LA SIESTA OBLIGADA

Afuera arrecia en el aire el olor de los melones calientes bajo el sol, maduros y dorados. Hasta el dormitorio me llega su perfume mezclado con el de los jazmines del patio. Y el aire se hace denso, almibarado, impenetrable.
Oigo los gritos lejanos de los chicos que cazan mariposas a ramazos, volteándolas a tierra en pleno vuelo. Las recogen, aún temblorosas, y las meten en cajitas de remedios vacías, hasta que mueren aleteando con un repiqueteo sordo contra el cartón; y luego, con las alas estiradas, las ponen entre las páginas del libro de lecturas o del cuaderno. El viento me trae sus gritos confusos, fundidos con el canto monótono y ensordecedor de las chicharras adheridas a las ramas de los árboles frutales. Mariposas blancas y amarillas, chicharras y perfume de jazmines rancios, calcinados bajo el sol de la siesta.
Todo me llega hasta esta pieza donde únicamente hay silencio de siesta adormecida bajo las higueras; de antiguas siestas acumuladas en las paredes como costras de pintura ordinaria; de cal en primavera, de mutismos turbados por mi respiración violenta, a veces ronca y dificultosa como la de las gallinas abatidas por la resolana, enterradas a medias en el polvo, con las alas abiertas y los picos jadeantes. Mi respiración adherida también a estas paredes cuyos colores hace tiempo que se desvanecieron, prisionera entre las flores de lis, inmersa en cada pausa de sus pétalos, fatigada de comulgar con esta otra respiración cansina: la de la abuela. Mi aliento extraviado en los rincones del techo, entre las arañas pataslargas, que cuelgan cabeza abajo. Mis ojos se desvían hacia el retrato de tía Antonia -ausente del rectángulo vació de pared más clara, donde las flores de lis conservan algo de su color original-, y pretenden hallar vivo el ramillete de violetas en el vaso reseco, y el arrebol en sus mejillas falsas de acuarela.
La claridad se filtra a través de los cristales carmesíes de las celosías, y tiñe los muros de un rosa pálido, que se confunde con las flores pintadas a rodillo; flores exangües sobre el amarillo del fondo, en el que se proyecta invertido el perfil de los árboles: sombras que penetran en esta caja oscura por las rendijas de los postigos, que se mueven rítmicamente mecidas por el viento, y que acechan a las arañas pataslargas, que también se balancean, perezosas como la siesta misma, avanzan unos centímetros torpemente, se detienen y observan la tela vacía y mal tejida, a la espera de una presa pequeña, miserable. Se mecen al ritmo de la respiración de la abuela, una respiración antigua que se amontona en los rincones y cuelga de los techos como la filigrana de los árboles, como jirones dispersos de telarañas.
Tía Antonia tiene una pared para ella sola. Una pared para la virgencita de Luján y otra para tía Antonia. Una pared para cada una, y también una vela para cada una en esos días en que la abuela las enciende en festejo de aniversarios de vírgenes y muertas. Hago bailar la llama con mi aliento para que las sombras oscilen entre las flores de lis y las arañas, y huyan de mí despedidas por el ímpetu de un columpio. Pero me da miedo a que la abuela se enfade: no sabe que estoy aquí, solo en la habitación, observando a hurtadillas la llama y el retrato de tía Antonia, que me sonríe desde lo alto y oprime el ramillete de violetas en su pecho escuálido oculto entre encajes, con gesto de resignación, con una felicidad ensayada a duras penas, sin usar un espejo. Negros los ojos de tía Antonia, recelosos: como de animal acorralado.
A las arañas pataslargas no hay que tenerles miedo, dice la señorita Troncoso, son inofensivas y comen mosquitos y otros bichos, dice con su voz aprendida de memoria desde hace cincuenta años. Por eso la abuela no las baja a escobazos como a los escarabajos, ni les teme como a los ratones. Son arácnidos porque tienen ocho patas, y no seis como los insectos. A-rác-ni-dos. Repetimos todos: a-rác-ni-dos... y salimos a jugar al recreo en orden y silencio absolutos.
