RETABLILLO DEL APRENDIZ Y EL MAESTRO


I

El hombre del colchón al hombro se paró en la esquina, extendió su mullida carga en el suelo, ahuecó sus manos junto a la boca y pregonó:
-¡Niñaaaa! ¡El follaooor!.
De las casas abiertas de par en par salieron mujeres vestidas con lo más a mano. La primera en llegar hasta el hombre del colchón al hombro se tendió en lo blando, puso la cabeza en el cojín que traía y desabrochó su bata. El hombre se inclinó sobre ella suavemente, hizo su trabajo profesional y se dispuso a cobrarlo. La mujer le alargó un billete:
-No tengo cambio todavía -respondió él-; me estreno con usted y aún no he hecho nada de caja.
Ella se disculpó:
-Es que me ha pillado en la cocina con el lío de la comida y he cogido lo primerito que he visto; pero como veo que le cunde la faena para rato, ahora vuelvo. A ver si mi marido tiene algo suelto. ¿Cuánto ha dicho que es?.
-Lo de siempre, señora. Pronto me veré obligado a subir la tarifa, pero hasta hoy cuente que es lo de siempre.
En el revuelo formado ante el colchón se discutía por el orden en la cola. Todas las mujeres juraban haber llegado antes defendiendo su urgencia por terminar pronto para llevar los niños al colegio. Los hombres miraban impávidos desde los bares aledaños fumando picadura. Uno comentó:
-¡En lo que se entretiene la gente!.
-El paro -valoró un entendido-; es fruto del paro; si ese ganapán tuviera trabajo en cualquier fábrica no andaría por las calles como un perro pasando frío. Capaz de pillar un pasmo todo el día con las carnes al aire.
-¿Qué quieres que te diga? -cerró un tercero-; yo creo que ese trabajo no está tan mal como parece. Faltar, no le va a faltar, y cobrar, cobra; quieras que no, es ganancia diaria segura. Si te fijas bien, no se obliga a otra cosa sino a estar tendido y a unos meneos de nada. Lo peor es cuando necesita trasladarse de sitio y se ve forzado el pobre a cargar con ese armatoste, que pesará lo suyo.
El hombre del colchón al hombro se impuso en el laberinto formado en la cola, estableció un orden, y el nudo humano se estiró a lo largo de la acera hasta topar con la cabina de teléfonos. Quien llegaba de nuevas preguntaba:
-Oiga, ¿la cola es para llamar o para follar?.
Le advertían:
-Para llamar, ahí. Para follar, aquí.
Una mujer dijo:
-Yo vengo para follar, pero como veo que hay doce delante de mí, aprovecho y llamo por teléfono; ¿me guarda la vez, señora?.
-Llame tranquila todas las veces que quiera; se la guardo con mucho gusto. Usted va detrás de mí y yo después de mi vecina.
Como coletilla de oficio, aún con la clientela asegurada, el hombre del colchón al hombro gritaba tras cada servicio:
-¡Niñaaaa! ¡El follaooor! ¡La siguiente! ¡No se me apelotonen!.
Las mujeres se prestaban los cojines que habían bajado de las casas para apoyar la cabeza; varias las traían cubiertas de rulos. La del teléfono señaló:
-Eso en estos casos puede convertirse en una molestia.
-No crea; a él no le importan los rulos ni nada; como si nos ponemos un elefante en el moño; ni nos mira; va a lo suyo tan campante y luego si te vi no me acuerdo; más o menos como los maridos, aunque con ellos es fatal porque tienes que andar repintándote el día entero a ver qué se tercia para después leche. Con éste no hay engaño posible y se queda una como cuando te tomas un tazón de valeriana.
-Mujer, ya lleva años haciéndolo y sabe lo suyo más por viejo que por diablo -apoyó otra.
Los hombres ayudaban a mantener la cola en calma riñendo a los niños que pretendían cabalgar a horcajadas sobre el obrero del sexo mientras remataba un servicio, como si en vez de ser una persona fuera un burro de feria.
-¡Estos mocosos son como nadie! -protestaba él dando manotazos al aire para librarse de ellos, lo que hacía que a veces no pusiera los cinco sentidos en el trabajo y la clienta protestara:
-¡Oiga! ¡A ver si está más en lo que hay que estar!.
-No se toman nada en serio -apoyaban los mirones que habían dejado su partida de dominó para no perder ripio-; les importa un pito el trabajo honrado de la gente.
-Les falta educación -cerraban otros desde los balcones.
