causa del calor.
La soprano seguía interpretando la pieza. De repente, Bárbara Castrara comenzó a divisar allá en la lejanía a un señor erguido en un palco, que enseñaba un cuerpo gordo y peludo, completamente desnudo...
Se quedó atónita. Las notas se helaron en su voz. Ahora sí se quedó mirando.
Y él, pensando en el momento sublime de éxtasis, y en cómo iba a inmolar su cuerpo y su alma a causa de un instante de arrobamiento místico, se subió a la barandilla.
La soprano se había quedado, efectivamente, muda. Todos en la sala dirigían la vista hacia él. Hasta el pianista había dejado de tocar.
Era la ocasión, pensó. Se imaginó los titulares de los periódicos del día siguiente. Se imaginó lo que dirían... ¡Qué más da! Lo importante era aquella noche, y el devoto amor que sentía hacia la diva.
En ese punto, el señor gordo y peludo, completamente desnudo, erguido sobre la barandilla del palco central, gritó con voz poderosa que ahogaron los gritos de las señoras más atentas del patio de butacas: "¡¡Bárbara, te quiero!!".
Y ante la mirada atónita de la soprano muda, que más tarde podría contarlo como anécdota en sus memorias, el señor gordo y peludo se estrelló solemnemente contra el patio de butacas.


EL HOMBRE QUE SE CREIA ETERNO


Soy muy viejo. Tengo ya muchos años. Me llamo Manolo Orejero. Siempre he pensado que la vida supone el ejercicio de la oportunidad. Hay que aprovechar las que se nos brindan. A partir de ahí se crea todo un entramado progresivo de elecciones que conducen a la felicidad.
Yo no diría que soy hombre completamente feliz, pero me parece puedo afirmar que los momentos de felicidad que se han producido en mi vida son muy constantes, y sobre todo muy intensos. ¿Qué es la felicidad sino el sentimiento de placer espiritual, corporal, afectivo, sexual en un todo, que necesita del contraste con otros momentos más anodinos, en los que se revela la insustancialidad en que constituye la vida de la mayor parte de los seres humanos?
De todos modos me considero un ser atípico. A mi edad, por ejemplo, necesito desahogarme sexualmente por lo menos una vez al día, lo que constituye un récord, sobre todo si se tiene en cuenta la gran variedad de mis experiencias en este sentido.
No tengo un físico excesivamente agraciado, aunque sí un temperamento optimista, de espíritu deportivo. Todo ello, junto mi riqueza de experiencias de juventud, a mi capacidad para la broma, mi agudeza, mi labia, mi saber estar, me confieren una personalidad que las mujeres consideran deliciosamente inmadura, lo que no deja de ser un elogio dados los años que me separan de la ruptura con mi cordón umbilical.
Pese a esta personalidad inmadura, y gracias a ella, tengo una gran habilidad para entrar en contacto con la gente joven, a la que cautivo por mi ingenio e inteligencia, más que por mi aspecto.
Por todo esto tengo un gran éxito entre esas jovencitas inadaptadas que buscan a alguien tan insatisfecho como ellas, pero que les proporcione la seguridad de una reflexión estable y meditada, acerca de la vida tan endiabladamente confusa que no aciertan a comprender.
Y ahí estoy yo, en este terreno, dispuesto a ofrecer mis consejos, o simplemente un rato de compañía que, dada mi feraz condición biológica, suele culminar en esplendorosos momentos en la cama. Ya lo digo, por lo menos una vez al día, y a veces cuatro, todo un récord para mi edad.
He pensado a veces si la naturaleza que me ha dotado de esta constitución tan increíble, no me erigió en nuevo Casanova veneciano para romper con la cadena inexorable del tiempo que nos hace progresivamente decrépitos. Nótese que en mí el sexo -que es la vida misma- no es sólo una cuestión biológica sino también de inteligencia, toda una forma de entender la vida.
Durante mucho tiempo las religiones se han esforzado en apartarnos del sexo, olvidando que si Dios puso en el hombre y la mujer unos atributos y una intencionalidad, una aptitud -exacerbada en mí, como ya he dicho-, ello constituye un auténtico don del que hay que sentirse orgulloso. Esta capacidad, que acerca al hombre a Dios y a su poder creador, me parece a la vez símbolo irrefrenable de nuestra individualidad suprema. El sexo y el amor surgen del yo absoluto.
Tantas mujeres se acumulan en mi recuerdo...