Desde lejos, desde el arroyo, me llega el canto de las ranas y los sapos reverberando en la tarde igual que el aire en el horizonte ardiente. Llega diáfano a esta hora en que todos duermen la siesta menos yo: porque no me gusta y me aburro: aquí, tan solo y quieto, mientras oigo a los chicos que en la calle cazan mariposas blancas y amarillas... amarillas como los dientes de don Justo... pero la abuela cree que duermo, porque no me muevo ni hago ruidos mientras toco mi mariposa oculta e inquieta, y miro las flores de lis de la pared, casi con la nariz pegada a la superficie, hasta que éstas se duplican, se superponen y se convierten en insectos simétricos y rosados, que atrapo con los ojos. Se arremolinan y los detengo con un parpadeo; y cuando mis ojos ya bizquean, se convierten en una señora sentada en un sillón, en un perro retorcido de agonía, en un tanque de guerra, y en una cabeza de mujer con un sombrero de esos de antes, con flores. Entonces vuelven las mariposas rosas, mariposas volanderas que estallan en remolinos.
A los lados del sendero que conduce a la escuela, en otoño crecen minúsculas violetas, rígidas, arropadas por el rocío escarchado, altivas y modestas a un tiempo. Algunas veces hago con ellas un ramillete y se lo traigo a la abuela. Para tía Antonia, dice ella, y frota mis manos ateridas entre las suyas calientes, hasta quemarme. Pone las flores en un vaso de agua, sobre la repisa bajo el retrato. Son las mismas violetas que tía Antonia oprime contra el pecho, pero más oscuras: vivas. La virgen de Luján deja de sonreírme porque no le traigo flores; pero cuando la abuela no me ve, busco un vaso en la cocina y le pongo unas pocas a ella también, las reparto para conformarlas; entonces la virgen vuelve a sonreírme.
A esta hora don Justo también duerme, pero sin el cigarro en la boca, sujeto entre los dientes amarillos. Ustedes, los de capital, los porteños, tienen a alguno allí arriba, me dice señalando al pie de las sierras, a los sanatorios.
Don Justo está siempre sentado en la bancada de piedra, recostado en el muro del jardín, carraspeando y escupiendo constantemente, con la colilla húmeda y apagada en los labios. Con una gorra eterna y aceitosa que ya no se sabe de qué color es, aunque mi madre, cuando viene a visitarnos desde la capital, dice que fue verde oscuro, y apuesta con mi padre, que dice que no, que fue marrón. Sé que es gris; gris como toda su ropa, como sus ojos y su cara, porque todo él es gris, de un gris sucio y salpicado de grasa de comida. Gris como los ratones muertos que me da a espaldas de la abuela para que juegue a los velorios. Siempre está ahí, en la bancada, observando pasar la vida ajena, como una estatua gris echando escupitajos amarillos que ruedan sobre la arena y se hacen una bolita, que yo deshago con la punta de un palo para ver si tienen sangre dentro; pero las bolitas de arena se desgranan al tocarlas y desaparecen en el polvo caliente.
Desde que don Justo construyó el baño con inodoro, ducha y azulejos, como el que tenemos en mi casa de la capital, la abuela y yo dejamos de ir a la letrina del fondo. Él nos lo deja como al resto de la casa, porque la abuela está muy vieja y gorda para que ande agachándose sobre ese agujero apestoso, como dice mi madre cuando viene a visitarme, y pone una cara así, como de asco, que se parece mucho a la de la señorita Troncoso, sólo que mi madre es linda y buena, y ella no.
Entro al gallinero, las gallinas se alborotan durante un momento y abandonan los agujeros redondos en el polvo, donde se adormecían con los picos abiertos, jadeantes; como mi cara sofocada por la tos, enmarcada en el espejo del baño con azulejos que ahora es mío, como el resto de la casa. Las gallinas se calman, se acostumbran a verme juntar huesos simétricos y misteriosos y regresan a sus huecos hechos bajo el sol tamizado por la higueras. Mis bolsillos se llenan de objetos preciosos y enigmáticos, hasta que la abuela me llama a dormir la siesta. No voy, prefiero quedarme en el gallinero.