El vendedor del pescado, en vez de vocear casa por casa optó por recorrer la cola con su mercancía, la canasta en el suelo, pesando a ojo, método que imitaron sin más medite el de la verdura: «¡La lechuga fresca, el tomate para el gazpacho, la fruta jugosa...»; el de los cupones: «¡Llevo el seis y el cero. Ayer di los finales y hoy voy a dar el gordo!»; y el cartero, que iba de un extremo a otro con el mazo de sobres cantando nombres: «Fulaní de tal, Menganí de cual, Sutaní de allí, Merenganí de acá...». Quienes tenían noticias las leían a pie de cola comentando esto, lo otro o lo de más allá; siempre había quien se interesaba:
-¿Qué te dice tu sobrina?.
-Que está bien, ¿qué me va a decir?, pero harta de Alemania, y que se quiere venir para Nochebuena y no volver jamás.
Algunas mujeres habían bajado sus bombonas de gas por si se presentaba el repartidor, cosa que ocurrió; eran tiestos que arrastraban en la cola paralelos a sus cuerpos conforme el turno las iba acercando al hombre del colchón al hombro, al que pedían cambio para pagarlas. Caso de pillarlo en pleno brete, facilitaba él:
-Meta la mano en mi chaqueta y cámbiese usted misma, que estoy a punto y no es cosa de cortarme ahora. No voy a dejar a esta señora a medias.
Un vecino algo mayor se entretuvo en rotular con tiza los nombres de las dueñas en las bombonas, con lo que evitó el arrastre chirriante y también las posibles pérdidas, que nunca faltan en los corrillos manos largas y ojos al loro, más, cuando está la titular tendida, indefensa, a puro gemido y con la vista en blanco. Lo de los nombres a tiza permitió a la clientela esperar con otra soltura, porque al ver que el que había rotulado las bombonas quedaba de vigilante voluntario, se relajaban sin más pringue en la olla que la llegada del turno, que era cuando se tendían a pierna suelta en el colchón, el hombre las servía exquisitamente y el tiempo pasaba placentero. Si a la que fuera se le escapaba un grito gustoso, el resto la sometía a cuarentena de críticas:
-¡Calla, infame, que soliviantas al barrio y no va a caber aquí tanto personal!.
A eso de las once cruzaron la calle en su paseo matinal el párroco y el sacristán, ambos de sotana raída y bonete al bies, que dijeron al unísono sin dejar de andar:
-Moderación, hay que tener moderación. El abuso os llevará al infierno de cabeza y a sitios peores.
-No se preocupen -respondieron desde la cola-; en casa ni siquiera pecamos; vaya lo uno por lo otro.
La demanda llegó a ser de tal envergadura, sumando nuevas y repetidoras, que el hombre del colchón al hombro ya no se ponía en pie, sino que esperaba echado a que una mujer se levantara y otra se acostara. Y a cada nueva le decían para animarlo:
-¡A ver cómo te portas, valiente, campeón! ¡Eres un monstruo!.
Una se tapó la cara:
-¡Ay, me da qué sé yo qué hacerlo en medio de la calle y delante de mi marido!.
-¡Ah, boba! ¡Parece mentira! -saltaban las voces coleras-; esto es mejor que ir al ambulatorio; verás que luego te sientes como una reina. A mí esto me alivia hasta el reuma.
Una de un barrio distante llegó en un taxi. Las de la cola la achucharon:
-Nosotras no vamos a tu territorio, listilla, sino que esperamos pacientes al hombre del colchón al hombro; así que, entérate bien: por ser hoy, vale, pero una y no más, santo Tomás.Ella se justificó porque en los pisos cercanos vivía una cuñada y de camino iba a visitarla...
-Algún derecho tendré yo en su nombre ¿no? ¿O es que los lazos familiares no cuentan?.
Luego lamentó:
-Lo penoso es que no me he acordado de traer ni pizca de dinero: -y dirigiéndose al hombre del colchón al hombro le preguntó-: ¿me aceptaría un cheque, la tarjeta de crédito o que le dejara el reloj en prenda?.
-Mejor me lo paga otro día -asintió él, sofocado, en mitad de un trance-; ahora deje que termine éste.
Tras cinco horas casi sin respiro, cuando el hombre del colchón al hombro se disponía a plegar bártulos, regresó la primera mujer con el billete intacto:
-Aquí me tiene con el problema sin resolver. Por más que he buscado no he podido encontrar dinero más chico. Lo que se me acaba de ocurrir es que, en vez de darme el cambio, me haga usted un servicio chiquitito y juguetón y quedamos en paz. Una especie de te vi y no te conocí. Ya me entiende.
Cumplido el trámite, el hombre respiró hondo, hizo un par de flexiones con los brazos, cargó de nuevo su colchón al hombro y se perdió camino de otros predios, sintiéndose cada vez más lejano su romántico pregón:
-¡Niñaaaa! ¡El follaooor!.