En fin, yo, Manolo Orejero, creo que la libertad y por ende la felicidad, nacen del sexo, elevado a la categoría de don divino, expresión de amor.
Y cuento todo esto porque, en la soledad de mis reflexiones, he llegado a pensar que el sexo es también una forma de rebelarnos contra la corrosión del tiempo. El modo de evadir esa maldición inexorable para el hombre: los lentos e implacables minutos y segundos, que se van adueñando paulatinamente de todo nuestro ser, hasta hacernos caer en el lecho final de la muerte y luego en la decrepitud consiguiente, pasto de gusanos.
Pues bien, a lo que iba. Estoy llegando a creer que gracias a mi sano concepto de la vida -idealista y sensual a la vez- puedo saltarme las leyes del tiempo. En definitiva, he llegado a pensar que soy eterno.
Verán. A lo largo de mi vida he conocido muchas personas. Unos murieron jóvenes, lamentablemente, y aún tengo en mi recuerdo la belleza de sus facciones y de sus cuerpos. Otros han ido muriendo después. Pero a mí no me ha afectado ninguna enfermedad.
No hay nada más bello que un cuerpo joven, y yo los sigo amando, enredándome con ellos en juegos de amor constantes, todas las noches de mi vida, con una suerte -en la elección de estos admirables cuerpos femeninos- que más bien parece dictada por un maleficio.
Sí, he llegado a pensar que estoy embrujado. Todos mis amigos han ido desapareciendo, y también todos mis familiares, y las personas que traté en mi juventud. Y yo he llegado a un extremo en que a veces me sorprendo a mí mismo en el espejo y creo que soy otro, distinto, diferente del que se mira en la imagen allí reflejada.
Si la vida surge del sexo -irremisiblemente acompañado del espíritu-, yo tengo a mis años una prodigiosa actividad en este sentido todavía, que no parece vaya a haber nada que la detenga...
Efectivamente, no conozco otro caso parecido a mi edad. ¿No habré de pensar, por tanto, que estaré así por toda la eternidad, fornicando y amando a todos los seres deseables, a todas las jóvenes bonitas? En definitiva, y me atrevo a sugerirlo: ¿no seré por ventura eterno?
Todo el mundo en algún momento de su vida ha sentido la zarpa cercana de la muerte, la sensación de que somos efímeros y de que algún día todo terminará para él: bien en el lecho, con la sien en contacto con la sien de la persona amada, el llanto al fondo de los seres queridos; bien en el choque traumático de una carretera, tumbado en el asfalto, o aprisionado entre los hierros de un automóvil que no se construyó para tanto exceso de automóviles; bien... de mil maneras diferentes.
En fin, todo el mundo ha tenido fantasías de muerte en su cabeza, ha sentido la proximidad de la Muerte, de la Innombrable, de la Verdadera, de la Terrible compañera de nuestros días, que nos entrega al nacer una planta con nuestra propia muerte por semilla, que va creciendo poco a poco -como decía Rilke- hasta que al final se apodera de nuestros días.
Pues bien, yo no he sentido nunca el menor asomo de contingencia en mi propia vida, que me parece en sí una obra perfecta, producto de un sano ejercicio de mi reflexión en armonía con mi propio cuerpo. Me siento vivo, inmensamente vivo, pletórico, siempre dispuesto para gozar. Me siento espléndidamente bien. Creo, en definitiva, que algún tipo de maleficio me ha hecho triunfar en todas las aventuras del amor, en todas las diversas mujeres -siempre bonitas- que he amado. Y que ese mismo maleficio me mantiene fáusticamente eterno, impecablemente constituído para durar por todos los siglos de los siglos.
He dicho antes que me consideraba un triunfador en materia amorosa. Tal vez se deba a que nunca he perdido en el amor la distancia, nunca me he entregado por completo. He procurado hacer siempre inmensamente feliz a la mujer que amaba, pero sin comprometerme a una relación estable, más allá de una noche. No he entregado mi corazón a nadie, pero he sentido al unísono con muchísimos corazones detrás de unos bellos cuerpos.
Ahora que pienso, solamente ha habido una excepción. Hace unos días ocurrió el suceso. Una joven embrujadora, apasionante, cálida, con unos ojos verdes como las olas, con una piel blanca como el nácar. La llevé a mi casa, charlamos, cenamos juntos de manera improvisada. Comencé a sentirme profundamente atraído hacia ella, esta vez de una manera especial. Aquella mujer era la Vida, representaba exactamente la Vida, la Eternidad. Su cuerpo lujurioso pero sin ostentación, sus formas delgadas, delicadas, sus manos finas, sus pechos pequeños y tersos... ¿Cómo podría definirla?