A través del alambre tejido y del jadeo de los pollos atontados por el sol, entre el olor a malvones del patio de ladrillos, me llegan las voces de los mayores, como letanías prohibidas: rumores perdidos en el tiempo de infinitos veranos, que hablan de cosas que los niños no debemos oír. Dicen que este valle tiene el aire más sano de todo el país; hablan de tuberculosis, de muertos, de vírgenes y santos. En sus voces hay lamentos y nombres enmudecidos, extraviados en el tiempo... arácnidos. Todos juntos: a-rác-ni-dos... y podemos salir al recreo.
Yo les dejo la pieza de atrás y la cocina, y no les cobro nada. A cambio, la señora me hace la comida y me lava y plancha la ropa, le dijo don Justo a mis padres cuando llegamos por primera vez... La abuela asintió. Haría cualquier cosa con tal de estar cerca de tía Antonia. Y mis padres regresaron a la capital, pero vienen cada seis meses a vernos y me traen regalos que aquí, en el valle, no se consiguen, y novelas policiales que tanto nos gustan, y que devoramos en la quietud de la tarde, leyendo en silencio, bajo el frescor de las galerías inferiores, o de los jardines del sanatorio, y que una vez leídas intercambiamos: te cambio la del crimen en el muelle por ajedrez mortal. La de la mano en las sombras la tiene el flaco del pabellón tres, pero mañana me la devolverá. Hasta el final no se sabe quien es el asesino.
Prefiero jugar con otras cosas, no con los juguetes que me traen de la capital. Allí, en Buenos Aires, todo es distinto y el aire no es bueno, porque la gente se enferma y después tienen que traerla aquí, a este valle de tuberculosos. No me gustan estos juegos; es mejor jugar a los velorios cuando la abuela se ausenta, porque no le gusta que ande con los ratones muertos que me da don Justo, y me obliga a tirarlos a la letrina del fondo; pero yo los pongo en una cajita, les hago una cruz con dos palitos, y les enciendo una vela igual que a mi tía, antes de enterrarlos junto al gallinero, en mi cementerio de ratones, igualito al de verdad...
De qué murió tía Antonia.
Estaba enferma y no preguntes más.
Nunca tengo sueño a la hora de la siesta y prefiero quedarme despierto y mirando a las arañas pataslargas, o a las flores de lis; tocar mi mariposa trémula, mientras la abuela duerme sin darse cuenta de que cierro los ojos y me quedo quieto, fingiendo, esperando a que ella se duerma y se hunda en el sopor de la siesta perfumada, en la quietud de la pieza, y en los gritos lejanos de los chicos, que cazan las mariposas amarillas cuando atraviesan el valle y se arremolinan a beber en los charcos dejados por los chaparrones furtivos de verano: tormentas saturadas de ozono, mariposas que evitan sobrevolar el cementerio, sin saber que otra muerte las acecha en las calles y en los terrenos baldíos: ramas agitadas al aire por chicos pataslargas, adolescentes que descargan ramazos en la siesta cansina. Mariposas abatidas brincando en cajitas de remedios, pequeños ataúdes con raros epitafios que hablan de bacilos y de penicilinas milagrosas como la virgen de Luján. Cajitas con olor a sanatorio, a siesta muda, a novelas policiales manoseadas, a asesinos de ratones. Cajitas-pabellones con camas alineadas en tres filas para dormir la siesta y agonizar las noches entre esputos, aleteando bajo el calor de los pijamas, buscando al asesino de ratones, de mariposas amarillas, en pos del asesino de este valle, que con sus ramas abate a los bacilos, que vagan por las galerías encendidas al anochecer: sombras de paso lento y encorvadas figuras que reptan bajo los arcos, leyendo novelas policiales.
