La lectura de esta obra de Ezequías Blanco (hombre
de oficio, catedrático de Lengua y Literatura y director de la brillante
y continuada revista literaria "Cuadernos del Matemático")
resulta, además de enriquecedora, sorprendente. Compuesto por tres
libros, el volumen que se nos ofrece brilla por su diversidad formal y temática,
así compagina verso y prosa, metros breves con otros más largos,
composiciones extremadamente escuetas con otras prolongadas, motivos amorosos
con reflexiones filosóficas, acaeceres cotidianos con sucesos especiales...
Quizá si algo puede definir este conjunto, ello sea el levemente nostálgico
registro del paso del tiempo, recogido tanto en el transcurrir como en la
inmovilidad aparente de ciertos instantes, y el polimorfismo experimental
y vital de cada texto.
La construcción del tono lírico junto a la sutil ironía
con que describe sentimientos, emociones o hechos, hacen de la obra un mundo
personal, a la vez que sugerente. La variedad de propuestas, sin embargo,
no oculta un yo poético lúcido y sensible, que entre tradicional
y vanguardista, manifiesta su disconformidad, su rebeldía ante el lenguaje,
la sociedad e, incluso, el hecho literario burocratizado, servil a concesiones
comerciales o mediocridades populistas.
El primer libro, "La morada sin ángeles", dividido en dos
partes, "Fugas" y "Diálogos lógicos" puede
aparecer como ejemplo de algunas de las afirmaciones anteriores: afán
metafísico ("pues nada sirve por su necesariedad... incurable
la contravida por desconocimiento terapéutico apropiado", pág.
11), toque sarcástico ("Ayer trajo desollada la conciencia..."
pág. 12), existir absurdo ante el paso del tiempo ("... de días
todos largos iguales o distintos por cambios de vestido de peinado para ella
y sus muñecas y sus perros", pág. 13; "Sábado
que es martes ya pasado y el ayer ahora susceptible de cambio por mañana",
pág. 19), escritura metafórico-surrealista tirando a naif ("Por
tanto ha abandonado vientre de madre por enésima vez..." pág.
17), juegos de identidad cultural ("El origen del mito es la discordia..."
o "Nunca afirmes yo soy el que soy si no eres Yahvé líbrete
dios...", pág. 21), formas dramáticas, distribuidas en
diálogos entre esperpénticos y absurdos, con enorme fuerza neoexpresionista
("-Cómo el amor resuelto a ser eterno escondes la cabeza bajo
el ala. - No... Mientes, bellaco. Yo busco los dolores positivos. -¿Y
cómo aspiras Panderetero Alsonquetoquen hombre de ebriedad harapienta
a tocar la luna?, pág. 35).
El libro segundo, "La deuda contraída" tiene cuatro partes,
diferenciadas por números romanos y no subtituladas, pero a pesar de
la pluralidad con que está construido presenta mayor unidad que el
anterior. No obstante, sus poemas van desde la plasmación más
aparentemente simple: "Giran los soles/ arpa tranquila/ murmullo: agua"
(pág. 47) al clásico soneto, crisol de la ácida y cruda
decepción humana ("El alma está anegada de podridos/ residuos...",
pág. 70) o la más primaria y elemental alegría ("...
cada corazón es el albergue/ de una callada fiesta...", pág.
72). Esta amplitud del cromatismo emocional se apoya, a su vez, en un vocabulario
matizado, fuertemente expresivo y, por momentos, hasta simbólico.
A su vez, el libro tercero, "Veinticinco tapices", se erige en una
totalidad no dividida más que por las distintas composiciones, en prosa,
que a manera de eslabones conforman una cadena que se engarza al inicial.
