Hace muchos años, cuando vi cómo Half gobernaba inmóvil, y aparentemente sin esfuerzo la nave en 2001 una odisea en el espacio, llegué al convencimiento de que en el próximo milenio ya no nos harían falta brazos, y que todo, absolutamente todo, podría ser posible desde el mórbido abandono de un sofá. Sin manos, todo con la mente. Pero me equivoqué, afortunadamente porque de haber sido ciertas mis juveniles previsiones hoy seríamos todos mancos, miserables seres disminuidos lateralmente. ¡Que horror! ¿Alguien puede imaginar entonces a Álvarez Cascos pescando el Campano? A gritos, supongo. En fin, una mano es media vida, ahora y dentro de mil años.


La Mano


Sorprendentemente, después de haber vivido más de un año pegado a la mano de un cadáver, el norteamericano Mathew Scott ha decidido despojarse del apéndice con el que hubo soñado tanto tiempo. Scott, que perdió la mano mientras manipulaba unos fuegos artificiales, ha requerido perentoriamente al médico que lo operó para que le ampute su desnaturalizada extremidad. Quizá Scott no haya tenido en cuenta que de lo que ahora desea desprenderse, en su día llegó a suponer un hito en la historia de la medicina. Quizá Scott no haya valorado suficientemente las horas que semejante evento supuso en las vidas de tantas personas: los preparativos interminables, el larguísimo preoperatorio, la estrategia hospitalaria, la cuidada y laboriosa intervención, en fin, los revoltosos tendones, los capilares indómitos, el temible rechazo. Sin embargo, el equipo médico ha considerado ahora inoportuno cercenar la susodicha mano, por el momento, en poder de Mathew Scott.

No hace mucho que ese mismo equipo presentaba en sociedad la mano vendada de Scott. Entonces los dedos mórbidos, orondos y vocacionalmente ágiles parecían morcillas, y tal vez por eso mismo centraron la atención informativa del momento, aunque a decir verdad, el morbo era saber si Scott llegaría alguna vez a quitar con la boca los padrastros a su nueva compañera. Esta no es cuestión baladí porque una mano no es un órgano transplantable al que nos podamos acostumbrar fácilmente. Sin embargo, un hígado o un riñón, además de procurar al implantado un manifiesto beneficio, sin duda se comportarían como órganos pertenecientes al estricto ámbito de la suposición: los suponemos ahí dentro (en las mismísimas entrañas), gobernando las leyes de la filtración o la catálisis, decididamente ocultos entre nuestras mantecas. Pero una mano, con su simplicidad de mano ajena a la química, está presente en todos nuestros actos, sobre todo, en nuestros actos más morbosos. Por eso suponemos que al principio Scott sobrellevaría la presencia de su nueva compañera, con denuedo, imaginación y qué coño con morbosa placidez. Y es que si cualquiera de nosotros hubiera tenido que pasar por el mismo trance que Scott, para adentrarnos en ese oscuro planeta de la morbosidad, hubiéramos tenido que desempolvar la Biblia Onanista del Quinceañero cuyo primer mandamiento viene a recordarnos que hacerse una gañola con la mano izquierda es como si te la hiciera otro, por tanto, qué fuente inagotable de felicidad no habría de proporcionar entonces a Scott esa insólita morcilla.


¡Pero la felicidad es un bien muy escaso! Y es que la mano que Scott paseaba por el mundo estaba tan lejos de la tierna inocencia que más que una gañola aquel solitario ejercicio de Scott -como rememoranza de la pubertad- más que una gañola -insisto- era como soportar la Gracia que Su Majestad la Reina Isabel II de Inglaterra suele conceder a los faisanes durante una cacería.

Así, ante semejante perspectiva Scott se plantó una mañana al cuadro médico habitual suplicándoles encarecidamente que le devolvieran su romo pero honrado muñón; que ya no podía soportarla más; y que si hubiera sabido que el incógnito donante -dueño y señor a su pesar todavía de esa funesta mano- había estrangulado a una dulce ancianita, él hubiera seguido manco, y lo que es más, masturbándose con la derecha, porque al fin y al cabo él todavía seguía siendo republicano.

 

La Cuarta Plaga de los Ladrillos

Se supuso que jamás volverían a usarse el mármol y la caoba en la construcción de viviendas. Se supuso que los aguamaniles de porcelana que adornaban los pórticos de todos los hogares dejaron de elaborarse hace ya más de un milenio, exactamente la noche en la que enviudaron los esmaltes y se descuidó la suavidad de los barnices. Se supuso que el estuco que bordeaba los junquillos de puertas y marquesinas eran un lujo tan solo permitido en iglesias y edificios oficiales. Se supuso por tanto, que a la construcción le estaban vedados todos los elementos de la tierra.


