Fue en un principio sílex,
leño, unidos por liana,
perversión que ocultó
la selva de los días.

Fue, en un principio, simple, casi casual, prolongación de la mano que golpea y la mano que cava. Máquina que apenas parece otra cosa que un palo cogido al azar y que poco a poco se va convirtiendo en instrumento de destrucción, en símbolo de poder, en objeto sin el cual el hombre deja de serlo para volver a la animalidad.
La cultura ha sido convivir con las máquinas. En ir inventando máquinas que van convirtiendo al hombre en parte de la máquina total que llamamos sociedad y que está compuesta de máquinas a las cuales se adosa a veces un hombre como una prolongación de la biela, del pistón, del tambor que gira llevando una bala en su recámara.
Las máquinas han sido a veces hallazgos poéticos, como la rueda, "esa continua rosa / del equilibrio", pero no es ése el aspecto que descubre el poeta en ellas: son personajes siniestros, que muestran siempre sus ángulos, su capacidad de destruir, incluso en contra del propósito del inventor, como en ese patético Mr. Guillotina que se queja:

Si tan sólo propuse
un método eficaz
para ahorrar el dolor.

Es inútil. El hombre queda preso de las máquinas que inventa, como si existiera un designio perverso detrás de toda invención, como si las mismas máquinas estuvieran dictando el Mal a sus creadores. El mundo se llena, entonces de revólveres, de ametralladoras, de instrumentos de tortura, de televisiones que reflejan el horror. Y el hombre se convierte en mano que levanta la pirámide, que pone piedra, sobre piedra hasta acabar la iglesia. Como si todo el designio de la creación fueran las máquinas que ya ocupan un espacio en nuestras vidas. Como si el hombre fuese máquina de máquinas.
En Máquina, el hombre mismo, recorre Aureliano Cañadas el laberinto de este mundo donde las máquinas esperan detrás de cada esquina con sus afiladas rebabas en espera de otra víctima. No estamos ante un paisaje futurista, con replicante y robot asesinos, sino ante el paisaje de nuestra Historia, que, para Aureliano, es el paisaje de su historia.
Una historia hecha de desastres, de paraísos perdidos, como aquel país del norte, aquel mundo de nieblas, frío y libertad del que fue arrancado para siempre por una máquina, "aquel tren que arrancó / de la ciudad que amaba, / me llevó hasta el intacto pretérito anterior un pretérito de sol y de ignominia, la España de la interminable posguerra donde esperaba "el negro agujero abierto para siempre / por el obús germano en el patio del agua". Un mundo que quedó fijado por otra máquina, la que hizo aquella fotografía que "lleva una huella de sangre, / ya sabes de quién y cómo: / hay que tener pudor con / las historias de familia". Ese pudor que le impide citar al padre fusilado por los vencedores de la guerra, pero que no le impide gritarle a Rilke:

¿Quién dijo,
capullo,
la verdadera patria del hombre es
la infancia?
La poesía de Aureliano Cañadas tiene siempre un tono elegiaco, un lamento por vidas no vividas, por un mundo más digno del hombre, por un hombre más digno del mundo. Por eso, en medio del horror, de la constancia de que este mundo es el peor de los mundos:

Cuando se acerque el fin, suma los malos
momentos de tu vida y los peores.

No temas: el infierno habrá quedado atrás.

el poeta encuentra dentro de sí momentos corno cuerpos como antorchas que permiten "atravesar las zonas oscuras y salvarme / del rencor o del miedo" Porque existe ese vasto territorio de la felicidad perdida o la felicidad posible que permite "abolir esta férrea ley de días y de horas / y crear el espacio donde los sueños nacen".

Máquina, el hombre mismo
Aureliano Cañadas
Ed. Devenir, Madrid, 2000

 

Fernando Domenech