Quizá constituya la sección más reflexiva de la obra
que nos ocupa, más madura, serena o equilibrada desde el punto de vista
del mensaje poético que proclama: "Sólo un mendrugo de
alas desordena la claridad y el hombre no descubre nada en sus manos que levantan
el vuelo hacia el sol agazapado" (pág. 94). Aquí, los recursos
literarios, el ritmo, la voz, el estilo, la tensión medida entre significante
y significado, la sutileza expresiva, y, quizá, las alusiones metalingüísticas
exigen, como en los libros anteriores, un lector culto y capaz de disfrutar
los cambios de perspectiva, de registro, los vaivenes existenciales, el laberinto
verbal que puede implicar la escasez o falta de ciertas puntuaciones, pero
en este caso con más reposo, con la constancia de desentrañar
mitos, claves entre la niebla del decir y el callar "de luz en luz hasta
la nada" (pág. 105), sin aceptar vivir "por temor a la muerte"
(pág. 111) y valorando la literatura, la grafía, el ser quebrado
del idioma:
"Todo está en el papel: las alas abiertas de la indolencia la tiranía de los árboles la seducción del río... Todo lo es el papel. El papel es el agua. El papel es como el agua... Por el papel somos roca en que baten los Océanos... El papel es el pájaro. Débil y frágil como el pájaro. En el papel están mis alas tus alas nuestras alas... Por el papel tenemos plumas..." (pág. 95).
Esta obra de Ezequías Blanco, plantea su propia exigencia de lectura, no tanto de interpretación, cuanto de placer literario pues requiere que el receptor sea un saltimbanqui arriesgado y gran degustador, capaz de brincar reflexivamente de idea en idea, de cierta plasmación formal a otras mil variaciones de ella, de imágenes sensuales a metaforizaciones abstractas, de perspectivas líricas a implicaciones dramáticas, de morosas descripciones a frenéticos cuestionamientos..., y ello en breves instantes, en el envés de cada página. Pues la vitalidad de la escritura que nos ocupa exige parecida motivación, equivalente energía en el lector que, cuando entra en el juego confabulador del poeta, comprende realmente que estos poemas rezuman calidad y tristeza o, probablemente, humanista escepticismo.
Archivo de imágenes-imágenes de archivo
Ezequías Blanco
Madrid, Devenir, 1999;
Eliseo Alberto de Diego, "Lichi", nació
en La Habana (1951), ciudad donde estudió periodismo. Posteriormente,
su carrera profesional se ha desarrollado a caballo entre la docencia, la
práctica periodística, el cine y la literatura. En todas esas
facetas ha llevado a cabo una importante actividad en diferentes países
latinoamericanos. Como escritor, ha realizado diversos guiones cinematográficos,
entre otros el de la película Guantanamera. Igualmente, ha explorado
la poesía, en los siguientes volúmenes: Importará el
trueno, Las cosas que yo amo y Un instante en cada cosa. Su creación
narrativa se concreta tanto en relatos cortos infanto-juveniles (Algo del
corazón y La fogata roja) como en novelas. En nuestro país,
su prestigio como novelista se consolidó al ganar el Primer Premio
Alfaguara de Novela, con Caracol Beach (1998), de la que el jurado destacó,
entre otros valores, "que reinventa y actualiza las formas de la gran
tragedia clásica, en una perfecta metáfora de este fin de siglo".
No obstante, cuando se galardonó esta obra, Eliseo Alberto contaba
en su haber narrativo con otras dos producciones notables. La eternidad por
fin comienza un lunes (1992), mostraba la musicalidad y riqueza en imágenes
que caracteriza el estilo del cubano, digno continuador de la concepción
literaria representada por García Márquez. Informe contra mí
mismo (1997) más que una novela contiene el posible anticipo de sus
memorias. Se trata de un texto compuesto en el exilio, en el que -con la misma
contundencia y riqueza lingüística- expone lo que piensa de la
patria abandonada, con la mayor imparcialidad de que es capaz, huyendo de
odios o rencores.
Como su título sugiere, La fábula de José representa
un relato en el que se moraliza a partir de la historia que se cuenta. Ésta,
mediante la ambientación en un zoológico, nos remite a los barrotes
invisibles que esclavizan a los seres humanos y a la capacidad maligna que
tenemos para animalizarnos y anular cualquier rasgo auténticamente
misericordioso de nuestras vidas y del trato con los semejantes. El "exceso"
contenido en el experimento que plantea la fábula sirve para poner
de manifiesto los desprecios y humillaciones que infrigimos diariamente a
los otros y que, indirectamente, nos cosifican y colocan por debajo de los
comportamientos de cualquier otra especie.