II

Una mujer que residía en un ático, al observar lo próspero del oficio del hombre del colchón al hombro, le pidió bajito una de las tardes, mientras soportaba su peso en movimiento, que hiciera el favor de llevarse al hijo como aprendiz.
-Mire, es un buen muchacho, pero no ve futuro. Duerme hasta las dos de la tarde, se levanta, le doy de comer y en lo único que gasta el tiempo hasta por la noche es en jugar al dominó con el padre, que es su modelo. Mi niño es un genio, créame, pero tiene muy mala suerte; no le sale un trabajo a medida ni aunque se levante temprano. Si usted hiciera el favor de enseñarle algo de su ciencia, igual se labraba un porvenir, que este oficio no va a desaparecer nunca, vengan los tiempos malos o buenos. ¡Andan tan escasas las ocasiones para procurarse un curre!. Mire que lo más que le ha salido en diez años ha sido el enderezar puntillas a base de martillazos, y eso, hay que comprender que no es para un muchacho con aspiraciones. Esto que usted hace seguro que lo aprende enseguida. Es muy apañado.
El hombre del colchón al hombro, jadeante, le respondió al oído:
-Ustedes creen que lo mío es fácil y que lo puede hacer cualquier monigote recién salido de tetas. Diga a su hijo que se entrene a solas, que es como se coge fondo, o que haga simulacros con una gallina, o que se matricule en la «Academia Erosí», como hizo un servidor, donde aprenderá gimnasia fornicante, prácticas blédicas de retención oportuna, y localización integral de zonas aptas, que es la asignatura fuerte en la que los alumnos caen como moscas, aunque también hay que decir que el que la pasa, roza el doctorado. Llegan muy pocos. Una proporción lamentable se queda en medianías. Yo trabajé duro para sacar mi tesis adelante. Por lo demás, una vez aprobado, se saca una licencia en «Actividades Intensas», se pagan religiosamente los módulos trimestrales y sin más, o bien se pone gabinete fijo o se mete uno en la aventura de ejercer la profesión en plan ambulante. Yo lo prefiero así; me gusta ir en busca del trabajo, no esperar a ver si viene. De eso traté en mi tesis: «Introducción a las diferencias intrínsecas entre lo privado y lo público en el ámbito denominado spíritu fornicationis adulterine», título que parece el de un discurso político, pero que trata de esto que estamos haciendo usted y yo en este instante. Me dieron sobresaliente.
La mujer le aprisionó la cara entre sus manos y le clavó una mirada brillante, emocionada:
-Le pido por lo que más quiera que lo haga su aprendiz. Deje que se moje de su sapiencia; ya habrá tiempo para escuelas y mandangas. Llévelo por esos mundos y que se haga un hombre de bien.
La cola se impacientó:
-Menos parlamento y más salsa, que nos dan las uvas.
Los hombres que observaban respondieron a favor de obra:
-Cada trabajo exige sus reglas; él sabe lo que hace; es peor si lo ponen nervioso.
-Me han dicho -insistió la mujer bajando el tono-, que a la Academia se va a pasar el rato y a por el título, pero que lo que vale fetén es la práctica; que en las aulas no se sale de dibujos y tonteras. ¿Es así?.
-Perdone, señora, pero las protestas arrecian. Póngase en postura y dejemos la conversación para otro momento. Lleva usted más tiempo del normal, las otras van a querer lo mismo y yo de mis ocho horas reglamentarias no pienso pasar, que la familia requiere también sus atenciones.
-¿Y cómo se porta usted en su casa? -apuró la mujer.
-Me va a costar un disgusto con las demás, pero le contestaré. Allí hay vecinas que suben a cualquier hora a pedirme un servicio, y mi mujer, al ver que son amigas, como es tan buena, me convence y me hace cumplir con ellas en su nombre. Son casos contados; hay veces que las acompañan los maridos, a los que conozco de toda la vida, y mientras ellos se sientan a ver la televisión, yo hago mi trabajo. Si hay partido de fútbol me dicen:
-Sin prisas ¿eh?.
-Está bien -cortó ella-: Termine conmigo, pero prométame bajo palabra de honor que le dará una oportunidad a mi niño.
El hombre del colchón al hombro remató los veintiún servicios pendientes, relió su blanda herramienta y se recostó en la pared a apurar un cigarro de petaca. Al par de fumadas apareció la mujer por la esquina con el hijo de la mano y un hatillo con ropa:
-Aquí se lo traigo. Se llama Cuquito. Tengo otro mayor, el Mono, pero ese ya tiene su porvenir resuelto con una novia modista que se ha echado.
Y sin dar tiempo a que el hombre le tendiera la mano para saludarlo, el muchacho cargó el colchón a sus espaldas y empezó a caminar hacia la brecha recién abierta, esperanzadora, de su futuro:
-Usted dirá, maestro, qué camino he de tomar -dijo sin volver la cabeza.
El hombre del colchón al hombro no supo qué hacer ante tan clara muestra de vocación; se limitó a pisar la pava del cigarro y a escupir; hasta que al rato, vencido, respondió sin perder el tono amable:
-Mire, señora, esto no se consigue a la fuerza de la noche a la mañana. Sea como usted quiere, pero sepa que me pone en un compromiso; me convierte en empresa cuando yo sólo era autónomo. ¿Y si su niño tiene un accidente laboral, un extraño repeluco, un esguince, un melodrama espiritual en mitad de un acto, un queseyó?.
Tan decidida fue la actitud del mozo, sumados los estímulos maternos, que el hombre del colchón al hombro se encontró de repente hablando solo en mitad de la calle, ya que la mujer desapareció al tiempo que el colchón doblaba la esquina a lomos del aprendiz impuesto por la celosa madre. El hombre no vio más horizonte que seguirlo, a la vez que daba con su voz norte de su alejanza:
-¡Niñaaaa! ¡El follaooor!.
Luego musitó:
-A ver cómo sale esto.