Nunca he sentido tanto placer haciendo el amor con nadie como aquella Noche. Aquella mujer era la Mujer, era la Vida...
Siempre en mis citas me cuido mucho, por la costumbre que os he confesado antes, de no repetir al menos con excesiva frecuencia los mismos encuentros. De este modo éstos son producto del azar que cuida de mi destino, un destino que estoy seguro constituye un seguro de eternidad. Me enamoro de todas durante unos momentos, pero de ninguna para siempre. Para siempre soy yo solo, eterno, rigurosamente joven, impecablemente dispuesto para nuevas experiencias, para nuevas formas de gozar la vida. Un Don Juan inmortal, perpetuo.
Pero debo de confesar también que esta vez ha sido distinto. Esta mujer es diferente. Todas las demás las he olvidado, producto de un instante efímero. Ella está clavada a fuego en mi alma. Me duelen las horas, me escuecen los recuerdos de los momentos que he estado con Ella. No solamente el éxtasis amoroso, que fue muy intenso. También las conversaciones que mantuvimos junto al fuego, charlando inagotablemente de tantos temas. Quizás, producto -pienso yo- de mi propia condición de eternidad, me siento un poco solitario, y esta vez no pude evitar depender de alguien, porque esta mujer llenó con su temperamento poético y apasionado todas mis aspiraciones secretas, los rincones más apartados de mi alma.
¡Si supiérais cómo vibraba mi espíritu al oír sus palabras, al rozar sus labios los míos, al sentir el cálido perfume de su pelo, al acariciar el tenue vello rubio de su cuello de gacela! ¡Cómo me estremecía, como afectado por un latigazo, recorrido por una descarga de corriente eléctrica, cuando miraba sus profundos ojos verdes!
No pude evitarlo en esta ocasión. Le pedí una nueva cita para el día siguiente, para el día de hoy. Siempre he tenido éxito con mis citas, nadie me ha fallado nunca, acuden todas alegres y esperanzadas, con la ilusión de encontrar en mí la felicidad que le niegan sus compañeros.
Le pedí una cita... Hace ya tres horas que debería haber llegado. Y no puedo olvidar sus profundos ojos verdes, el tacto de su cuerpo. Estoy encendido por el recuerdo...
Hace ya tres horas que prometió venir, pero ahora que pienso, quizás lo hizo con desgana, tal vez por compromiso.
No vendrá, estoy seguro, y es la única que me importa, la única que me ha llenado, porque ella simbolizaba la Vida...
Es curioso, empiezo a sentirme viejo, enormemente cansado, agotado, hastiado, harto...
Empiezo a sentirme muy mal...


LA ENFERMEDAD MORTAL.

Hacía tiempo que quería expresarme. Decir la Palabra, la única, la sola, la que habita en el fondo insondable del propio corazón.
Hacía tiempo que quería saltar. "Estalla. Vuelve a ser sol", que escribió el viejo poeta. Estallar en un viaje sin regreso, el no retorno para siempre, la cumbre de la aventura incitante en el pensamiento, la luz blanca al principio amanecer del camino.
¿Me oyes? Quiero hacer saltar en añicos la costumbre que nos consume, los lazos inaprensibles y devoradores de la cotidianeidad. Caer en un sueño vivo, entre las turbulencias estrepitosas de la rompiente, donde la espuma se despeña contra las rocas, y el mar se torna en una furia sin nombre.
Hacía tiempo que quería ser otro. Hacía tiempo. ¡Qué largo el camino que conduce a la nada donde duerme el origen de nuestros propios pensamientos, el fondo del corazón donde la razón se escapa y sólo queda mi locura! Romper el ritmo del sopor en los días, el vaivén de las horas que nos aletargan acunándonos hasta la muerte indefectible.
Yo creía en la inspiración, en la luz. Estaba tal vez, y es terrible pensarlo, demasiado próximo al límite: aquella zona inaprensible de nuestra mente. Un largo recorrido por los pasillos de la enfermedad y la locura, así se resumía el total de la conciencia que recordaba en mis días. Es el diagnóstico, la calificación, el epígrafe que se coloca al pie de mi foto: desequilibrio, ruptura con la convención, locura.
Pero yo me sentía vivo, ¿sabes? Me sentía latir por debajo del dictamen que los médicos escribían sobre mi historia clínica, palpitaba detrás de aquel diagnóstico reiterado, de aquellos signos que significaban la incomprensión acerca de mi carácter.
