Tras la revelación que supuso para muchos
lectores de poesía aquel magnífico libro titulado Libro del
desvalimiento (Ed. Batarrro, Albox, 1998), que le valió con justeza
ser finalista en el Premio Nacional de poesía, el poeta albojense José
Antonio Sáez ha entregado a las imprentas Liturgia para desposeídos,
el sexto de los suyos, que aparece en la colección malagueña
Puerta del mar dirigida por el entusiasta e inefable José García
Pérez, que ha dado recientemente números de la indiscutible
calidad de Sepharad, de José Sarria, un poemario sin duda asombroso,
que nos coloca ante una convincente y prometedora voz, o Mundo Ahí,
del zamorano Jesús Hilario Tundidor, otro admirable poeta durante un
tiempo tapado, cuando no simplemente damnificado por el regio fervor generacional,
que recién empieza a aceptar ahora (es un poner) a los denominados
poetas del lenguaje, entre los que se encuentra el castellano, que tuvieron
el detallazo de allanar y alumbrar el camino a los festejados novísimos
en los primerísimos años sesenta, como ya dejara claro Juan
José Lanz, uno de nuestros críticos más ponderados y
perspicaces.
Como señala José Lupiáñez en su muy exhaustivo
y esclarecedor prólogo, Liturgia para desposeídos se inscribe,
junto a Las aves que se fueron y Libro del desvalimiento, en la etapa de plena
madurez -el prologuista prefiere llamarlo primera madurez- del poeta almeriense,
donde subyacen una serie de elementos esenciales que en sus libros anteriores
o eran simplemente embrionarios o no se habían manifestado en toda
su sazón de ahora. Podríamos enunciar en este sentido la tensión
fieramente humana que jalona de forma progresiva los tres libros, una tensión
no carente de cierto rictus dramático, sí, pero donde igualmente
afluye el gesto esperanzador, ese doblegarse hacia la ternura, que consigue
que la obra del almeriense, radicada temperamentalmente en el pesimismo, se
entreteja ahora sobre los espartos de lo radicalmente humano, es decir en
la tensión vívida entre pesimismo y esperanza, entre el horror
al vacío procedente de la propia experiencia y el misterio no totalmente
violado del deseo y la esperanza, que si bien eran trazados con desacostumbrada
lucidez en Libro del desvalimiento, encontramos intensificados en su nueva
entrega.
Hay dos poemas en apariencia antitéticos, pero en el fondo complementarios
que nos permiten advertir con claridad esta tensión a que hacíamos
referencia entre pesimismo y esperanza que se aprecia en todo el libro: en
el primero de ellos, titulado significativamente Coro de muchachas, Sáez
reflexiona desde la rutilante hermosura de las adolescentes, en la cara oculta
y ya previsible de tal hermosura: Pasaban las muchachas con sus cálidas
risas y al sol de la mañana sus cuerpos esplendían -nos dice
el poeta en los primeros versos, para acabar: y su memoria asciende desde
un círculo mágico que le regresa al tiempo dichoso en que pensaba
que era eterna la vida y la juventud eterna. El segundo poema es el titulado
A un árbol vencido, que dedica a un árbol derribado que el poeta
encuentra a su paso y al que José Antonio Sáez, como Antonio
Machado en su célebre poema, espera ver de nuevo verdecer, aunque sea
en otra vida, bajo otra apariencia: nada de sí pretende, sólo
languidecer / pudrirse y ser mantillo que en nueva vida / aflore... Lo que
percibimos al leer juntos ambos poemas y por extensión al libro en
su conjunto, es que esos dos flujos, el del dolor y el de la esperanza, son
en realidad el mismo flujo, el indistinto flujo de la vida y la muerte, y
que el hombre se encuentra trágica, amorosamente atrapado entre ellos,
sin posible salida.
Otro aspecto que no quisiera dejar de bosquejar es lo que José Lupiáñez,
con nuevo acierto, denomina la irrupción historicista, que no es otra
cosa que la apuesta in crescendo de Sáez por tomar apuntes de la realidad
(lo que ha caracterizado sus dos anteriores entregas), creando textos fuertemente
enraizados, comprometidos e infectados en esa realidad de la que nuestros
ojos no pueden escapar ni desentenderse. Era este un aspecto que podríamos
rastrear sin demasiada dificultad desde los primeros poemas del albojense,
en el que la lección ética del poeta oriholano, Miguel Hernández,
se dejaba sentir quizás en mayor medida que otras (San Juan de la Cruz,
Machado...); sin embargo esta veta historicista, que se ocupa de los desheredados
del desierto en La visión de arena y que está tan presente en
Libro del desvalimiento, cobra en Liturgia... su mayor protagonismo, pues
aquí el poeta, sin abandonar ese gran dolor abstracto (aunque real)
que lo consume, reacciona en toda su intensidad contra el dolor, el desvalimiento
y la desolación que sufren los demás (los desposeídos
del título), lo que confiere al libro una clara vocación ética
y entrometida donde el autor acusa lo siniestramente inútil de ese
dolor: estamos ante los poemas dedicados a quienes, jugándose la vida,
atraviesan el estrecho, a quienes agonizan en manos de la enfermedad..., personajes
que viven al otro lado, en las trastiendas o en el arrabal, allá donde
nunca llegaran nuestros pasos, como sucede en el poema donde se focaliza al
joven marroquí sentado en un banco del parque, atrapado en el paraíso:
solitario y vencido, derrotado y perdido / [...] /Contempla hoy, burlado las
palomas del parque / que alimentan los niños y los viejos venidos /
en busca de sol que es apenas caricia / y ofrecen en sus manos unos cuencos
vacíos / donde inquietos gorriones picotean las migas".
