PERDICES


Para Aurelio Fernández

Como todos los días, Salvador Lafontaine cuelga sobre el muro la jaula de perdices y nada le importa que desde hace cuatro años, cuando aquellos días de helada que lo quemaron todo, ya no haya perdices, porque él las sigue escuchando y no admite la menor réplica sobre el asunto. El día para él transcurre de esa forma, es decir, al lado de la jaula, trajinando sobre las varetas de olivo que en sus manos diestras parecen más bien mantequilla o juncia. Un artista de eso, y a ver, a ver qué daño hace. Salvador Lafontaine no se mete con nadie, dicen que por no quebrar el trajín de sus perdices, que se pasan el día refiriendo historias de esos lejanos países que vuelan en la noche.
Los domingos, todos los domingos sueltan por el pueblo dos autobuses llenos de turistas que se llevan el áspero aceite del molino, embutidos caseros, quesos sudados, piñonates y tortas del Carmona y con un poco de suerte las cestas de Salvador Lafontaine, que él cuelga de cualquier forma en el mismo clavo donde los otros días reposa la jaula perdicera. Él de eso vive, de eso y de la paguita de treinta mil pesetas que le sacó Mariano el del ayuntamiento cuando lo dejaron solo en este mundo y a ver de qué se iba a valer. De eso, quiero decir, y de escuchar durante horas sus perdices, temiendo que llegue la noche y al descolgar la jaula descubra que han volado.


UN MILLÓN DE PALOMAS

El horizonte, de pronto, se le cubrió de palomas formando un tenebroso círculo. Nadie en su caso hubiera creído que se trataba de un espejismo. Era Laura quien lo decía, quien me lo decía a mí, que miraba y, de verdad, no veía más que un cielo largo, moteado por esporádicas gaviolas y algún que otro cormorán. Pero Laura, niña, le suplicaba y le suplicaba: Dí ¿son palomas? ¿Es que no las escuchas?, ¿no las ves? Entonces comenzó a moverse la grúa y la cabeza se me volvió a llenar de ruidos, como cuando me encontraron escondido en el bidón, pero todavía no eran palomas ¡qué iban a ser...!
Lo haces pa conformarme -dije-, y ella se quedó muda y me apretó mucho la mano, para que yo sintiera en el calor de su mano la contestación que no me daban sus palabras.
--De verdad, Lorenzo, eran palomas.
--¿Cómo que eran? ¿Ya no son?
--Son, pero se fueron.
--¿Se fueron?
--Sí.
Y caminamos un buen trecho desde el castillo hasta La Caleta con el pensamiento anublado, sin decirnos nada, como cuando hace mucho frío y la tía Loreto te pone la bufanda en la boca y te dice que no hay que hablar, que las enfermedades vienen de abrir mucho mucho la boca. Durante todo el tiempo supe que Laura estaba llorando, pero no me atrevía a preguntarle más.
--¿Te gustaron las palomas?, me decidí a preguntarle al cabo de un buen rato, con voz temblucona.
--Mucho.
--¿Las contaste?
--Cómo las voy a contar, eran muchas. Lo menos un millón.
Y la cabeza ¡qué suerte! se me llenó de golpe con un millón de palomas, que revoloteaban por todas partes, llenándome de plumones y cagaditas, que picoteaban la carne por de dentro y no hacían daño, ¡ca!, qué iban a hacer. ¿Las ves, las ves, las estás viendo? Eran tantas que se me salían por las orejas y por la nariz; planeaban invisibles como nunca hacen las palomas y enseguida se posaban sobre las palmeras del paseo y se unían a las otras palomas, las que venían a nuestras manos a comer migas y lentejas hace tiempo. Andaban por los bolsillos y por los zapatos y aleteaban dentro, sin tocarse, lo juro, de tejado en tejado, por toditos todos los caños de la sangre y mucho más.
¿Pero un millón... un millón de palomas -le pregunté sobresaltado- no son muchas palomas para que quepan en un cuerpo?


FACHAS (1936-¿1975?)


Contó con pelos y señales cómo lo habían atado a un palo y cómo la multitud lanzaba piedras y más piedras contra él. Una de ellas le alcanzó en el rostro y ya no sintió nada.

Debieron ser muchos, me confesó algunos años después. Treinta millones de piedras no las tiran sólo cuatro idiotas.


EL ÚLTIMO FANTASMA

No hace ni un par de días que liquidé al último fantasma. Tres meses para acabar con un solo fantasma, lo sé, no es lo que podríamos considerar un éxito, pero si tenemos en cuenta que muchos de nuestros más competentes profesionales habían fracasado en el intento y que nadie daba un solo duro por mí, comprenderán que me sienta cuando menos orgulloso. Se trataba de un fantasma astuto, discreto, escurridizo, que gustaba volver tarumbas a sus perseguidores.
Informado de los antecedentes, me lo tomé con calma y, tras sopesarlo mucho, planteé mi propia estrategia, que consistía mayormente en ser yo quien tomase la iniciativa, no corriendo tras él, no poniendo trampas por las habitaciones, ni minas en el jardín, como habían hecho mis predecesores. Determiné, pues, una táctica de desgaste, de nervios, de hacer continuamente lo contrario de lo que se esperaba de alguien como yo.
Confieso, sin embargo, que no sé hasta dónde me corresponde el exclusivo éxito de la operación.
Lo maté mientras me ejercitaba en la ballesta, un arma que según todas las estadísticas ha sido relegada en el abatimiento de fantasmas. Comprendan mi estupor al ver que la flecha se detenía súbitamente en el aire, que al instante se formaba un charco de sangre en el césped.
Sólo tras observar con más detenimiento el charco me persuadí de que aquella flecha tal vez no había dado en su blanco por azar.
También -pensé-, también los fantasmas se suicidan.

