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Ricardo Bada
Asi es la prosa

 

 

 

 

Arturo Ledrado

Y VICEVERSA


Un crepúsculo plomizo. Densas nubes. Indecisión de las veletas. Calles fotografiadas en blanco y negro..
Fluyen del pueblo tres caminos que corren a perderse en el laberinto de polígonos irregulares, a difuminar sus márgenes en la bruma, a pervertir su oficio allí donde la infinita sucesión de cerros calvos es paisaje y tiempo detenidos.
Hacia el oeste, un declive continuo, un descanso apenas perceptible bajo los pies.
Sobre la vega, las nubes multiplican su volumen, ganan peso y amenazan con quebrar la superficie de la tierra liberando a las criaturas del abismo.
El río es una corriente exigua y salobre que discurre en silencio, tal vez intimidado ante la desmesura arcaica de su cauce. A unos metros del cañizo y de los juncos que ya se vencen, los despojos de una construcción que fuera importante: la techumbre derrotada; los muros generosos orlados por el tiempo; la colonización del abandono.
La casa, hoy, no está habitada, mas sirve de nidal para una marejada de estorninos.
Remontando el río se alcanza el puente nuevo, y más allá del vado, oculta por unos árboles que juegan al corro, se emplaza la otra casa de la vega.
No es posible divisar esta segunda edificación desde el camino que va y viene sobre el puente nuevo. Sí son perceptibles los álamos, sus siluetas ahusadas contra un cielo otoñal y plomizo.

Nunca he estado junto a un lecho de muerte. Debe ser algo muy triste, como la última luz de un cabo de vela. No llego a entender cómo es que algunas personas disfrutan en los velatorios.
La Cleta, la bruja que vive aguas arriba del puente nuevo, esa mujer es adicta al sufrimiento. Como los pájaros carroñeros se comporta, igual que ellos. Quizá por eso el primo Eustaquio le tomó inquina.
Cada vez que se producía una muerte, y por más que se apresurase mi primo, cuando llegaba a la garita ya estaba allí la Cleta esperándolo, con su vestido negro y un pañuelo, negro también, recogiendo unos cabellos inexistentes.
Cierta tarde discutieron de veras los dos, sacaron fuera la comezón y la mala sangre que hasta entonces habían guardado en sus tripas. Si los acompañantes del duelo no hubieran mediado en la disputa, el primo Eustaquio y la Cleta habrían llegado a las manos.
Yo no pude presenciar esos hechos porque sucedieron durante una de mis estancias en el General, hará tres años en agosto.

¡Pobre Eustaquio! La noticia apareció en los periódicos de la provincia, incluso alguno de ámbito nacional colocó una breve reseña en la página de sucesos. Dicen que se ahorcó, aunque yo no lo creo. Y dicen más: que esta locura, el andar siempre con una cuerda en el bolsillo y un árbol aojado, es cosa de familia.
Seguro que están esperando a que yo, un día cualquiera, penda también de un álamo.

El primo Eustaquio no vivía en el pueblo sino en una de las casas de la vega, más acá del vado.
Aunque a veces se quedara a dormir en lo de los abuelos, él prefería la soledad y el recogimiento de su tabuco, porque sólo una habitación había medio arreglado en la heredad, y la usaba lo mismo de cocina que de alcoba. Las noches que no bajaba al casón de quintería eran las de algún sábado, o las vísperas de fiesta, o durante la semana de ferias.
De lo suyo, o sea, las defunciones, recibía noticia puntual a través de las campanas de la iglesia. Así escuchaba el primer tañido, se ponía en marcha hacia el pueblo, porque él fue siempre muy escrupuloso en lo referente a su oficio, y casi antes de que las mismas campanas definieran el sexo del rondado o la rondada, ya estaba Eustaquio trasteando con los aperos de enterrador que se guardan en la garita del cementerio. Pero nunca consiguió llegar antes que la Cleta.
Por lógica, no debiera haber sido de ese modo, porque la casa de ella dista al menos dos kilómetros más del pueblo que la que entonces ocupaba mi primo, mención aparte a la manifiesta renquera de la bruja. Si ella, por adelantarse, recurría a la magia de un conjuro, si bien todos lo pensamos, nunca nadie ha reconocido haberla visto surcar el cielo caballera a los lomos de una escoba de palo.
Fuese o no el resultado de un encantamiento, la Cleta, encorvada y humosa, negra como un grajo, le tomaba siempre la delantera, y mi primo, dueño de unas piernas fuertes y andarín de prestigio, no atinaba a dar razón de semejante misterio. Y hasta que el difunto o la difunta no dormían bajo dos palmos de tierra, no regresaba la hechicera a sus lugares.