José, personaje con connotaciones posiblemente bíblicas, es
un hombre olvidado por la fortuna o la misericordia divina, aunque en los
momentos terribles de encarcelamiento se aferra a la esperanzada frase heredada
de su padre: "Dios quiera que exista Dios". A partir de lo que vamos
conociendo de él, dudamos seriamente de que tal figura clemente exista.
Y es que el aprendiz de carpintero José González Alea, hijo
de Menelao y Rita, parece perseguido por la desgracia desde antes de su nacimiento,
heredero de la ya penosa existencia de sus progenitores.
Emigrado con su familia a la multirracial Caracol Beach, su vida se trunca
brutalmente antes de poder disfrutar del primer amor adolescente. Una noche
cualquiera, mientras besa a su recién conquistada novia, la dulce Dorothy-Lulú,
ha de enfrentarse a Wesley Cravan que, ebrio y armado con un revólver,
intenta violar a la joven. El resultado de la pelea es que José mata
a Cravan al clavarle la trincha de carpintero. Su caballeresca noción
de la ética le hace permanecer allí tras avisar a la policía
y mantener al margen al único testigo -Lulú- que hubiera podido
salvarle de la condena a veinte años de cárcel. Allí,
la alienación del olvido ("en ciertas circunstancias la memoria
es una forma de ternura", pág. 19) y la convivencia con lo inhumano,
animaliza al protagonista. "Lo cierto es que José dejó
de ser José. Estaba aburrido de sí mismo [...] Al renunciar
a su propia dignidad aprendió a abusar de los débiles y a disfrutar
del vicio como virtud; olvidó el valor de la bondad, la nobleza del
perdón, la utilidad del sacrificio [...] La violencia contamina. Cuando
terminó de cometer locuras (huelgas de hambre, insubordinaciones, tres
conatos de fuga) su hoja de delitos había crecido tanto que el juez
sumó treinta años a su condena" (págs. 21-22). Consumado
el "milagro rehabilitador", los supuestamente honrados le proponen
"olvidar" parte de la pena a cambio de que sea expuesto en el zoológico
local como el animal más perfecto de la creación. Se trata de
un experimento arriesgado, aunque sin duda valioso (¡!), ya que "los
locos existen para que los cuerdos recuerden que han sido afortunados [...]
a dos milenios del suicidio de Judas, la jauría de lobos había
crecdido más que la manada de los corderos; por tanto, un asesino debía
exponerse entre fieras como demostración de una potestad exclusiva
de Satanás: convertir en hienas a ciertos borregos" (pág.
31).
El zoológico, con todo, tiene algunas ventajas sobre la cárcel.
Permite que, entre la alienante soledad, se filtren algunos resquicios de
la luz exterior, o incluso, posibilidades de afecto, solidaridad y amor, aunque
sea confundidas con la curiosidad. Por ese cauce se establece la relación
con Lorenzo, un mexicano trabajador del zoológico y, sobre todo, la
complicidad enamorada con Camila Novac, una bióloga que se acerca con
interés científico y establece con él un fuerte vínculo
que sobrepasa las prohibiciones de cualquier autoridad o los convencionalismos
impuestos por las "buenas costumbres": mentir, convertirse en adúltera,
retar las imposiciones de los jefes, agitar la opinión pública...,
todo resulta justificado con tal de no traicionar el amor nacido en sitio
tan intempestivo. "Lo que nadie podía suponer era que Camila estaba
dispuesta a contar las cucarachas del hemisferio norte con tal de quedarse
cerca de José" (pág. 182).
Lo que comenzó como crudo retrato de la degradación de hombres
y mujeres se transmuta en reivindicación optimista y cálida
de todo aquello que preserva la humanidad, más valiosa si cabe por
lo precaria y frágil que se muestra. La regresión de José
hacia la animalidad se convierte en un calvario con vuelta atrás, aunque
con destino incierto y posiblemente trágico, pero igualmente salvador.