En la madrugada me despierta el ruido del orinal de loza, enorme y desportillado en los bordes azules, el mismo que ahora utilizo para escupir durante la noche; es la abuela que orina. Cómo será el culo de la abuela... es tan gorda. Vuelve a sonar el orinal en la oscuridad, es empujado bajo la cama, arrastrado sobre el suelo de ladrillos, otra vez a su sitio, donde se ahoga el ruido del líquido haciendo círculos concéntricos. La abuela regresa a la cama y los flejes rechinan hasta que se vuelve a dormir, casi de inmediato. Así son los ruidos de la abuela, sigilosos en el corazón del silencio y la penumbra de la pieza.
Dicen las voces de la siesta que los tuberculosos escupen sangre y que te contagian si te acercas mucho a ellos. Dicen las conversaciones prohibidas que los operan y les quitan un pulmón. Que luego se les queda el pecho hundido, que se vuelven jorobados y ladeados, que se cansan enseguida porque respiran nada más que la mitad, y el aire de la siesta es tan espeso... es un aire cargado de mariposas agonizantes, de aburridas tardes de domingo, de novelas manoseadas, de retamas pudriéndose en los vasos del cementerio.
La abuela regresa de visitar las tumbas, con los ojos enrojecidos. Durante la tarde pasa el tiempo en el patio, inactiva como todos los domingos, ensimismada en sus vírgenes y muertos, con los ojos extraviados en el pasado: detrás de las sierras, más al sur, hacia Buenos Aires. Traslada la silla por todo el patio, busca un lugar sombreado y fresco, hace huecos en el almohadón gastado por interminables domingos acumulados, cabecea como gallina sofocada bajo las higueras.
De qué murió tía Antonia.
Estaba enferma.
De qué.
Menos averigua Dios, y sin embargo perdona.
Dios me va a perdonar que no duerma la siesta, que ande buscando sangre en los escupitajos de don Justo, y que haga cementerios para ratones muertos. Dios perdonará también a don Justo por decirme esas cosas feas de los porteños. Dios perdonará a los chicos que cazan mariposas, y también a las arañas por comerse a los mosquitos que son insectos, In-sec-tos...
Así somos las arañas pataslargas, lo observamos todo desde los rincones, miramos a la señora del sombrero antiguo, miramos a las violetas y a la llama trémula de la vela. Somos testigos mudos de cuanto ocurre en este cuarto prestado que ahora es mío, en esta habitación pintada a rodillo donde duermo la siesta. Cuando están así, con el culito en alto y balanceándose lentamente, siento que me está vigilando desde su escritorio la señorita Troncoso. Cierro los ojos y hago como que duermo, porque estoy seguro de que me castigarán si no duermo la siesta, y me obligarán a tirar a la basura a los ratones muertos y a las mariposas del cuaderno, y no podré soplar en la llama de la vela de tía Antonia, que me sonríe con esa boca de acuarela, mientras un rayo de sol se filtra por las celosías, le da en la cara y le devuelve ese color rosado de cuando estaba sana. La miro fijamente y sin pestañear, hasta que desaparece y queda el marco vacío, y detrás las flores de la pared desvanecidas y mustias; y cuando vuelvo a pestañear, tía Antonia está tirada en el suelo como una mariposa abatida en pleno vuelo. Las arañas me han visto: saben que soy yo el asesino de las novelas, y son capaces de atacarme como a un mosquito, y ponerme en penitencia dentro del cuaderno, aplastado y sin poder volar; son capaces de arrojarme al agujero de la letrina apestosa, o a obligarme a llevar puesta la gorra mugrienta de don Justo para que me contagie como las contagió a ellas: a nosotras, las arañas pataslargas, que somos tan flaquitas y ladeadas, como si nos faltara un pulmón.
Afuera cantan las chicharras y los chicos abaten mariposas blancas y amarillas, la abuela sube a la cama y hace rechinar los flejes. Apaga la luz y penetran las siluetas de los árboles por los agujeros de los postigos, colgadas cabeza abajo de los techos...
Dormí, y que sueñes con los angelitos.
Sí, abuela.