Siempre he pensado que somos un texto ambiguo que devora el otro con su mirada. Nos leen y nos consumen. Somos una constelación de signos ardiendo sin esperanza detrás del crepúsculo, más allá de la tenue luz que nos une al manto materno de la oscuridad de donde surgimos y fuimos creados.
¿Ves? Los pájaros cantan. Asienten a todo esto. Me dan la razón.
Estoy recostado sobre un árbol y te escribo desde el jardín de la casa de reposo, con su césped prefabricado y enfermeras que recorren las esquinas donde se apoyan inermes tantos seres de mirada perdida, tal vez enhebrando su pensamiento en el ojo de una aguja que bordea los límites del entendimiento.
Oigo a lo lejos la voz de niños y suena como una caricia en medio del desasosiego. Te escribo. Te escribo furiosamente, apasionadamente, en rapto de mi mente, y siento las hojas arder conforme las voy poblando de palabras que son trozos de mi propia alma. Te escribo porque eres mi única salvación, mi único apoyo, una vez que he decidido romper con todos los demás seres de la sociedad en torno que me castiga y me margina.
¿Soy un ser diferente? ¿Cuándo se es yo? ¿Es el yo una cadena de compromisos con el entorno, o una sombra que huye de sí mismo hacia el lago, hacia la fuente invisible donde se encuentra la raíz original, el humus de donde surgimos al soplo de un Dios o de un Diablo? ¿Huimos hacia el futuro, recelosos de un pasado dulcificado por la distancia, temerosos luego de encontrarnos de cara con el final, con el límite que tenemos marcado por alguien a nuestra vida? ¿Es todo esto algo más que un pensamiento desorientado, algo más que palabras, como la palabra yo que no encubre nada y que define en cambio todo mi ser y mi sentimiento?
Quiero detener un momento mi mente porque creo que la duda se disipa y surge en el mismo instante en que la voy convirtiendo en escritura.
Por eso te escribo. Escribir. El poder curador de la palabra. La terrible satisfacción de hacer perdurar mi espíritu, que se colapsa en el entresijo de signos concertados armónicamente, artificialmente, en un texto, el texto que te escribo, el texto sobre el que siento y lloro. El texto que no dice nada, salvo lo que estoy sintiendo, con toda su confusión, con toda la algarabía de ideas y lágrimas encarnadas en signos, signos torpes con los que trato de definirme para lograr tu amor por mí, si aún queda espacio para la esperanza, si no soy un ser relegado al contenedor.
El yo. ¿Es el yo algo más que un texto? ¿Somos acaso el texto de una novela pluriforme, que siempre se está escribiendo en la vida de todos los otros, hasta incluso en nuestra misma ausencia, cuando desaparezcamos, cuando nada quede de nosotros sino lo que dejamos que lean acerca de nuestro yo, si es que ese yo no ha sido una mentira, el sonido y la forma de una palabra y un signo?
No sé qué te decía.
Trataba de enfrentarte con mi estado de ánimo, con lo que estoy percibiendo claramente, hoy que la enfermera aún no me ha administrado la dosis de neuroléptico que me sumerge en el mundo letal, lejos del epígrafe de este libro que te escribo.
¿Quieres saber cómo es para mí, aquí, el tiempo? El tiempo es como una hogaza de pan que endurece con el tiempo, y queda yerta, hasta deshacerse. Y luego la simiente oscura de la nada para decirnos que nada importa. La terribe pregunta. ¿Qué cuál es? La pregunta: PARA QUÉ. Pero no un PARA QUÉ teleológico que se abra como una flor en el tránsito hacia su fin, sino el PARA QUÉ tremendo que invalida todas las acciones y las clausura, las hace nada.
De este modo me siento inerme y lejano a la realidad, ajeno a la muchedumbre inalterable de minutos, horas, días, años, que transcurren con un perfil imitativo, émulos los unos de los otros, como si quisieran ser el mismo solo único instante expandido que nunca alcanza -¿PARA QUÉ?- su meta.
Me siento muy solo, Ana. Y me adentro en las galerías insondables de mí mismo mientras contemplo el dibujo inexistente en la pared de mi celda. Y trato de asir un retrato verdadero de mí mismo que pueda regalarte en esta carta, pero me pierdo, me voy, me pierdo para siempre en la sombra sobre blanco de la pared de yeso. Y los rostros de los demás se desdibujan, y sus palabras son hojas de papel volando al viento.