III

El horario de trabajo era flexible, siempre que no se traspasara la linde de la jornada laboral. Dependía más que nada de si el cielo derramaba lluvia o sol. Caso de estar el suelo mojado podían tender el colchón en cualquier portal, pero no era cosa: la gente que no pretendía disfrutar de ningún servicio pasaba por encima de la pareja en ciernes y hasta había quien se dejaba caer con disimulo sobre ambos, que más de uno y de una, con la excusa del resbalón, se permitían revuelcos a tres bandas en el colchón a ver lo que caía gratis, que hay quien está a la que salta, con el consiguiente alboroto de la gente de la cola, que a la mínima se erotizaba liberando improperios más al uso de campos alunados que de vías públicas.
De una u otra forma, la sabia nueva incorporada al quehacer del hombre del colchón al hombro, no tardó en dar frutos:
-Maestro, -le dijo un día el aprendiz-, esto de llevar el colchón a cuestas durante tantos años le ha dejado el gesto como de ir buscando algo por el suelo constantemente. Yo quiero seguir sus pasos en aquello que sea bueno para mi porvenir, y lo de cargar peso no lo es, pues me va a doblar el cuerpo como una alcayata, que es lo que diría mi madre. Vea esta parihuela que he construido con tablas viejas, a la que he puesto cuatro patas que servirán de aislante como de varales para el transporte. Compruebe que si la colocamos debajo del colchón, además de no ensuciarlo del roce con el suelo, le va a permitir trabajar sin sufrimiento ni humedad así llueva o nieve; y no sólo he previsto su tela y su borra impermeables, sino un paraguas gigante añadido para que ni usted ni la clienta se mojen mientras. ¿Qué le parece?
El hombre del colchón al hombro lo escuchó atento, observó el artilugio, se tendió en él, hizo movimientos de experto probando su resistencia y quedó sentado al filo rascándose la barba.
-¿Sabes, chaval? -le dijo-, tu madre tenía razón; con tan poco tiempo como llevas a mi lado acabas de revolucionar el oficio, hasta ayer artesanal, hoy con tecnología incorporada. ¡Qué cierto es que la evolución no hay quien la pare!.
El aprendiz se turbó por el halago; y el hombre del colchón al hombro, de pronto, se sintió la mar de viejo.

IV

La parihuela mágica se enriqueció en pocos meses con un cajoncito para llevar dineros, papeles, licencia, tabaco, mechero y así caminar con desahogo, uno delante, otro detrás. Y a la suma de experiencias, el aprendiz añadió un día cascabeles a lo largo de los varales, de manera que, al paso, parecía una procesión con banda; sin contar con que, en el momento de realizar los servicios, el tintineo iluminaba de alegría el barrio, tanto, que las colas se contoneaban haciendo ritmo durante la espera, y hasta hubo quien sacó al poeta que todos llevamos dentro para recitar sus versos al compás del ruido:
Cuánto marimeneo
tiene esta calle.
Se lleva todo el día
dale que dale.