Y me quedo caducada hasta que ella se duerme; entonces, entre las sábanas agrias de jazmines, me toco el sexo blanco de mariposa derrotada y le rezo a la virgen: por favor, virgencita Antonia, que se mueran don Justo y la señorita Troncoso. Que se mueran los dos... y que se mueran todos en este valle asesino donde no quedan mariposas vivas, únicamente niños acechando como arañas, que cuando me ven sentado en la bancada de piedra del jardín, me gritan viejo ladeado, mientras agitan sus ramas amenazadoras.

VIAJERAS EXÓTICAS

Tía Juanita olía a jabón y hablaba con las estatuas. Cuando sea mayor me gustaría oler como ella, y no como las otras, que apestan a perfume.
Su cara redonda, como una luna sonriente de esas de los calendarios, ahora es una luna llena: Marina se ocupó esta mañana de empolvarla con talco para disimularle el tono amarillento, mientras el loro no paraba de soltar palabrotas. No respeta ni siquiera a los muertos.
Aprovecho que las demás están arriba y me acerco a la cama. La llamo por lo bajo: Tía Juanita. No me responde, como cuando estaba viva. Dicen que lo del cerebro y las premoniciones le ocurrió de chica.
Marina se afana en limpiar toda la casa, en acomodar las sillas en el recibidor y el salón rojo, en preparar litros de café, disponer los vasitos para el anís, en espera de las visitas: que serán todos hombres, digo yo, como siempre. Aunque vendrán Asunción y mi primo Carlitos de Mota del Morro.
Ana, en camisón, en la cama donde eternamente escribe sus poesías que recita a los clientes, deja las notas y se relaja de sus ataques de inspiración tejiendo calcetines a rayas con restos de lana. De vez en cuando le grita a Marina que se esté quieta, que deje de dar paseos por la casa y meter tanta bulla cambiando los muebles de lugar, que despertará a las chicas, y también le dice que haga callar al loro.
A la tía Juanita la querían todos, y aunque era lerda, con los números no cometía errores y les cobraba a todos según el servicio, y les daba las vueltas.
Me mandan a comprar un par de botellas de anís y una de ginebra, por si acaso vienen más de la cuenta. También media barra de hielo. Cuando regreso me encuentro con los señores de la pompa fúnebre entrando las flores, los candelabros y el cajón.
No le queda hielo, les digo.
Marina hace un gesto de disgusto: no sé de dónde vamos a sacar tantos cubitos, me dice. Y me manda a la cocina para que no moleste a los señores. Pero no le hago caso, dejo la bolsa en un rincón del pasillo y me voy a la pieza de tía Juanita. Huele a humedad y miro al techo y a los rincones buscando la huella del agua: a lo largo del zócalo hay unos desconchones enormes bordeados de salitre blanco. Me acerco a la cama: en la comisura de la boca pintada tiene una pompa de espuma, como una canica. La soplo suavemente y se revienta sin ruido. Le toco un ojo con la punta de un dedo para no despertarla. El párpado es duro como un escarabajo. El olor a jabón ha desaparecido y huele muy fuerte. Estas locas le pusieron sus perfumes.
Me aburro. Voy al cuarto de Ana.
¿Le diste el beso de despedida a tía Juanita?, me pregunta.
Sí, le miento. Y oigo al loro gritando en el salón: ¡Putas viajeras! ¡Putas viajeras! Y a Marina, chillando más alto que el pájaro: ¡Cállate, loro! ¿No ves que hay visitas? ¡Mal educado!

Ana y Marina cada tanto le hacían la misma pregunta: Tía Juanita, ¿sabe quién es ésta? Y ella respondía que sí, pero nunca se supo. Por si acaso, le contaban mi dudoso árbol genealógico: ésta es Ernestina, la hija de Glenda, la alemana...
Ella asentía con un ¡Ahhh! muy bajito, que parecía más un suspiro que una revelación. ¿Ha visto lo guapa que está? Y respondía con un aleteo trémulo de pestañas acompañado de una sonrisa. Entonces, Ana iba en busca de una vieja foto hecha en la plaza de Mota del Morro y le explicaba: Ésta era Glenda, éste de aquí Mariano, y la pequeña es Ernestina. ¿Se acuerda de ellos ahora?