Tal vez me hubiera gustado ser uno más, uno de ellos, con tal de escapar de mí mismo. Y así soportar el peso ingrávido de mi propio yo, mi mente siempre funcionando, siempre alentando en torno a un eje vacío como una mariposa alrededor de una bombilla, aquella bombilla que se encenderá al atardecer, al filo de la noche.
Y siento que se rompe mi relación con los demás y comienza el solipsismo más absoluto. Y todo se convierte en un desierto. O quizás es un cansancio absoluto de las normas, que exigen tratar a los demás como en una obra de teatro que se representa en el grande gigantesco escenario social.
Y ahora huyen de mí todas esas personas, cuando me saben diferente. Y mis sentimientos se convierten en un papel arrugado sobre el asfalto gris en una tarde de lluvia. Y mi alma es un cubo boca abajo, vuelto del revés con mi intimidad diseminada alrededor. Y mi alma es un trozo de la nada que se ciñe a mi cintura -la cintura de mi alma- como un abrazo que se convierte en gesto grotesco, como estrechar la mano del aire y quitarse el sombrero ante los muertos. Como un aspaviento inoportuno del invitado principal, que soporta las miradas pendientes de su rostro, como un error de comportamiento que nos califica para siempre con un adjetivo maldito que resume anormalidad y diferencia: loco.
Y esta noche me entretengo en observar viejas fotografías, y ya no me reconozco. Me cuesta trabajo suponer que he sido ese yo, tan diferente de mi figura de hoy, de mi fisonomía. Y me miro a mis ojos, los ojos de ese otro yo que se encuentra en esa fotografía. Y trato de preguntarme cosas, cosas cotidianas no te creas, ninguna profundidad. Algo así como con quién te has visto hoy, con quién hablas, por qué te has vestido con esa camisa. Pero la foto se queda yerta y no responde, y entonces yo sueño sobre ella. Sueño que no soy yo, que he escapado de mi yo y estoy en otro normal, el yo de la fotografía. Y que soy feliz como los otros lo son. Y que tengo amigos. Y que me quieres más porque no me compadeces sino que me admiras, admiras la juventud y la belleza de ese otro yo, el que me gustaría seguir siendo, y no este yo pobre y enfermo, deshauciado en este hospital donde todos estamos podridos y demasiado hartos para seguir viviendo.
Y tú siempre tenías ese aire desvalido que reflejaba al fondo tu insobornable fortaleza. Y así te sorprendió la cámara, pasando tu brazo sobre mi hombro, con Venecia al fondo. Y yo en cambio me encuentro con una sonrisa forzada, que es la expresión de una alegría que escapó huyendo en el instante mismo en que más la necesitaba.
Y soy así una persona vacía de sí misma, ensimismada, sumergida en el caos inabarcable que es la enfermedad del alma, allí donde nuestro espíritu ya no existe. Y quizás tú aún no me suponías así, y oías, al abrazarme en la foto, la música de un piano desgranando notas ingrávidas sobre el eje axial de la mañana, cuando la luz apenas puede soportarse en su intensidad, y todo -el día, la calle, los recuerdos- se convierte en algo denso que hace daño. Y yo en cambio me siento ahora, recordando el pasado de aquella foto, como un pelele, o como alguien que ya se ha muerto.
Pero dejemos el pasado. Volvamos al presente. Volvamos a tí. Porque menos mal que estás tú, y que me haces compañía ahora, de vez en cuando, cuando vienes a visitarme. Y comprendes mi dolor, y lo acompañas.
Venías por las tardes a visitarme y yo aguardaba el sonido familiar del motor de tu coche, que se oía detrás del muro, el muro que me separaba de todo, de todo lo normal, de todo.
Tenía todos mis sentidos pendientes de tu voz, que se oía alegre, bromeando con los enfermeros. Y luego te veía cruzar la verja. Notaba una mirada de compasión hacia otros compañeros que sufrían distintas penas en aquel infierno aletargado de la propia mente. Observaba cómo andabas siempre deprisa, temerosa de que alguno te abordara. No hubieras sabido responderle, tal vez hubieras salido huyendo.
En fin, notaba cómo yo para ti, no era como el resto de mis compañeros de sufrimiento. Aún no habías dado mi caso por perdido, o quizás te aferrabas al recuerdo de mi otro yo, mi otra personalidad anterior a la primera crisis. De este modo te resultaba natural, y para mí conmovedor, el recorrer charlando el jardín, el mismo jardín que surcaba diariamente arriba y abajo, el mismo eterno jardín que conocía hasta la saciedad en mi encierro. Sólo que, paseando contigo, no tenía la sensación de estar encerrado entre aquellas cuadro paredes con césped, el maldito césped al que cuidaban más que a nosotros.