"Nada debiera dañar a un hombre más que él mismo.
Lo que un hombre tiene realmente es lo que está dentro suyo. Lo de
afuera no debiera tener importancia. El hombre encontrará la felicidad
en la contemplación de la felicidad de los demás" (pág.
201).
Eliseo Alberto logra un magistral relato en el que la economía de medios
no resta ni un ápice de riqueza a la vigorosa trama, a los matices
de la amplia gama de personajes ni al espléndido escenario. Éste
goza del telón de fondo creado por la sensualidad de canciones populares
y poemas y por la sabiduría que emana de las pródigas reflexiones
acerca de las miserias y grandezas de nuestro contradictorio devenir como
humanos.
La fábula de José
Eliseo Alberto
Madrid, Alfaguara, 2000.
Esta novela constituye la segunda entrega narrativa en
la exigua producción de su autora (tras L'Habituée, aparecida
en 1996), que se inició literariamente en el terreno de la poesía
(Sombres dans la ville oú elles se taisent, 1986). Quizá ese
poso lírico y el lento y cuidado proceso de gestación de sus
textos sean los factores que expliquen la delicadeza de esta narración,
precisa y extremadamente cuidadosa en el tratamiento del lenguaje, valores
que sin duda han influido en la favorable acogida por parte de los lectores
franceses y en el lugar destacado que se le otorgó en el proceso de
selección del Premio Goncourt del año 1999, en el cual quedó
finalista.
En La petición los aspectos argumentales constituyen el elemento secundario.
De hecho, la obra se construye a partir de una mínima trama. A comienzos
del siglo XVI, un prestigioso humanista ("no tenía edad, un anciano
tal vez, su belleza aún atraía las miradas, los ojos claros
en el rostro atezado, el cuerpo derecho y esbelto bajo la pelliza de paño
oscuro", pág. 14), sabio y ducho en la pintura, escultura, arquitectura
e ingeniería, se refugia en Francia, en las marismas de Sologne. Allí
dirige los trabajos de construcción de una gran castillo, mientras
sigue dedicándose al ensayo y al dibujo, así como a enseñar
y a supervisar las producciones de jóvenes alumnos.
Él -que recuerda en muchos detalles a Leonardo Da Vinci- llega al nuevo
y desconocido hábitat rodeado por sus fieles discípulos e invadido
por la melancolía interior del que sabe que ha emprendido el último
viaje y que ya no contemplará más ciertos escenarios del pasado.
"Lo cierto es que la tristeza estaba allí, incluso si algunos
días la suavidad del aire o el azul del cielo parecían decir
algo distinto [...] el anciano decía que no volvería, que moriría
en tierra extranjera" (pág. 16). Tras la larga y pesimista marcha,
desde la Toscana natal hacia la más inhóspita Francia, el cortejo
llega a la residencia donde, por "cortesía" del rey de este
país, va a poder continuar su ingente labor creativa. En el estrépito
de la llegada, unos ojos anónimos les contemplan, los de una criada
que, después de veinte años de servicio a los otros, casi ha
perdido su individualidad. Esta mujer sin nombre resulta una presencia solícita
y silenciosa, apenas una sombra, que Michèle Desbordes retrata como
tal, sin contornos precisos, refugiada en las esquinas o presente con la mirada
baja y comportamiento sin estridencias ni aspiraciones propias, pendiente
siempre de las necesidades de los señores, en particular del seductor
artista. "No alzaba la voz, hablaba de la felicidad y de la desgracia
con el mismo gesto tranquilo" (pág. 45).
Quizá ese estar pendiente del más mínimo gesto del misterioso
protagonista se convierte en el punto de partida de una curiosa relación
en la que no existen apenas palabras, que se nutre de sutiles miradas, con
las cuales van construyendo un preciso código no verbal que les une
cada vez más sólidamente. La narración de Desbordes consigue
plasmar con notable precisión y delicadeza un atípico afecto
que, sin mediar apenas acontecimientos reseñables, se convierte en
una poderosa fusión entre ambos personajes. La adoración de
ella, la cada vez más intensa atención por parte de él
confluyen lentamente en una mutua atracción que respeta siempre cierta
distancia física, que la criada va acortando poco a poco. Se acerca
a él al interesarse por los bocetos del maduro artista, empezados y
nunca concluidos del todo posiblemente por carecer de un modelo adecuado.