Tía Juanita tomaba la foto entre sus manos con suavidad, como si las figuras descoloridas fueran frágiles criaturas, la acercaba a los ojos, y miraba a cada uno con aparente atención, luego aplicaba un beso muy suave sobre el papel.
¡Bah!, decía Marina. Yo creo que no se entera de nada. Y me mandaban a la cocina o a la calle con las demás niñas, mientras ellas se acicalaban y preparaban a las demás chicas. Pero ninguna sabe si ese tal Mariano es mi padre de verdad.

Desde un rincón miro a los señores de la funeraria que se comunican por señas, como cuando eligen a las chicas. A Beba la eligen poco. Es feúcha y muy flaca. Van disponiendo las sillas, las flores, el cajón en el centro del salón rojo, y los candelabros a los lados. Tía Juanita será la estrella, como si todos fueran a elegirla. Uno trae una especie de sopera con pedestal. Me acerco y le pregunto:¿Qué es esto?
El tarjetero.
¿Y para qué sirve?
Para que las visitas dejen sus tarjetas de pésame. Y me mira con unos ojos de esos que ponen los hombres cuando quieren algo. Dentro hay un puñado de rectángulos de cartón escritos.
¿Qué son?
Tarjetas del muerto anterior. Y se echa a reír. Saca los papelitos de la sopera, los rompe y se los guarda en un bolsillo mientras me guiña un ojo. Marina dice que dentro de muy poco ya podré trabajar.
Entra Ana. Se ha puesto una bata directamente encima del camisón. Echa un vistazo en redondo por encima de las gafas de ver de cerca. Mira dentro del ataúd y toca la pequeña almohada de raso blanco con encajes comprobando su blandura.
Se oye la voz del loro en la cocina: ¡Putas viajeras! ¡Dejadme en paz!
Ana se vuelve rápidamente, sonríe a los hombres y se excusa: Es el loro... que es un mal educado.
Deja el salón rojo y se va a la cocina. Discute con Marina por el asunto del loro. Los hombres reprimen la risa. Uno de ellos se lleva el índice a la sien haciendo un gesto evidente. El otro me guiña un ojo y hace no sé qué con las manos. No tienen respeto ni por los muertos. Cuando terminan de colocarlo todo llaman: Señoras...
Aparece Marina, coronada por el loro, sentado en su cabeza. Los hombres se vuelven de espaldas disimulando, ocultando las ganas de reír, y el más serio de todos la encara y le dice: Cuando quiera, señora, traemos a la difunta...
Pero no tenemos suficientes cubitos..., rezonga Marina.

Recuerdo una tarde: tía Juanita, de bien que estaba sentada a la caja registradora, mirándose las zapatillas blancas de loneta, se puso de pie y se transformó. La sonrisa angelical se le descompuso en una mueca grotesca y los ojos se le desorbitaron, comenzó a retroceder espantada y, mientras se cubría la cara con las manos, gritaba: ¡Ya están aquí!, y se arrinconaba. ¡Ay, ya están aquí las putas viajeras! Y agitaba los brazos como espantando insectos voladores o murciélagos invisibles.
Marina y Ana habían acudido de inmediato: Bueno, tía Juanita, no se preocupe que no le harán nada.
¡Me quieren llevar en el tren! ¡Las putas me quieren llevar con ellas!
Y Marina la sujetó por los brazos intentando calmarla, mientras Ana espantaba las visiones como quien va matando moscas con una palmeta: ¡Fuera, fuera, putas viajeras! ¡Dejen en paz a la tía que no les hizo nada!
También recuerdo al loro haciendo equilibrio en un hombro de Marina y repitiendo con su voz áspera:¡Putas viajeras! ¡Putas viajeras!
Por fin pudieron dominar su furia, calmarla, y se la llevaron a la cama casi a rastras. Yo me quedé en la cocina, buscando en el aire a las putas viajeras esas, tan peligrosas, tan malas e invisibles que querían llevársela en un tren.