Cuando lo de Eustaquio tampoco estaba yo en el pueblo.
En los últimos años he pasado al menos dos de cada tres meses en el General. De la mayoría de los sucesos sólo he tenido noticia por terceros y con bastante demora.
Lo de mi primo, en cambio, lo supe casi en su momento, porque el mismo día en que él murió, ingresó por la tarde uno de los chicos de la Dolores, y la madre vino a detallarme la desgracia y a ofrecer su más sentido pésame.
Solicité el alta médica y me concedieron ese privilegio, sí, pero a los tres días. No pude asistir al sepelio, y en verdad lo siento porque desde que fallecieron los abuelos, Eustaquio pasó a ser mí único pariente conocido, y viceversa.

Entre el médico y cuatro amigos convencieron al señor cura —el pueblo es muy pequeño—, quien no se atrevió a prohibir la inhumación del primo Eustaquio en suelo sagrado. Otros brazos cavaron la nueva fosa, a Eustaquio destinada y en la cual espero que ahora él descanse en paz.
Como era su costumbre, y según averigüé después, la Cleta se acercó al pueblo para presenciar el entierro de mi pariente, mas en aquella ocasión, y para sorpresa de todos, apareció vestida con una falda roja tableada, una blusa blanca con adornos de pasamanería en la pechera y un pañuelo floreado en la cabeza. ¿Por qué ese comportamiento inusitado? No se sabe. Como tampoco es público el motivo por el cual, a partir de ese día, la Cleta jamás volvió a pisar las calles del pueblo. Y han sucedido otros perecimientos desde entonces.

Nunca he estado junto a un lecho de muerte, y va siendo hora.
Si me vieran los vecinos, sobre todo alguno que yo me sé, qué contentos se pondrían al descubrir entre mis manos esta cuerda. Sólo que no es para mí. Yo sé que el primo Eustaquio no se colgó por su voluntad de aquel álamo. Fue la Cleta quien anudó la soga.
Nadie me creería si yo expusiera aquí las razones de mi sospecha, lo reconozco, y por ello, en cuanto la bruja expire me marcharé lejos para no volver nunca.
Los doctores dicen que ya estoy curado, que ya arrojé fuera todo el lastre que era preciso desterrar de la memoria y que nada me impide, a estas alturas de la terapia, llevar una existencia convencional. Quieren que viaje, para que no tenga ocasión de abrir ciertas puertas que están mejor así, cerradas.
La ciencia, en definitiva, está de mi parte.
Descubrir el mundo no es una tarea despreciable y, además, la prescripción facultativa encaja cabalmente en mi proyecto de futuro. Porque no quiero imaginar lo que supondría vivir el resto de mis días huyendo, escondiéndome, analizando ante los eruditos galenos si el impulso homicida fue consciente o el producto de una nueva crisis. Mejor así. Mucho mejor llevarme en la maleta esta certeza: la mujer que gruñe y patea mientras la estrangulo es mi madre.


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MEDIAS NEGRAS DE SEDA


Mustafa sabe leer lo justo: silabea de derecha a izquierda mientras unas hojas de menta aroman y dan cuerpo al té de media tarde.
Mustafa vive en el espejismo de una ciudad abierta al mar por su bahía. Las estadísticas no mienten: en la Medina Vieja, un millón de almas leen cada tarde los mismos periódicos amarillentos; un millón de almas silabean de derecha a izquierda, con infantil dificultad, noticias que poco o nada significan ahí, en el corazón de la Medina Vieja.
Mustafa no nació en Casablanca. Nació, sí, pues está vivo. Lo dicen las estadísticas que los funcionarios de Rabat manejan con soltura. Quizá por alguno de sus rasgos podría ser... Pero no. Hace mucho que el viento del desierto borró toda esperanza de hallar unas raíces esclarecedoras. Quizá por algún rasgo peculiar de su perfil... Pero no. Es mucho el tiempo, demasiadas las tormentas.