Si supiera el origen de mi mal, te decía. Si supiera por dónde empezaron mis problemas... Como si algo hubiera desaparecido de mí en algún momento, una especie de control en fallo, y a partir de ahí, la mente a la deriva hacia la sima más profunda de lo oscuro, donde está el límite que nos aterra y nos fascina.
Pero el límite estaba también al fondo de tus ojos, y yo me sentía preso para poder dibujar las lindes últimas de tu infinito, de tu espíritu infinito, de tu alma preciosa, infinita.
"Escribe", me decías por todo consejo.
Yo hacía un gesto ambiguo que ni siquiera era un gesto. Los gestos. Ya no sabía manejar mis gestos, yo, actor empedernido, conquistador de damas. Cuando más necesitaba que mi cuerpo respondiera a mi afán de ser querido, más desagradable resultaba.
"¿De qué puedo escribir?" Te preguntaba al fin.
"De tus experiencias, tus pensamientos, tus recuerdos, tu vida."
Yo temía entonces que mi escritura fuera totalmente deshilvanada, carente de lógica. Temía mostrar la debilidad de mi pensamiento, de mi constitución psíquica. Pero no te lo decía. Simplemente me parecía imposible escribir. Ya ves. Ahora lo estoy haciendo. Pronto comprenderás porqué me atrevía a ello.
Pero tú insistías: "¿Por qué no intentas indagar en las causas de lo que te ocurre? ¿Por qué no intentas investigar en el fondo de tu alma hasta descubrir el problema?"
Lo decías con una voz encantadora, no exenta de preocupación. Y yo sabía que aquel extraño cariño que sentías hacia mí, era lo único que me hacía vivir, y desde luego, también, lo único que me unía al exterior, al mundo social en torno.
A lo lejos, una antigua iglesia dejaba oir las campanadas desde la torre de su reloj. El sonido indefinible, de una ternura poco común, de las campanas. El tiempo. Somos lucha contra el tiempo, pensé, y al final, siempre, indefectiblemente, somos vencidos. El tiempo se nos cuela en nuestro interior y nos va corroyendo lentamente. El aire que nos da la vida acaba haciendo envejecer a nuestros pulmones. Las luces del mediodía ciegan nuestros ojos. La infinitud de la noche es lo único que queda, y nosotros ni siquiera nos convertimos en estrellas. Deserción de las palabras y los pensamientos. El silencio.
Conforme íbamos paseando me preguntaba cómo habría llegado a aquel grado de vulnerable hipersensibilidad. Y todos mis recuerdos de infancia contigo, Ana, todas las impresiones pasadas, se movían en mi mente con excitación inusual.
¿Cuándo se volvería a desatar la furia en mi interior? De momento sólo existía un exceso enfermizo de subjetividad en mis relaciones con el entorno. Pero aún lo controlaba. Mi inseguridad, mi miedo... Algún día, tal vez próximo, volvería a estallar, a convertirme en un guiñapo, en un ser descerebrado que respiraba la atmósfera de mi propia enfermedad mortal. La locura, mi propia locura, era esa enfermedad mortal. La angustia ante la existencia, a la que no podía controlar, se convertía en mi propio féretro, germen del caos en mi cerebro, bajo una apariencia, para mí, de inteligencia avisada que escondía los mil laberintos en que se encerraba mi pobre yo, mi mismeidad alienada.
De momento estaba sosegado mi mar interior, en calma, me sentía una persona aceptable desde el punto de vista social. ¿Hasta cuándo? De momento respiraba la tranquilidad del campo, y tan sólo el piano de Backhaus me llenaba de emoción contenida, la perfección de lo sublime.
Tal vez mi mal era el mal del siglo, el mal de otro siglo. O tal vez mi mal era eterno, y simbolizaba el que se encuentra latente, agazapado, en el interior de todos los hombres... La enfermedad mortal. La vida me parecía un imposible que nos vamos fraguando en la mente, hasta la frustración total y el total acabamiento de la muerte, y desaparecemos con la mirada crispada de quien no se lo creía.