Mientras los hombres de la funeraria ultiman detalles, voy al dormitorio de Ana. Ha vuelto a meterse en la cama y continúa tejiendo los calcetines a rayas. Me mira por encima de las gafas. Bajo la cama hay un ovillo de lana verde botella.
Ernestina, ¿me recoges ese ovillo, hija?
Me agacho, lo recojo y se lo entrego.
¿Te gusta?. Me muestra un calcetín acabado que saca de abajo de la almohada. Son para ti.
Sí, Ana..., ¿qué son las putas viajeras?
Shh... llevándose una aguja a los labios.
Pero, ¿qué son?
No lo sabemos.
Pero... ¿son personas? ¿Como las chicas?
No sé, supongo que sí.
De las manos de Ana emerge un cilindro flácido multicolor, girando lentamente al compás de las agujas, retorciéndose como un enorme gusano a rayas rojas, amarillas, azules y verdes.
Esta noche los acabo y mañana los podrás estrenar en el velatorio. ¿No son preciosos?
Sí... ¿Por qué tía Juanita decía esas cosas?
Porque no estaba bien de la cabeza.
¿Por eso estaba siempre hablando con la estatua del jardín...? ¿Qué son premoniciones, o algo así?
Tonterías.
Entra Marina diciendo: Hay que poner a tía Juanita en el cajón y salir a buscar cubitos. Si no juntamos suficiente hielo llegará a Mota del Morro oliendo a.... Pronto comenzarán a llegar las visitas, Ana, levántate y cámbiate de ropa, no puedes recibir en camisón.
Y tú, Marina, quítate el loro del hombro y mételo en la jaula, déjalo en el trastero, para que no puedan oírlo si se le ocurre insultar. Y tú, Ernestina, quédate en la cocina, me ordena, y no te muevas de ahí hasta que te lo digamos. ¿Vale?
Puedo ir a por cubitos, donde Mary..., me ofrezco.
Ya le pedí, no tiene.


Todo está dispuesto en el salón rojo. Tía Juanita ya está en el ataúd. No puedo verla porque lo han puesto demasiado alto, sobre unos taburetes. Dejaron la tapa sin colocar, apoyada contra una pared, para que los señores puedan verla y darle el último adiós. Los cirios están encendidos, pero las llamas son bombillas eléctricas con forma de fuego, y por dentro sube y baja una lucecita anaranjada.
Llegan de Mota del Morro Asunción con su hijo Carlos, que dicen que es mi primo lejano. Me escondo en cuanto los oigo, pero no me queda más remedio que saludar y aguantar el besuqueo de mi primo y sus aburridas preguntas después de haberme llenado la cara de babas: ¿Cuándo vendrás a visitarnos a Mota del Morro? !Qué guapa estás! ¿Te hago un dibujo?
Saca un papel doblado y mugriento, un lapicero y se pone a dibujar. Mientras Asunción va a ver a Ana y la oigo llorar, pero poco.
Ya está, ¿te gusta? Y me extiende el papel en el que me dibujó con grandes tetas.
¡Imbécil!, le grito. Yo no soy así...
Sí, lo eres, Ernestina bonita. Y se le cae la baba. Su madre dice que es una cuestión hereditaria, como lo de tía Juanita. Se va y me escabullo al trastero, donde siempre hay algo interesante que ver. En un rincón penumbroso distingo al loro en su jaula. Al verme grita: !Putas viajeras! !Me llevarán en el tren! Y se queda mirándome de lado, como petrificado, el muy idiota.
¿Quieres salir?
¡Putas viajeras!, me responde. Le abro la jaula, porque me da lástima, como mi primo el baboso. Después voy a la cocina donde están todas ya muy arregladitas y menos perfumadas que de costumbre y vestidas como más serias y oscuras.
El asunto va flojo, dice Asunción. No sé si llevarme a alguna de tus chicas.
Beba desliza una mirada en redondo y se encoge.
Ya está resuelto el asunto del hielo, dice Marina. Y como ve que Asunción y las demás no saben de qué está hablando, les aclara: el viaje es largo y hay que ponerle mucho hielo para que no se descomponga. Nos lo dijeron en la estación.