Ayman ocupa la planta baja en una casa de dos alturas. Es la casa que levantó su padre hace ya muchos años, cuando la Medina Vieja no era tan grande y el mar venía a morir contra las murallas de Dar el Beïda. La casa que habitan Ayman y su familia tiene paredes blancas, ventanas y puertas de madera pintada de azul, y un patio fresco en invierno y un naranjo joven arrimado a la pared más soleada. Ayman se acuerda de su padre con frecuencia, lo añora. Algunas tardes, mientras prepara el té con hojas de menta recién cortadas, Ayman piensa en su padre, un hombre justo que siempre sabía qué hacer, qué decir, y casi se le saltan las lágrimas. Lo añora, claro, porque era su padre y era un buen hombre.
Ayman trabaja en un hotel de cinco estrellas y nombre inglés. Su puesto está en las cocinas. De marmitón, recadero, barrendero, pinche, mozo de cuerda, estibador, costalero. Un poco para todo y para nada. Es un buen empleo para alguien que, como él, apenas sabe leer y escribir. El sueldo es corto, como todos los sueldos en esta ciudad que vive el espejismo de ser una gran urbe abierta al mar por su bahía. El sueldo es corto, sí, pero da para ir viviendo, para criar una familia tan numerosa como Dios ha querido. Ya de día, cuando Ayman finaliza su jornada de doce horas (entra a las siete de la tarde y acaba a las siete de la mañana, de viernes a viernes) uno de los ayudantes de cocina, un familiar de tercer o cuarto grado, el primo que le proporcionó este empleo, le entrega una bolsa de plástico llena de sobras. Los hoteles de cinco estrellas y con nombre inglés, como éste donde trabajan Ayman y su primo el ayudante de cocina, producen muchas sobras. Los clientes de un hotel de cinco estrellas y nombre inglés cenan por cenar, porque es lo educado, porque son anfitriones o invitados, porque están solos en una ciudad superpoblada, porque no tienen otra cosa que hacer. Cenan sin apetito, pican de los platos, escarban en las guarniciones, arruinan el vergel contiguo a una pierna de cordero o a un mero grillé. Ejecutan un rito.
Ayman, a las siete de la mañana, cargado con su cansancio de doce horas y con una bolsa de plástico llena de sobras, regresa a la casa de paredes blancas que su padre —cómo lo añora— levantó en la Medina Vieja cuando el mar poderoso y atlántico venía a romperse contra las murallas de Casablanca.

Abdel-Aziz conduce su taxi a toda velocidad por la autopista que viene del aeropuerto internacional. El día ha sido, con todo, un buen día. Negoció con provecho las tarifas —¡Dios es grande!— y su cartera de piel repujada pocas veces ha estado tan satisfecha. El Mercedes del 86 es un buen coche, sobre todo cuando sale a la autopista. Abdel-Aziz disfruta conduciendo esa máquina de corazón diesel y seis cilindros que, sin esfuerzo aparente, se desliza sobre el aglomerado gris oscuro. Sí, Abdel-Aziz está contento y por eso quiere llegar a la ciudad cuanto antes, guardar el Mercedes del 86 en el garaje de Jules Gorchon, encaminarse, llegar, entrar, sonreír, sentarse, pedir un té en «El café Español» de la Medina Vieja y sonreír de nuevo porque, con todo, el día ha sido un buen día.

Cientos, miles de niños y niñas (siempre más niños que niñas) irrumpen en las calles, en las carreteras, en las avenidas. Son las cinco: acabó la jornada escolar. Cientos, miles de niños y niñas que corren y aúllan, que provocan atascos y se arrojan piedras los unos a los otros, todos en un grito. Allá, a lo lejos, la Casablanca moderna, con sus hoteles de cinco estrellas y muchas alturas, la ciudad que poco a poco va robando terrenos al mar, la gran urbe diseñada desde Rabat por funcionarios hábiles en el manejo del dato estadístico, y la Medina Vieja, silencioso laberinto de calles, con sus casas blancas constreñidas por la muralla donde el mar solía venir a estrellarse. Son las cinco de la tarde.