La vida... La vida se nos presenta como una oportunidad abierta en la juventud, el ansia de conquista, culminación de nuestras inquietudes. Pero ¡ay del que no colma los anhelos de su corazón! Se convierte en una sombra de sí mismo, en una máscara. Tantas veces ahora me encuentro viviendo un mal sueño, tratando de recuperar mi conciencia dormida, mi razón de ser perdida. Una cámara de cine filma impasible todos los sucesos externos que fluyen en inagotable río de imágenes presenciadas por esa mi conciencia opaca. Y preciso mirarme al espejo para saber quién soy yo, qué lugar ocupo en ese film dantesco. Pero el rostro y la figura que me devuelve el espejo es la de un ser ajeno, distinto de mí, no me reconozco. Me siento como alguien que hubiera tomado un cuerpo prestado. Algún día lo devolveré, pienso. Tal vez en el momento de mi muerte encontraré la auténtica forma que encaja a mi conciencia opaca, que sigue implacable registrando todos los instantes de vida que transcurren como si fuera la de otra persona.
Me encontraba así, de repente, solo de nuevo en mi habitación, pensando y cavilando mientras contemplaba fijamente la bombilla desnuda que pendía del techo, tumbado en la cama, intentando reconciliar mi cuerpo con mi alma, o simplemente recordando tu visita, una vez que te habías ido. Se me hacía larga larga tu ausencia. Recordaba constantemente todas tus palabras de ánimo, todos tus gestos, tu penetrante mirada, la armonía con que movías tus manos.
El amor que sentía hacia ti, Ana, era mi único consuelo, mi única razón de vida.
Siempre supe, al traspasar el umbral tardío de la adolescencia, que necesitaba ese contacto comprensivo, esa comunión de afectos distintos que se alcanza entre hombre y mujer. Traté de encontrar el rostro de mujer que llevaba grabado en el corazón. Una mujer que comprendiera mis ideales. Y tú llenabas esa imagen. La única que encarnabas aquel ideal con que yo había soñado.
Al escribir esto se agolpaban en mi mente imágenes de mi descomposición interna, de mi crisis profunda, de mi lucha desesperada. Fue mucho antes de crearme esta máscara ajena, de sentirme otro... Y pienso que me hubiera gustado sentarme a hablar despacio con ese otro que no soy yo y se me parece. Y preguntarle por qué, al correr de los años, me había suplantado convirtiéndose en mi doble, un doble que era el propio yo como una cáscara vacía.
Y escribir... El profundo, hondo, abisal cansancio de la escritura, puede ser reflejo del profundo, negro, denso hastío de la vida. Los héroes siempre estrellan sus sueños contra las olas de la tormenta que magnética les atrae. No se puede ser toda la vida, allá adentro, un adolescente prendado de la propia risa, de la alegría vital que el tiempo implacablemente deshace.
Escribir... Escribir es a veces dejar unos signos ilegibles en la arena que el mar deshace y se lleva como un secreto. Escribir es hacer una oración intensa con el entorno-mundo o lo que más allá exista, y saber que somos un engaño fantasmagórico de nuestra propia mente, espejismo en el desierto de la vida. Escribir es expresar bien alto un sentimiento oculto, lanzar un único y desesperado grito con el que superar la amada soledad que a veces satisface y a veces hiere como un cuchillo de vidrio.
Escribir es rezar con uno mismo. Hacer el amor con un fuego fatuo que surca un cementerio, el de nuestra propia mente. Calmar un apetito insaciable. Hacer una señal suprema de hastío en la arena del día, antes de desaparecer del todo... Las mejores obras literarias serán siempre las que filmaron los ojos de un moribundo en su mente, en el último instante de su vida. La alucinación de un loco, de un loco...
Hablo, escribo, y sin embargo, más allá de las palabras se encuentra la impotencia de mi cerebro para resistir a la locura. Y estoy cansado de vivir con ellos, con mis delirios, no saber cuándo vendrá el próximo, cuándo me acometerá de nuevo.
Escribo y hago con ello un cínico homenaje en mi cerebro a sus propias carencias, a sus circuitos enfermos. Creo redactar un texto y es alguien que escribe por mí, una voz dentro de mi castigada mente, la que me impulsa a proseguir esta carta sin objetivo... sin otro objetivo que tú, que has sido siempre el único sentido de mi vida.
Pero dentro de unos momentos vendrán a traerme de nuevo la pastilla...
Siento los pasos de la enfermera acercándose hacia la habitación. Todo está en silencio allá afuera. Tan sólo, de nuevo, el canto desconsolado del búho llamando a su compañera.
