EL VISIR DE ABISINIA

El traductor, poeta y prosista catalán José Ángel Cilleruelo publica esta novela corta (146 páginas), donde se recoge una visión próxima y colma de cariño hacia una generación asombrosa de poetas: los miembros de la vanguardia portuguesa de principios de siglo XX, reunidos en torno a la revista Orpheu: Fernando Pessoa, Sá-Carneiro, Alfredo Guisado y un corto etcétera, que pululan por estas páginas con los nombres apenas cambiados.
Este esfuerzo tiene un equivalente claro para la literatura española: Las máscaras del héroe de J.M. de Prada que en su momento comentamos, con las que hay, sin embargo, pocas afinidades. Si en Prada los ambientes (más narrativos) estaban descritos al detalle, Cilleruelo define mucho mejor los personajes, por ser poetas y ser más consciente el autor de la inimaginable inmundicia y miserabilismo habituales en el mundillo poético. Por este motivo, nos ha recordado también al Felipe Benítez Reyes de Chistera de duende, que recreaba con facundia los entresijos de los cafés literarios de pueblo (primera ley del mundo poético: se trate del de Madrid, París, Nueva York o Valverde del Camino, es un mundo pueblerino). Este de los personajes es uno de los mayores aciertos del libro, por cuanto la fidelidad de los retratos es tal que a veces podemos asistir a una conversación colectiva (pág. 71), sin necesidad de que el autor concrete quién toma la palabra en cada momento.
El visir de Abisinia nos otorga, por tanto, aquello que se proponía: un fresco fiel de una época ya perdida donde los poetas podían levantarse en un café para declamar versos sin temor a ser linchados. Un segundo romanticismo donde todos estos perdedores creyeron, como todas las vanguardias, como todos los jóvenes poetas, que eran ellos quienes iban a sacar, definitivamente, a la poesía del jardín de las minorías. La época del Modernismo portugués (que nada tiene que ver, como señala Alberto Virella, con el modernismo español) está retratada a la perfección, si acaso con alguna variación incluida por Cilleruelo para garantizar la unidad de lugar. Por ejemplo, el suicidio (rozante la "performance") de Sá-Carneiro y el posterior entierro están situados en la propia Lisboa, cuando en realidad tuvieron lugar en París, en 1916. El cuerpo del poeta, hinchado y de imposible contención en ataúd, fue enterrado en una fosa pública. Pero estos son detalles sin importancia: lo trascendente, el desacuerdo vital de Sá-Carneiro con su entorno, su desesperación por hallar en la poesía la belleza de la que él mismo estaba privado, la búsqueda de acceso a una realidad mejor (que todo el movimiento compartía) sí están perfectamente explicadas y narradas. El gusto por el exceso, la confusión (tan futurista) entre los medios y los fines, y de las excentricidades con el arte (el retrato del poeta que se asoma a los conciertos para escuchar esa música celeste de los intérpretes afinando, es tan memorable como acertado a este respecto), están recogidos en El visir de Abisinia con todo el aprecio y la distanciada comprensión de quien, de otra manera y más contenidamente, sufre de los mismos males. La tragedia de un poeta no termina con su muerte, sino que se perpetúa en la conciencia de sus continuadores. Sería muy fácil y algo sucio decir que todos somos Sá-Carneiro. Él hubiera preferido escuchar que Sá-Carneiro fue, para bien y para mal, todos los poetas. Y eso es lo que ha entendido, tan sabiamente, José Ángel Cilleruelo.

EL VISIR DE ABISINIA
José Ángel Cilleruelo
Pre-Textos, Valencia, 2001

 

Vicente Mora