Mustafa silabea, de derecha a izquierda, los titulares del periódico y degusta un té con menta.
Ayman añora a su padre, el constructor de la casa que habitan él y su familia, y disfruta de su té con menta.
Abdel-Aziz sonríe mientras conduce su Mercedes del 86 a toda velocidad por la autopista que ya casi se acaba.
Son las cinco y diez de la tarde cuando un niño de once o doce años cruza, como lo hacen todos, sin prestar atención al tráfico.
Abdel-Aziz ya no sonríe. El día ha sido un buen día. Ha negociado con provecho cada carrera. Los dihans se aprietan en su cartera de piel repujada. El Mercedes del 86 es un gran coche, el mejor modelo si decides ser taxista.

En la Medina Vieja de Casablanca, según totalizan las estadísticas de los funcionarios de Rabat, se hacinan un millón de fieles. «Eso sólo en la planta baja de las casas», puntualiza alguien en la tertulia de «El Café Español». «Si contamos también a los de arriba, no somos menos de dos millones», añade otro. El censo de la Medina Vieja, realizado desde Rabat —orden personal de su majestad— con la ayuda de programas informáticos avanzados, programas con texto en inglés, adquiridos en Francia a través de una multinacional holandesa, probablemente esté mal hecho. Muy probablemente, los funcionarios encargados de su ejecución, a las ordenes directas de palacio, hayan informatizado un millón de fieles sobre la base de un método puramente matemático, o mejor, espacial. La Medina Vieja tiene su geografía. Existe la muralla que, no hace mucho, se enfrentaba a un mar poderoso y atlántico. Y la calle del mercado es otra de sus fronteras. La superficie total de la Medina Vieja es de aproximadamente dos millones de metros cuadrados. Y un fiel en reposo, tumbado en su cama, no ocupa más de dos metros cuadrados. Es fácil. Basta con dividir superficie total entre superficie individual para obtener el resultado: un millón de almas. Un millón de almas de dos metros por uno. «Y eso sólo en la planta baja de las casas», puntualiza el parroquiano de «El Café Español». «A los de arriba no nos han tenido en cuenta», añade otro.

Mustafa dejó a un lado el periódico hace ya un buen rato. Ha leído lo justo, el número preciso de sílabas, los titulares de las noticias. Él sólo lee los titulares. Con eso le basta. Más tarde, cuando acuda a la tertulia de «El Café Español», dará el pie para las amigables discusiones en torno a tal o cual asunto. Él propone casi siempre el asunto a debatir. Cuestiones importantes, necesarias, publicadas en el papel amarillento que se lee de derecha a izquierda a ritmo lento, silábico, con tenacidad infantil. Otros, más diestros que él en la lectura, ampliarán esos asuntos tan importantes, tan necesarios, tan dignos como para merecer un titular en los periódicos. Esos asuntos que se anuncian en negrita y cuerpo de letra generoso. Quizá Abdel-Aziz, su vecino de abajo, acuda hoy a la tertulia. Quizá si el día, con todo, ha sido un buen día. Abdel-Aziz, taxista en Casablanca, vecino de la Medina Vieja, propietario de un Mercedes fabuloso, del año 86, de color blanco y con los guardabarros y los parachoques cromados, un auto de importación adquirido en subasta, un primor de coche con nombre de mujer. Abdel-Aziz, el vecino taxista, es un hombre informado. Lee de carrerilla, sin ese silabeo infantil tan propio de los residentes en la Medina Vieja. Además, por su oficio, está en contacto con hombres de negocios locales y extranjeros, con turistas franceses, españoles, belgas. Incluso un día, cuenta con orgullo Abdel-Aziz, llevó en su Mercedes del 86 a un famoso escritor. Mustafa no recuerda el nombre de ese escritor. Es un francés que escribe en español o un español que escribe en francés. No recuerda su nombre pero Abdel-Aziz, su vecino de abajo, quedó impresionado. No todos los días se conoce a una personalidad relevante.