Quiero contarte algo finalmente, Ana. Estamos llegando al fin. Quiero decirte por qué me he atrevido a escribirte todo esto.
Siento el árbol solitario del jardín del hospital, erguido, moviendo sus ramas al ritmo acompasado de un viento suave. Son las jarcias del eucalipto, velas de un gigantesco galeón de otra época. El sonido de las ramas al agitarse, al chocar hojas contra hojas. Un estrépito insoportable, un ruido intenso que me lleva a poner las manos en mis oídos. Pero también el espectáculo de colores cambiantes, móviles, de sus ramas orgullosas y desgarbadas, como una jirafa elegantísima, como un aristócrata de otra época, como un superviviente de otro siglo. Así me siento yo también, encerrado, aislado, ensimismado, absorto en mis pensamientos. La soledad radical de quien visita otro tiempo y otra época, y no encuentra retorno a su lugar de origen.
La enfermera me ha dejado la pastilla encima de la mesa.
Pienso que ya tan sólo el silencio puede curarme. Encontrar la paz, dormir la furia, sosegar el interior desacordado cuando acomete la enfermedad mortal de la locura. Pero la paz, en ese instante, es la salida de un laberinto que nunca se encuentra.
Llevo muchos días sin tomar la pastilla, y acumulándolas, pequeñas perlas blancas, pequeñas perlas azules...
Tú eres mi consuelo y mi verdad, la única puerta de luz para salir de mi laberinto. Y hoy supe que vas a casarte.
Ya no podrás volver por aquí. Envejeceré en soledad. No tendré el alivio y la esperanza de tu compañía.
Siento que he andado a tientas por la vida, siempre buscando. Llevo en mi alma grabada la inquietud profunda y desasosegante que produce la belleza. Y no concibo la vida sin tu amor, sin tu belleza.
¡Qué ternura me inspira tu recuerdo! En otro tiempo hacíamos el amor entre sábanas blancas, recorro tu cuerpo en la memoria. Un escalofrío me sacude de arriba abajo. ¡Qué ternura me inspiras! Tantas veces que nos amamos salvaje, apasionadamente, unidos en la cima perfecta del beso, fundidos en un solo cuerpo. ¡Qué ternura, qué pasión me inspiras!
No podré soportar la vida sin ti. No me es posible. Tampoco encuentro una salida a mi situación vital, dejar pasar el tiempo aquí, como un vegetal adormecido por la química, sometido.
Es frágil la consistencia humana. A veces me creo un gigante y todo es diáfano en mi realidad. Hasta que de repente, como ahora, llega de nuevo, con una insistencia periódica que induce al desánimo, la constatación implacable de mi debilidad congénita de ser humano perdido en los bolsillos -pliegues- del tiempo.
Soñamos con un proyecto de vida. Somos demasiado jóvenes para él. Y luego, demasiado viejos, nos damos cuenta de que el tiempo -mensajero de la muerte- nos ha ganado la partida.
No tengo nada. Tan sólo tu amor que he perdido. Y la certeza de que ya no podré curarme, de que todo es irreversible. Quizás escribo con un deseo animal de supervivencia este texto para ti que no tiene para quién. Pero prefiero la libertad peligrosa de mi fantasía aunque me lleve a la locura, que la esclavitud de monedas gastadas, viejas, de la realidad de este encierro que se me propone.
Se fue mi juventud. Se fue mi amor. Ya no tengo una mirada de hierbas en ojos de niebla. Y sé sin embargo que mis ojos son los ojos del mundo, testigo alucinado de la auténtica realidad, del límite.
Y en ese límite quiero decirte esta noche mi amor. Un amor que sé no encontrará caricia ni respuesta, porque el tiempo de los besos se ha marchado para siempre. Lo que nos queda se llama muerte.
Dentro de unos momentos voy a tomar un frasco entero de estas pastillas. Y dormiré el último sueño, el sueño eterno. Y mi sueño se perderá en el interior de los ojos del búho.
No sé qué habrás sentido cuando leas todo este largo delirio, en el que no he podido ceder a la vanidad de mostrarme un poco literario y un más de verdadero.
Ana. Quiero hacerte en este punto tan sólo una pregunta. Después de leer mi texto, este último testamento que te dejo escrito... ¿alcanzas a comprenderme un poco mejor? Es todo cuanto quiero.


EXTRAÍDOS DEL LIBRO LOS SUEÑOS DEL BÚHO, DE DIEGO MARTÍNEZ

DIEGO MARTÍNEZ TORRÓN.
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