Asombrado el respetable de las novedades incorporadas por el aprendiz, empezó a aplaudir su presencia y a exigirle más, momento en el que el maestro entendió que el día de darle la alternativa había llegado inexorablemente:
-Mira, muchacho -le dijo en tono paternal-, ya que hoy nos toca tu barrio, quiero que pongas en el asador cuanto sabes por ti mismo y lo que hayas aprendido de mí. Harás un servicio tú y otro haré yo, sin agobios, que yo remataré las faltas que puedan surgirte. Lo importante es que ninguna mujer se levante peor de lo que se acostó, porque para ese viaje, no hacemos falta nosotros. Sobra con sus maridos. Ya conoces la técnica; me la has visto hacer miles de veces. Y mientras tú vas en turno, yo cobro y viceversa. Creo que tu madre tenía razón: llegarás lejos.
-¡Con usted, hasta la muerte! -exclamó el mozo emocionado.
-Te lo agradezco de corazón, pero quiero que sepas que en nuestro oficio no se muere, sino que se follece, que es lo mismo que decir que morimos en acto de servicio, como dijo el filósofo Abelardo. Así que, ahí llevas mi bendición y mi abrazo.
Al presenciar la tierna escena la madre lloró, contagió a la cola y ya nadie quiso echarse en el colchón de la parihuela en estado tan triste, por lo que el maestro y el aprendiz se tendieron solos a esperar al ver que aquello tomaba tintes de duelo más que de gozo. Hasta que una mujer que tenía prisa se atrevió a hacerle un hueco al placer:
-¡Ea, me pongo yo, que tengo la comida en la lumbre y aquí estoy, mano sobre mano!.
Y así se inició la ronda; una vez, el hombre del colchón al hombro; otra, el aprendiz, viendo aquél, con nostalgia de su mejor época, de qué manera sus servicios de titular pasaban sin pena ni gloria, mientras que los del aprendiz eran vitoreados hasta el escándalo. En esto estaban cuando se acercó un guardia, que observó el cuadro, mano al mentón:
-Este chaval tiene un gran porvenir; yo sé lo que me digo. Espero que no se malogre con los vicios de esta juventud que no sabe hacia donde camina.
Horas estuvieron maestro y aprendiz ahora yo y luego tú, tal fue el volumen de trabajo; hasta hubo quien hizo doblete y trilete con ambos en vez de escuchar los programas de la radio o ver la televisión, aunque una pidió al marido que le bajara una portátil para no perderse no sé qué.
Sucedió que la última mujer de la cola resultó ser la madre del aprendiz, y sin apenas notarlo, mecánicamente, el niño se dio de cara con ella, tendida, y ella con él, por tender. El hijo se asustó, se levantó de un salto y dijo al maestro:
-Le cedo el turno. No puedo.
-¿Por qué? -preguntó el hombre del colchón al hombro.
-No lo sé, pero hágame ese gran favor. Me resulta imposible. Me repugna sólo imaginarlo.
El maestro le dijo entonces:
-Ahora, y no antes, es cuando sabes todo lo que tenías que saber sobre este oficio.

V

Tras tres años de prácticas ininterrumpidas, el aprendiz se independizó del hombre del colchón al hombro y, en su irreprimible afán por avanzar en su carrera, dejó de cargar con el colchón por las calles y abrió gabinete propio de los de antesala, recepcionista, ordenador, e-mail, fax y teléfono para recibir encargos, invento que empezó a conocerse como «Creaciones Cuquito». Y para mejor cumplir con la creciente demanda contrató una flota de aprendices, hombres y mujeres, que acudían a los servicios en motos, coches o caravanas, si la clientela prefería el anonimato, que los tiempos estaban por cambiar las costumbres y lo que antes era normal ahora ni lo parecía.
«Creaciones Cuquito» no sólo cubrió las necesidades placenteras de la ciudad, sino que abrió sucursales en todo el mundo para que no quedara nadie, del sexo que fuese, sin cobertura; ciudades a las que Cuquito se trasladaba en el avión particular de la compañía a solventar problemas, pagar nóminas, organizar el prometedor futuro y, en suma, a tejer una red lo suficientemente densa de la que sólo quedaba fuera de control la propia araña capaz de haberla tejido.
Presidía su despacho un diploma apañado por una universidad, tan lejana como inexistente, junto al retrato del viejo maestro, aquel hombre del colchón al hombro al que había dejado atrás en su irresistible ascensión a las cimas, reliquia humana cuyo pregón sólo se sentía ya por barrios perdidos, como antigualla que no convocaba sino a la lástima, resistiendo el desgaste a golpe de milagro, casi a punto de follecer por la avanzada edad:
-¡Niñaaaa! ¡El follaooor!.