De hecho, se percibe el cansancio de los dibujos armoniosos intentados con
anterioridad: "Dibujaba un rostro, ni hombre ni mujer ni muchacho, buscaba
en los cartapacios dibujos antiguos, la mirada clara bajo el párpado
transparente, el cúmulo de rizos, repetía el dibujo, comparaba,
en Italia habían hablado del ángel, de una delicadeza de flor
herida apenas abierta, del surco de la ojera en la mejilla..." (pág.
57).
La gestación de la historia de amor entre el anciano artista y la también
vieja sirviente transcurre por terrenos complicados. La escurridiza materia
con la que se construye la misma -miradas que sugieren más que dicen,
movimientos de alejamiento y aproximación, diálogos sin palabras,
discursos adivinados pero no dichos- hace que el tiempo subjetivo transcurra
muy lento y apenas se perciban cambios sustanciales a medida que progresa
la novela. Mientras se sucede una estación tras otra, conocemos la
obsesión del pintor por el cuerpo humano cuando pierde su plenitud
y es vencido por la muerte, amenaza que siente gravitar sobre él con
innegable proximidad. No son los discípulos ni los viajeros que le
visitan los que le ayudan a esclarecer la confusión que le rodea, sino
la discreta compañera que se ha movido a su alrededor a lo largo de
días y noches de continuos ensayos creativos. Esta criada, sin historia
propia, intuye la curiosidad del ser genial por los secretos más ocultos
del cuerpo, los que se albergan bajo la piel, aquéllos que únicamente
pueden investigarse cuando la vida ha concluido. Y tras meses de silencio
o conversaciones circunstanciales se le ofrece hasta las últimas consecuencias,
le regala lo único que tiene, en un gesto de supremo amor que, por
fin, confiesa sin tapujos en forma de humilde petición de ser aceptada
en su insignificancia y decrepitud: "Ella daba su cuerpo, lo ofrecía,
por última vez él estudiaría cómo estaba hecha
una mujer que había sufrido y envejecido, una mujer acostumbrada a
no esperar ni confiar en nada sino en el fin de las cosas y que a fuerza de
evocar los mismos recuerdos dolientes y tristes ya ni siquiera tenía
miedo a morir, él no se fijaría en la fatiga y en la vejez,
la vería miserable y con los cabellos revueltos a la luz de los candeleros
[...], pues ¿quién la peinaría y engalanaría como
se engalana a los muertos?" (pág. 129). Poco importa lo sucedido
después de las confidencias de esa noche crucial. Apenas nada cambia
entre ellos, el mismo afecto distante, sin nuevas efusiones, ni físicas
ni verbales. Sólo la marcha de ella en pos de un hijo fallecido y,
para él, una nueva manera de salir al encuentro de la ahora menos angustiosa
parca, un personaje más -sobreentendido- de esta peculiar narración:
"La muerte era poca cosa, ella lo decía todos los días
cuando se sentaba junto a las ventanas. Él se dijo que esperaría
el cielo azul para morir. Que pronto el cielo estaría azul" (pág.
140).
Desbordes ofrece una creación a contracorriente de lo que parece interesar
al lector contemporáneo: escasísima acción y una prolongada
atención a las variantes casi imperceptibles de sentimientos contenidos,
con nulas concesiones al romanticismo o a la pasión física.
La innegable tensión emocional que impregna todo el relato se crea
a partir de un estilo en el que los detalles lingüísticos se trabajan
como si formaran parte de una filigrana. Texto meritorio, a pesar de cierta
tendencia a la reiteración y a la peculiar puntuación, adecuado
para una lectura que huya de los apresuramientos y permita paladear el lenguaje
de las emociones, tan empobrecido hoy.
La petición
Michèle Desbordes..
Madrid, Edaf, 2000.
María Victoria Reyzabal