DON CAMILO , QUÉ PERSONAJE


Muchísimo más difícil y rentable que la invención de un personaje novelesco de garantías, resulta la creación del propio escritor como personaje. Aristófanes, Petronio, Wilde o Byron son, sin duda, los mejores personajes creados por Aristófanes, Petronio, Wilde o Byron, los únicos, además, que han sido capaces de guardarles un sitio calentito en la cacharrería literaria del tal Bloom. Flaubert, que creó una de las heroínas más emblemáticas y perdurables del siglo XIX, jamás cayó en la cuenta -tan ensimismado y ciego andaba en sus innumerables notas- de crear de sí mismo un personaje a la altura de su talento literario, y de ahí que casi nadie recuerde al minucioso normando, si no es por la señora Bovary y más recientemente por su loro.
Hace tiempo que Don Camilo, a lomos de su castizaje, más teatral que vívido, a expensas de las muchas y procelosas habilidades de su esfínter, se descubrió a sí mismo como el mejor de sus filones, y desde entonces no ha dejado de sobreexplotarlo hasta el delirio. No sé cuántos españolitos se han fajado en las negruras de su Pascual Duarte, ni cuántos otros han husmeado en las alucinaciones de Oficio de tinieblas-5 (esas dos grandes novelas), pero son pocos, desde luego, los que han podido escapar a las triquiñuelas de este gallego metido en ingluras o este inglés metido en galluras, con vozarrón de niño de casa rica y caligrafía redicha de picapleitos falangista que cuenta chistes malos a propósito, por la cosa de enfatizar su mala follá, su condición de gallo anglicano en el cacareado toril de las españas, mayormente gallinero, como es fama.
Es por esto que no acabo de tragarme el último pastelazo atribuido a Don Camilo: los supuestos plagios de su novela planetaria. Él mismo, hace de esto medio siglo o así, difundió la pítima de que La Familia de Pascual Duarte no era obra suya, sino que se la había arrancado a un ajusticiado republicano, extremo que éste, claro, nunca tuvo ocasión de desmentir. Aquella revelación apócrifa, acentuaba, qué duda cabe, el patetismo de su novela, ya suficientemente patética, que indagaba con tanta arrogancia y sabiduría como oportunidad en el sobreexpoliado filón de las negruras patrias.
No trato con lo dicho de execrar la solvencia narrativa del gallego, sino discurrir sobre las mascaradas de este personaje a medio camino entre el clown y el aguafiestas, entre el maestro que se faja en los cuernos y el picador resabiado. De este gallego no hay cristo que no tenga formada una opinión, pregunten si no al último muchachote optimista y tal del Gran Hermano, o al boy visionario que se lo monta en las salas del Paralelo barcelonés saliendo de una tarta o de una chistera. Hay que admitirlo, Cela es menos celebrado por su Nobel que por sus cuescos, más por sus pataletas cervantinas que por su Cervantes, más por su ensoberbecimiento y por sus novelerías que por sus novelas frecuentemente soberbias, lo cual es un mérito que nadie debe regatearle.
No sabe Cela pasar inadvertido y no hay temporada que no nos recuerde su genio y su figura, ya, es cierto, un poco pasada de vueltas. Unas veces cualificando de maricones y chupasombras a todos los poetas, otras haciendo de cabo furriel en el reparto de un premio de pedigrí, otras soliviantando al lorquianismo por su plumerío y su cosa, otras acogiéndose a la extrema arrogancia del plagio, que es siempre la arrogancia del pez martillo comiéndose al chanquete.
El cartero Don Camilo, luego de que los suecos y los peperos lo embutieran en levitas y flatulencias, está que se sale, y no contento con acollonar a las pusilánimes ursulinas, se nos echa ahora a los caminos para sisarle unos renglones a la primera pipiola que le sale al paso. Genio y figura. Pues eso.

 

Manuel Moya