EL ÚLTIMO POETA

El individuo fue a la oficina del paro, cortó del carrete su número de orden y se dispuso a esperar en la cola como todo el mundo. Cuando salió en la pantalla verde el veintitrés tomó asiento f rente a un señor que empezó por preguntarle a qué se dedicaba:
-Es para ver de encajarlo en algún empleo -le dijo:
-Soy poeta.
-¿Poeta? -extrañó el que lo atendía.
-Poeta, sí, de los que hacen versos.
El funcionario, lejos de ampliar su asombro, se inclinó sobre la mesa para confesar:
-Yo también lo soy, ¿sabe?; pero ambos sabemos que la poesía no da para vivir.
-No importa -respondió el individuo-; es que yo no sé hacer otra cosa. Es más -añadió-: ni quiero hacer otra cosa.
El otro resopló dando golpecitos en la mesa con el bolígrafo:
-A ver qué podemos hacer. De entrada, vamos a rellenar el impreso y después buscaremos qué es lo que más se parece a su actividad.
Mientras escribía al dictado nombre, casa, santo y seña del individuo, valoró:
-...lo que se dice por libre es difícil ese asunto de la poesía, a menos que se llame usted don Federico García Lorca o algo por el estilo; lo que sí le digo, como sugerencia particular, es que puede haber plazas vacantes de poetas oficiales, que suele darse el caso por las dimisiones de los disconformes; son sitios con poetas fijos atornillados al suelo, y uno más o menos nadie lo va a notar. Lo que pasa es que en eso no lo podemos ayudar desde aquí. Tiene que ser el propio interesado quien se lo procure.
-¿Y qué hace falta para ser poeta oficial?
-Nada.
-¿No piden obra hecha o curriculum poético vertical?.
-No. Basta con que tenga un conocido dentro y casi de inmediato lo ponen a usted al frente de una colección de libros o de una revista literaria. Garantizado.
-No sé -sonrió el individuo-; me da cosa presentarme por las buenas y que por caer bien a alguien me endosen una responsabilidad sin haber demostrado nada. Yo no soy de esos; soy poeta a secas, de los que escriben versos, sin adhesiones inquebrantables, ni favores de toma y daca.
-¿Qué quiere que le diga? -asintió el funcionario-; comparto su postura, que me parece justa. Lo único que he pretendido ha sido orientarle, porque así, al menos, publicaría usted alguna cosita, ya me entiende, para leerla en la camilla a la familia.
-No es precisamente un estímulo.
-Es una sugerencia. Lo seguro es que yo no puedo ponerle en la casilla del impreso lo de poeta. Fíjese que, a pesar de haber poetas oficiales, oficialmente es un oficio que no existe.
-No existe o no cabe. Pero no tengo otro. Soy sólo poeta.
-Bueno está; no se incomode conmigo; como algo hay que poner en el impreso, le propongo incluirlo en «varios», en «diversos», o en «indefinidos», a ver si por ahí encontramos alguna salida. Lo otro se lo busca por su cuenta, pero no eche en olvido lo de las plazas de poeta oficial, que ahí tiene su parcelita de poder y eso en la comunidad de vecinos se valora mucho hoy día.
-Gracias, pero cuando quiera ir de la nada a la nada ya me inventaré una fórmula más divertida. Por ahora pienso seguir con mis versos a la espera de días más claros. Con ello, no hago daño, ni gasto dinero de nadie.
Ambos se levantaron para estrechar sus manos.
-Le avisaremos de lo que salga -se despidió el funcionario.
-Creo que no ha sido una buena idea venir -reflexionó a media voz el individuo.
-¡El veinticuatro! -sintió decir a su espalda cuando alcanzaba la puerta, al tiempo que la pantalla verde marcaba el número.