Ayman cruza la frontera de la Medina Vieja por la parte del mercado. Faltan quince minutos para las siete. Debería apretar el paso si no quiere llegar tarde al hotel de cinco estrellas y nombre inglés donde trabaja. Mañana, cuando vuelva a casa después de doce horas de jornada, hablará con Ibrahim. Este niño siempre dando problemas. Ayman camina deprisa y mientras, va pensando qué habría hecho su padre en su lugar. Él lo aprendió todo de su padre, por eso lo añora tanto. Por eso, porque era su padre y porque era una buena persona que en todo momento sabía qué decir, qué hacer. Ibrahim es un niño problemático, a veces. Es el tercero de los siete hijos que Dios —hágase su voluntad— les ha enviado. Ibrahim sabe que no debe retrasarse. Ellos son una familia humilde, como tantas otras que viven en la Medina Vieja. Pero tienen sus reglas. Eso también lo aprendió Ayman de su padre. Por la mañana, cuando acabe su trabajo de marmitón, de mozo, de lo que sea, y vuelva a casa, hablará con Ibrahim. Sin alzar la voz, sin violencia. Él nunca ha pegado a sus hijos. Su padre, un buen hombre sin duda, jamás fue violento con él, ni con sus hermanos y hermanas. Le bastaba con elevar el volumen de su voz, nada, una pizca, y ellos comprendían, sabían que algo iba mal. Sí. Ayman hablará con su hijo y le pedirá una explicación a su retraso. Será una conversación de hombre a hombre. Son ya once años. Son ya las siete. Ayman llegará tarde a su trabajo.

Sara cubre de nuevo el cadáver. La sábana presenta grandes e irregulares manchas rojas: pétalos de amapola que crecen sobre tierra yerma. Mira a su alrededor. Hay más cuerpos ocultos piadosamente bajo otras sábanas. Y manchas rojas aquí y allá. El olor es fuerte en el sótano húmedo y escasamente alumbrado que hace las veces de depósito. Procede rellenar la ficha. La enfermera Sara calcula mentalmente la edad del chiquillo muerto. Poco a poco y de derecha a izquierda, Sara completa el formulario: varón; entre ocho y doce años; moreno; traumatismo múltiple; imposible su identificación. Comprueba la hora en el reloj de pared obsequio de unos laboratorios farmacéuticos alemanes. Las siete. Dentro de una hora acabará su turno. Le duelen los pies y aún no se ha repuesto del todo del último catarro. Tiene ganas de irse a casa para tumbarse en su cama de mujer sola. Pero antes se acercará a la Medina Vieja. Una amiga ha conseguido medias de seda a través de un portuario. Preciosas, dice su amiga. Aún no han concretado el precio, pero Sara está dispuesta a sacrificarse. Jean Louis regresa el sábado de su viaje a Marsella. Jean Louis está maduro: sólo faltan pequeños detalles, como un par de medias negras de seda, para que él dé el paso decisivo. Irán a cenar a su restaurante favorito en la bahía, ése que tanto les gusta a los dos, cerca del faro, un restaurante francés: bonsuar madamesié. Y después, al karaoke del Sheraton. Jean Louis puede permitirse éstos y otros lujos. Es francés, delegado de una constructora importante, y gana al mes más que ella en todo un año. Está decidido: pagará por las medias lo que le pidan. A los franceses les gustan estás trivialidades y Jean Louis es tan francés. Sara ya sabe cómo acabará la noche del sábado —sus encuentros avanzan siempre en la misma dirección, con las mismas paradas—: terminarán en el apartamento de su novio, un poco bebida ella y bastante borracho él. Cuando lleguen al piso, Sara le dirá a Jean Louis que necesita utilizar el cuarto de baño y, entonces, aprovechará para quitarse las medias negras de seda. El precio de las medias, sea cual sea, resultará oneroso y no es cuestión de que Jean Louis destroce la prenda con sus torpes movimientos de francés ebrio. En el fondo, lo que más incomoda a Sara es tener que acudir a la cita con Jean Louis sin llevar puestas las bragas. Pero Jean Louis es tan francés, tan caprichoso, y le gustan tanto estas trivialidades.