Después comienzan a llegar los hombres, cada uno con una bolsita con cubitos, algunos medio derretidos, que van dejando dentro del cajón. Y aunque al principio todo parece ir muy serio y algunos hasta hacen mohines o dejan caer alguna lágrima cuando se inclinan a dejar el hielo, la casa acaba como todos los días, pero sin música. A Asunción la han puesto a la caja registradora, pero no se aclara. A mi primo lejano no lo veo por aquí. Y Beba, como siempre, no trabaja apenas, a pesar de haberse puesto muy elegante. Un señor de bigotes, uno nuevo, creo, me mira y le dice algo a Marina al oído, pero ella niega con la cabeza y le señala a Beba. Parece que tiene suerte. Le sonríe mostrándole los dientes careados y suben juntos.
Marina me dice que ya está bien, que es muy tarde, que me suba a dormir. En el pasillo me lo encuentro a mi primo el baboso, espiando por una cerradura. Al verme huye a su cuarto y se cierra por dentro. Es un guarro, me di cuenta de todo. Después, antes de entrar en el mío, veo al loro andar por el pasamanos hacia abajo.

Hace mucho calor aquí en la estación. Estamos todas alrededor del cajón, que pusieron en un carrito de esos de llevar las maletas. La Colorada y Manoli también se van a Mota del Morro con Asunción y mi primo el idiota. Todos tiene ojeras oscuras, Carlos también, pero de mirar por el ojo de las cerraduras. A pesar del perfume que se han puesto, hay un ligero tufo a podrido. Las personas que esperan el tren nos miran recelosos, como a bichos raros. Yo creo que es por mis calcetines a rayas de colores, que no pegan nada con la falda y la blusa negras.
Está a punto de llegar el tren, dice Marina, echando un vistazo al enorme reloj redondo que cuelga de una ménsula. Ya podéis darle el último adiós mientras yo recito.
¿Y el loro?, le pregunta Ana.
Quedó encerrado en el trastero.
Ana saca un papel de la cartera, se pone las gafas y dice en voz alta: "Elegía a tía Juanita". Y recita emocionada una de sus poesías que arranca lágrimas a todas.
Una a una las chicas se van acercando al cristal ovalado para mirar por última vez a tía Juanita. A mí me toca la última en la fila. Cuando me llega el turno Marina me levanta un poco en vilo para que pueda llegar con mi boca al cristal, antes de que lo cierren definitivamente.
Dale un beso, me dice. Se está derritiendo el hielo, murmura mirando a Ana con un gesto de preocupación.
Debajo del cajón hay un charco. Acerco mis labios al cristal que está tibio, me encuentro cara a cara con tía Juanita, más blanca que nunca, más pintada que nunca, y sobre su cabeza noto un movimiento: un destello verdoso.
!Está viva¡, grito.
No digas tonterías, me recrimina Ana. Mi primo se parte de risa y se le cae la baba más que nunca, pero no deja de mirarle el trasero a Manoli.
Es de familia, dice Asunción, elevando las cejas, resignada. Y agrega, dirigiéndose a La Colorada y a Manoli: vamos, chicas, subid.
Me muero de vergüenza. Marina cierra la ventana ovalada y tía Juanita desaparece tras la madera de nogal.
Me quedo paralizada, de pie junto al ataúd que chorrea agua por los cuatro costados. Estoy segura que está viva, la vi moverse. ¿Será por el hielo, que la habrá resucitado? Tengo la horrible sensación de que todos miran espantados mis calcetines a rayas. Cuatro hombres de la estación se acercan cuando el tren aparece en la curva. Cuando el vagón de carga se detiene a nuestra altura, levantan el cajón que se desequilibra y el agua surge a chorros por una esquina y me salpica las piernas y los calcetines. Es entonces cuando oigo con nitidez esas palabras ásperas surgiendo del encierro, que me confirman que tía Juanita está viva:
¡Putas viajeras! ¡Putas viajeras!

 

NORBERTO LUIS ROMERO
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