TAN AMIGOS

Creía conocer bien a Lizardo. Asistíamos al mismo dentista, al mismo cardiólogo, al mismo gimnasio y hasta tuvimos una amante en común (no daré nombres). Había trabajado con nosotros en dos o tres casos últimamente y al acabar nos pasábamos horas charlando sobre cosas que nada tenían que ver con el trabajo. Alguna vez incluso habíamos viajado juntos y compartido asientos, salas de espera y alguna que otra farra nocturna bajo el trópico. Creía conocerlo, digo.
Lo conocía y aun así me dejé embaucar aquella noche. Con su labia de ex-vendedor de enciclopedias no tardó mucho en ponerme en situación y aunque al principio puse todos los obstáculos posibles, su probada terquedad me fue vaciando poco a poco de argumentos. Es el caso que aquella misma noche concertamos la estrategia y los detalles del encuentro, que se haría a las ocho del día siguiente y en mi casa, para que yo no tuviera muchas molestias. Conociéndolo como lo conocía me causó mala espina que se presentase tan puntual y tan dicharachero. "¿Qué?¿ Cómo me ves?, me dijo sonriendo desde el quicio de la puerta. En casa, con unas copas, hablamos distendidamente del asunto, pero aunque lo intenté, no conseguí convencer de que aquello era una barbaridad y que guardaría silencio, que lo tomaría como una broma, una confidencia entre amigos, pero él ni siquiera se inmutaba. Perdida la guerra, todavía opuse alguna resistencia a acompañarlo, arguyendo que con las copas que había tomado ya habría rebasado el límite, pero el ya daba por zanjada la cuestión de mi presencia, pues sin mí, su aventura no tendría ningún sentido. Por eso debería dejarlo hacer y tomar nota mental de cuanto ocurriera.

-- Esas cosas -dijo- comprometen. Mañana puede que cada uno siga caminos distintos, pero este es un regalo que yo quiero hacerte.

Y nos tomamos otra y otra copa de un armagnac que un cliente me había traído de Francia. Yo incitaba a Lizardo por ver si aquello cuarenta grados lo devolvían a la cordura, pero lejos de eso, y a pesar de algún guiño melancólico, Lizardo redoblaba su seguridad y su entusiasmo.
-- Está de cojones, tú. Dónde coño te haces tú con estas cosas.
-- Amigos que tiene uno.
-- Ah, cabrón.
Llamamos a un taxi y nos pusimos en camino. Recé para que se quedara dormido, pero aún con la lengua estropajosa, se empeñó en discutir con el taxista los últimos fichajes del Málaga y la violencia en las escuelas. Ya en la puerta del local se echó hacia atrás el flequillo (las manos le temblaban débilmente) y se ajustó la corbata moviendo mucho el cuello. Todo o casi todo estaba perdido. Había llegado hasta allí esperando que se me viniera abajo con cualquier excusa, que al final no fuese capaz de atravesar la fatídica puerta.
Fue así que no hubo más remedio que jugarse la última carta, la definitiva. La había pensado en casa, pero se me hacía muy muy difícil que el asunto pudiera llegar tan lejos. Como se me da bien exagerar las copas, me tambaleé un poco a la vista del portero y sin que Lizardo me viera le envié un gesto entre despectivo y cariñoso a aquella especie de mastodonte uniformado. El portero reaccionó exactamente como yo esperaba, e interponiéndose, nos denegó categóricamente el acceso, al tiempo que señalaba la plaquita (derecho de admisión reservado. La empresa), lo que hizo protestar muy educadamente a Lizardo, que exhibía las recién sacadas entradas. Ya con el pulso casi ganado, y para hacer ver a Lizardo que estaba de su parte, me encaré con aquel gorila, que la fatalidad hizo que fuera un pesomedio algo más que sonado, que no se lo pensó dos veces antes de echar mano de su viejo vademécum de box, así que cuando quise darme cuenta estaba en el interior de otro taxi, sangrando como un toro, y luchando contra la cantinela del taxista: "por lo que más quieran, no me manchen ustedes los asientos, que son de pelo".
El hospital era una juerga con mi nariz partida y la mandíbula a su aire, sonando como una matraca. Al rato de estar allí aparecieron dos policías que pusieron el acento solemne a la noche, con lo que vinimos a saber que el gorila era un experto en echar abajo tabiques nasales y descuajaringar clavículas.
Tres días horribles de hospital y me incorporé al bufete con la cara echa un verdadero cristo y con un cargamento de nolotil en el estómago. No llevaba dos horas en el despacho cuando sonó el teléfono. Era el bueno de Lizardo, que me pedía disculpas por haberme dejado solo en el hospital, con todo aquel barullo y aquel dolor, pero, bueno, lo mío no debía ser gran cosa si tan pronto me habían dejado salir e incorporado al yugo.
Pero te tengo que decir algo, dijo como al socaire. También yo sé devolver los favores, tú: he hablado con el toro ese del portero, que es buena persona, aunque está visto que se le va la olla. Pero, descuida, le he hablado bien de ti y por él la cosa está más que zanjada. Si quitamos la denuncia él nos dejará entrar. Tan amigos.
¿No es la polla?

 

Manuel Moya
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