DOENÇA

En la isla de Inái, ahora envuelta en lluvia, lugar de marineros curtidos -no marinos de salón-, tenía un zampuzo el Portugués en una de las casas que daban al agua, paño de fachadas a restallar de colores bermejos, ocres y verdes para que se vieran desde lejos. A los umbrales salían mujeres al atardecer., mano a la frente, a ver los barcos venir, mientras por las chimeneas se escapaba el humo dibujado. El Portugués clavó un día en la puerta del zampuzo un letrero que decía: «Cerrado por motivo de doença», y desapareció. A la hora de caer el sol, los marineros reunidos para hablar del espadarte que engañó con su brillo, o del marrajo que mordió las redes, lo leyeron. Estaban hechos a las espetas de pescado que el Portugués doraba al carbón en su anafre, a su vino nuevo, a su compaña. ¿Qué tipo de doença era el motivo que lo llevaba a cerrar la puerta ese día?. Alguien dijo haberlo visto de últimas por el malecón del muelle, cuando el mar lamía la roca con la indiferencia de los dioses, pero al buscarlo en el agua sólo hallaron ondas camino de su infinito. No dio respuesta a los gritos que se lanzaron desde la cornisa. El Portugués había dicho adiós a todo; un adiós mudo expresado en su mirada triste, en las arrugas cinceladas del rostro; un adiós repensado que le dio cara cuando le dio cara, que estas cosas no maduran en un soplo, sino que las engendra un dolor, echan raíces en el alma y brotan en la angustia hasta que la hoz maldita siega los latidos. A los ocho días contados el mar vomitó su cuerpo y nadie se preguntó en el silencio que se hizo a su alrededor lo que ya estaba dicho en el cartel: «Cerrado por motivo de doença», aunque nadie hubiera entendido entonces el verdadero sentido de «cerrado», de «motivo», y de «doença».


APLAUSOS

Antes de entrar al examen para opositar a la plaza de «Aplaudidor» se entretuvo en repasar el programa. Empezó por la lección 4: «Aplausos de compromiso», que indicaba poner la palma izquierda hacia arriba y dejar caer la derecha serenamente sobre ella, como quien queda bien sin estar convencido. La lección 5 recomendaba sentarse en todas las primeras filas de los actos para al f inal ponerse en pie, como si tuviera un resorte en semejante parte, y alargar los brazos hacia la mesa presidencial dando palmas verticales envueltas en una sonrisa de oreja a oreja. La 6 trataba del palmeo cansino con las mollejas de las manos, como majando los conceptos básicos del discurso recién escuchado. La 7 incluía aplauso nervioso y expresiones habladas como «¡Bien!», o «¡Bravo!». La 8 estudiaba el palmeo a una sola mano en una espalda de superior rango, que más debería parecer caricia o quitapolvo que golpecitos. La 9 enseñaba a aplaudir en los concursos de la televisión según el regidor ordenara: «¡Aplaudan ahora!», aunque el espectáculo más que palmas mereciera lástima. La lección 10 aconsejaba practicar el palmeo con música, ya fuera en el cursileo ritual con valses de inicio de temporada en Viena, o en las juergas tabernarias de cante flamenco en Cádiz. La 11 describía el arte de palmear al camarero de un bar para pedirle determinada consumición. La 12, las palmas cortas para poner fin a una discusión: «¡Ea!, se acabó la cosa, cada uno por su camino!». La 13, la solitaria palma del bromista cuando la víctima andaba ajena y él le espetaba con una palmada seca: «¡Te cogí!», cosa también la mar de apta para ahuyentar chivatillos de casta. La 14 detallaba las palmas de manoseo de sí mismo junto a la frase: «¡Qué cargo me ha dado mi vecino de escalera; a ver lo que me dura! ». La 15 se centraba en las palmas acaloradas callejeras al paso de un coche preñado de importantes...
Inmerso en el repaso se encontraba cuando la palmada del bedel del Aula Magna lo convocó al examen:
-Señor aspirante a «Aplaudidor» -se pronunció el Tribunal sólo le haremos una prueba y será definitiva: aplauda sinceramente algo que le haya entusiasmado en los últimos años más allá de los manidos tópicos al uso.
Quedó rígido, dejando que el escáner mental rebuscara en su cerebro algo verdadero para responder. Y al no encontrar nada, prefirió que pasara el tiempo y dejar para la siguiente convocatoria la lucha para acceder a la plaza deseada.
La maldita condición de «aplaudir sinceramente» había anulado toda su excelente preparación porque, más allá de las lecciones del Manual, estaba convencido de que un aplauso no significaba otra cosa que la compra-venta de algo a precio tasado, circunstancia que hacía imposible cualquier entusiasmo que pretendiera alcanzar categoría de «sincero».