Pero el libro no se detiene tampoco en estas visiones de desasosiego social
y existencial, sino que se escora en otras fluctuaciones de lo humano, como
pueden ser la memoria, el fracaso, el amor... Y es que José Antonio
Sáez, a riesgo de crear algún malentendido, es un poeta de la
experiencia, es decir un poeta capaz de retransmitirnos en directo -en verdad-
el parte de su existencia dolorida, la última hora de su miedo o de
su amor, las rozaduras del cansancio de vivir, el alegato franco de su amor.
Su poesía no es un simple artificio verbal (siendo así que todo
poema es un artificio verbal), sino que nace del discurso de la vida, que
enuncia la vida, que se duele y que espera de la vida... Por eso sus libros
nos emocionan y nos desasosiegan a la vez, nos ponen en comunicación
con un hombre de verdad que no especula, sino que sufre, que gradúa
los versos al ritmo de la vida.
No es, queridos míos, tan frecuente como parece encontrar a alguien
que se quede a vivir en un poema, que se pase el invierno y el verano allí
metido: José Antonio Sáez sí, en eso sólo radica
el secreto de su verbo
Liturgia para desposeídos
José Antonio Sáez
Col. Puerta del Mar
Málaga, 2000
El nombre del asturiano Juanjo Barral (Oviedo, 1962)
está relacionado con el espectro de la literatura alternativa española
de los últimos tiempos, donde figuran personajes del trapío
de Comendador, Eladio Orta, Stabile, Vicente Muñoz o David González
y que se estructura en torno a una vasta red de revistas y fanzines que recorren
España de parte a parte. Vinalia tripper, Aullido, Lúnula, La
más bella, las colecciones El árbol espiral, Crecida o Las cananas
de Pancho Villa, dirigida por el propio Barral, son algunos de los hitos imprescindibles
de estas publicaciones con vocación marcadamente marginal y que una
y otra vez ponen en evidencia la gazmoñería y la perversión
de una industria y un panorama editorial excesivamente influidos cuando no
tiranizados por la tentación, por otra parte legítima, del mercado.
Juanjo Barral cuenta en su haber con dos novelas, Londres (1992), que no he
leído y Parece mentira (1999), hilarante y despiadada farsa de esa
otra España profunda que es la del trapicheo y la chapuza, que revelaban
a su artífice como uno de los novelistas jóvenes más
prometedores; su obra poética, no obstante, se haya dispersa entre
una treintena de publicaciones de sesgo y vocación cimarrona, como
su autor, al que gusta travestirse con diferentes heterónimos y capuchas.
37 latidos consta, pues, como su primer entrega en forma de libro.
37 latidos es, ante todo, un viaje ilustrado y amenísimo en torno a
la pluviosa y errática mitología erótica de un autor
que se busca en ese espejo múltiple por donde van desfilando las mujeres
imaginarias o no arribadas a su cuerpo o achinchetadas a su memoria. Es claro
que, como quería Borges en uno de sus más inolvidables poemas,
sobre tan suculentos desnudos, el único realmente desnudado es Barral.
Dotados de una arriesgada tensión narrativa, de trazo muy suelto (a
lo Milo Manara, escuela que uno entrevé en alguna de estas Bovarys
barralianas) cada uno de los textos nos presenta un episodio erótico
de inesperado desenlace donde asistimos, entre otros, a ese difícil
pugilato entre el cortejo y la huida, más en la tradición escéptica
de Casanova que en la atormentada de nuestro Miguel de Mañara.
Como coquetas o descocadas estrellas fugaces, pasan estas mujeres con su halo
de seducción, con sus tormentosos muslos sabiamente iluminados por
la yesca lunar del deseo, dejando en el ambiente, en el lector, el aroma asperoso
e inequívoco de la consumación entendida no tanto como nadir
sino como cenit. Todo en estas sensuales y vaporosas heroínas se resuelve
en pura fugacidad, ausencia, surcos neblinosos por donde el autor va delimitando,
en 37 trancos, su propio territorio vital, su particularísimo camino
del calvario amoroso, con sus caídas y sus recaídas, pero sobre
todo con ese tufillo agridulce del amor y del sexo cuando ya se han ido, como
melancólicas golondrinas becquerianas.
Es así que pocas veces como en estos poemas, el último verso
enuncia el silencio, la flacidez, el vacío, la amarga asunción
de una realidad que abre sus mandíbulas apenas el último resto
de placer abandona los huesos. Auténticas sombras, estas mujeres se
desvanecen llegadas a ese último verso, a esa última esquina
de la palabra, dejando sólo su molde vacío, su pequeño
costal de memoria, que ni siquiera la postura escéptica y distante
del galán logran acallar.
Y así las cosas, es natural que uno, lector desavisado y fantasioso,
termine enamorándose locamente de muchas de estas musas erógenas,
surgidas del humedal freático de la memoria, a las que uno también
ha entrevisto o soñado, espectrales y guerreras, puro vapor (como de
olla express) sobre las sábanas.
Un libro, en fin, que se deja leer, desnudar, acariciar... hasta llegarnos
al fondo de la cuestión: y no hubo nada. Lo único revisable,
el título,
37 Latidos
Juanjo Barral
Ed. Baile del Sol,
Tegueste, 2000