Se suponían tantas cosas; hechos tan inverosímiles que nadie se preocupó de rescatarlos del olvido ni de comprobar si realmente eran ciertos o no. Sólo la curiosidad, que es el motor que mueve el universo, hizo que un hombre se rebelase contra la institución histórica de la memoria y nos trajo de nuevo aquellas lejanas opulencias junto a una nueva concepción del mundo.


Una mañana el Gobernador recibió en Palacio al Cónsul General de Oriente. Después de un viaje de más de cuarenta días por las Tierras Anegadas de Hermenauta, aquel desembarcó en el puerto interior de Bako acompañado de un extraordinario séquito. Una vez en Palacio, entraron de uno en uno. Primero el Cónsul, que tras la reverencia al Gobernador se despojó de la capa pluvial que lo cubría y ordenó que pusieran a un lado las riquezas halladas en la otra orilla de lo que hasta entonces creían el Mar Océano. Le siguieron luego, en estricto orden jerárquico, el Arquitecto Mayor, cuya aparición desde el largo, larguísimo pasillo, fue escoltada por un murmullo de admiración mientras éste sostenía en brazos los planos amarillentos que daban fe de las muchas obras ejecutadas; tras él cargaban compases los Alarifes, enhiestos y autoritarios como todos los Maestros de Obras, le seguían luego los Alamines que dominaban el arte de ejecutar a la perfección la planura de las superficies mientras los niveles que colgaban de sus cintos enloquecían a cada paso, luego los Herreros, grises y plomizos como tiznados por la amalgama y la galena, luego los Cristaleros, filosos y cortantes y cuya limpieza contrastaba con la ajada presencia de los Marmolistas, luego los Mamposteros que cargaban en hombros una enorme viga riostra, luego los Oficiales Pintores, los Ceramistas, los Auxiliares de Estuco, los Plomeros, los Afiladores, y por fin, cerrando el largo, larguísimo desfile, los Ebanistas que alzaban el escoplo como quien empuña un arma de guerra.

Al fin, el Gobernador se levantó y caminó despacio hasta la ventana del Gran Salón de Recepciones, eufemismo al uso en la capital ya que el solemne salón era en realidad una calurosa estancia de caña y pellejos torpemente embadurnada por los tintes mayestáticos que trataban de imponer los funcionarios adscritos al Ministerio del Protocolo, y de espaldas a la congregación que aquellos magníficos artistas formaban, pudo entonces comprobar la árida arquitectura de la ciudad.

Harto prolongada, exasperante quizás, la demora del Gobernador fue liberando un hueco en la memoria de los presentes, como si aquel silencio fuera un acto de regresión colectiva. Entonces recordaron aquella remota tarde en la que las majestuosas mansiones de ladrillos fueron pasto de las feroces alimañas que dormían en sus entrañas. El desastre, ocurrido durante las épocas de lluvias, sumió a la ciudad en un barrizal pestilente. El Gobernador fue informado que la tierra con la que se habían fabricado aquellos ladrillos de adobe contenían diminutas criaturas que eran capaces de soportar el purgatorio de una corta cocción y que la humedad de las aguas, como si fuera una llamada lejana, lograron despertarlos de un sueño profundo. Pronto la ciudad se desmoronó. De las paredes de todos los edificios manaban las criaturas más extrañas. Había armadillos minúsculos que devoraban las jambas de las puertas, coleópteros alopécicos de quince patas que llevaban rodando un trozo de porche, batracios saltarines que se mecían en todos los aleros, sanguijuelas que horadaban los cimientos, babosas que peregrinaban por las paredes, peces de colores que no tenían branquias y respiraban hurtando el aire de cuantos se acercaban a ellos, mariposas a medio hacer, que lo mismo volaban ocultando el sol como arruinaban las hojas de los árboles, y gusarapos hediondos, libélulas cianóticas, alacranes ciegos...

Cuando el Gobernador volvió a contemplar las riquezas que estaban depositadas en el largo, larguísimo pasillo, abrazó al Cónsul y le agradeció en público su gran hallazgo. Luego ordenó que lo degollaran.

Sólo el Gobernador se dio cuenta de que al Cónsul le supuraban las heridas.

ANTONIO POLO

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