AL ANDALUS


Coincido en un aeropuerto con universitarios de Rabat que viajarán pronto a España para identificar las rutas que trazaron los árabes desde que la primera patera cruzó el Estrecho en el 711, vieja tierra peninsular a la que llamaron Al Andalus, nombre que queda como sinónimo del ámbito de su influencia cuando en 1492 Boabdil entrega las llaves simbólicas. Si bien la Península pasa a nuevas manos, tanto tiempo de convivencia, en paz o en guerra, tallan huellas que, disimuladas unas, a la vista otras, permanecen: alcázares, cocina, cantos, danzas, costumbres, palabras, riegos y un sin fin más que colman su legado.
Este grupo del aeropuerto pretende centrarse en los caminos, abiertos o naturales, que hicieron posible esta fusión de culturas y de comercio en Andalucía, y, para hacer más grata la espera, nos ponemos a recordar, por ejemplo, el de las Alpujarras y el de León el Africano, desde Granada a Almería, por el interior y por la costa. El de Münzer y el de Ibn alJatib, desde Granada a Murcia por distintos sitios. El de Ibn Batuta, desde Málaga a Granada. El de AlMutamid, desde Granada a Sevilla, con su salida por Huelva hacia Portugal. El de los Almohades, desde Granada a Jaén, puerta de Castilla. El de del Calífato, desde Córdoba a Granada. El de Al-Idrisi y el de los Almorávides, desde Algeciras a Granada, y otros tantos que entran en Portugal, o siguen la sombra de las caravanas, en Marruecos, o el de Abd al-Rahman, que llega a Damasco.
El conjunto de huellas que surgen en estas rutas sobrepasa lo que pudiéramos imaginar. Aparte de un sin fin de mezquitas, pensemos en la Alhambra, en Medina Azahara, Generalife, Albaicín; los pueblos surgidos a raíz de las conducciones de agua, los artesanos de la arcilla, como en Alfácar (ya en el siglo X al-Faijar: alquería del alfarero) ; la gran acequia de Aynadamar; Güevejar, en el descenso a la Sierra de Arana, o La Yedra, plagada de arquitectura popular conservada desde la época de Ibn al-Jatib. Los baños árabes de Cogollos. Colomera, con su nombre latino: columbarium, palomar, y su fortaleza tomada por los Reyes Católicos en 1486, desde donde la guarnición castellana acude en socorro de Boabdil, cercado en el Albaicín por su tío, El Zagal. Pinos Puente: Puente de Pinos, que levantan los árabes en el siglo IX, con su tres arcos de herradura y torre defensiva, hoy Capilla de la Patrona. Priego: con su castillo. Espejo, Specula con Fernando IV: la antigua Ucubi, para el AlAndalus, al-Calat, con su cocina dulcera a base de mostachones y cuajados, roscos de vino y perrunas. Moclín (fortaleza de las pupilas), nacido con el reino Nazarí, atalaya de la Vega, con doble muralla. Alcalá la Real (realeza de Alfonso X), poblada por los Yemeníes en el 713, después por bereberes, muladíes y mozárabes, con su fortaleza de la Mota y sus platos a base de perdiz emcebollada, jarrete con zanahoria, hojaldres o higos de monja, aparte del licor arresolí. El Castillo de las Águilas, del que apenas queda la planta y el puente sobre el río San Juan. Alcaudete, entre Córdoba y Jaén, Al-Qabdaq, que toma el Cid en 1085, aunque cambia de manos a cada poco, con platos como el potaje de ciruelas y orejones o las albóndigas de gallina. Luque, tan propio hoy para vuelos de parapente, con las piedras del castillo de Mohammed I, del siglo IX. Añadamos la Sierra Tiñosa, de kilómetro y medio de sima, o la Cueva de los Murciélagos, en Zuheros, o Baena, en dirección a Córdoba, pueblo de las cofradías rivales de judíos cojinegros y judíos cojiblancos, además del barrio Almedina, sus paños de muralla almohade, la Casa Tercia, o pósito, y su sopa de pescado con naranja amarga, el pitarque de huerta, los potajes de verdura, los roscos de limón o los panes de cortijo.
Al fin, horas de espera en un aeropuerto perdido, tiempo que llenamos hablando de algo lejano en el tiempo como el recuerdo de la primera patera que cruzó el estrecho en el año 711, y en la distancia desde el lugar donde estábamos: Bangladesh, 6 de la mañana.
Quedamos en vernos en Granada un día para iniciar juntos alguna de esas rutas, y en ir a Tarifa, a Almería, a todos los sures receptores de criaturas desde que ese año de 711 empezaron a cruzar el Estrecho (que lleva el nombre de Tarik) en pateras al calor de un reparto más equitativo, del señuelo de un mundo ¿mejor?. Más o menos como hoy.
En esto estábamos cuando llamaron para embarcar, y el debate, que empezaba prometedor, quedó pospuesto para cuando echáramos a andar juntos por cualquier lugar de Al-Andalus.

Manuel Garrido Palacios es autor de extensa obra tanto en antropología, cinematografía y folklore. Como creador ha entregado a las imprentas El Clan y otros relatos (ed. Calima, 1998)y Noche de perros (ed. Abelardo Rguez, 1999). El retablillo se publicó por vez primera en la colección Tabula rosa (Fuenteheridos, 2001). El resto de relatos son inéditos.


Manuel Garrido Palacios

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