Abdel-Aziz no acudirá esta noche a la tertulia de «El Café Español». Ni mañana tampoco. Quién sabe —Dios lo sabe todo, lo ve todo— cuándo podrá volver por allí. El día había sido un buen día. En su cartera de piel repujada, los dihans apretaban aún más el acelerador del coche, un buen auto el Mercedes del 86. Eran las cinco, la hora en que cientos, miles de niños y niñas —siempre más niños que niñas— abandonan sus colegios en la periferia de Casablanca. Éste es un país con un gran futuro. Basta detenerse a contemplar la riada de escolares que cada tarde, a las cinco en punto, inunda las calles, las carreteras, las avenidas; niños y niñas que forman atascos de tráfico, que cruzan sin mirar antes; niños y niñas que nada pueden hacer cuando un Mercedes del 86, lanzado a toda velocidad, acomete y los destroza con su parachoques cromado. Abdel-Aziz no acudirá a «El café Español» esta noche. Ni tampoco mañana.

Ayman aguanta la reprimenda de su primo tercero o cuarto: él es el responsable; él tomó el compromiso frente a los jefes. A él, su pariente, todo se le debe. El empleo de marmitón o de lo que sea, las doce horas de jornada, las bolsas con las sobras de las sobras de la cena. Seguro que hoy no le entregará la bolsa de plástico, claro, por llegar tarde a su trabajo en el hotel de cinco estrellas y muchas plantas. Ayman calla. Él no es como su padre —Dios lo tenga en el paraíso— que siempre sabía qué decir, qué hacer. Lástima lo de la bolsa de las sobras, pero estando como está la situación, hoy no hay nada que hacer. Una pena. De camino al hotel, Ayman ha preparado la estrategia a seguir con Ibrahim. Cuando llegue a casa por la mañana, con sus doce horas de hazestohazaquellohazlootro a las espaldas, Ayman despertará a Ibrahim, lo levantará de la cama y hablarán de hombre a hombre. Ibrahim ya cumplió once años y hay reglas en esta casa humilde que todos sin excepción deben cumplir. Una conversación seria, sí, pero sin alzar la voz. Ibrahim es un buen muchacho, pese a todo. Hasta ahora ha causado algún que otro problema aislado, nada importante, cosas de niños, pero ya con once años es tiempo de hablar de hombre a hombre. Ibrahim, el hijo predilecto, el mayor entre los varones. Él es el futuro de este país joven, un país que necesita claridad de ideas, reglas, orden. Y su hijo comprenderá que ésa ya no es la conversación de un niño con su padre, sino la de dos hombres adultos que hablan de verdad —con la ayuda de Dios, el grande y poderoso—, que se quieren de verdad. ¡Lástima lo de la bolsa con las sobras! Sería un buen comienzo que, como colofón a ése primer encuentro entre un padre y su hijo, ambos pudiesen compartir un buen desayuno. Quizá unas costillas de cordero, o mejor aún, un pastel inglés de ésos que preñan con pasas y frutas confitadas.

Anochece sobre las murallas huérfanas de mar de Dar el Beïda. Anochece en Casablanca.

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DESCRIPCIÓN DE UN PAISAJE URBANO


Se cuenta en el Libro que «aquel que sentía la necesidad de ser un piel roja, un guerrero de una época anterior a la leyenda de los centauros, contemplando la vida a través de la ventana abierta descubrió el remedio para su soledad. Y no pudo menos que fugarse a bordo del tranvía donde una mujer, blusa negra rematada en el escote y en las bocamangas con puntillas de hilo, regresaba del ayer para mirarse en el espejo.
»Como un ladrón, acecha desde dentro de la sombra. Intenta evaluar las posibilidades del asalto, detectar el lugar y el momento propicios, y se pregunta si acaso existe una razón que impida el crimen.
»La mujer desnuda su cuerpo y prepara el equipaje para el sueño: horquillas, una red, el vaso de agua que velará en la mesilla, la sensación de cansancio, el peso creciente de los párpados, la perentoria necesidad de olvidar —aunque sea unas horas— la blusa negra, los remates holandeses, el traqueteo de los tranvías, las cuerdas lastradas que le impiden elevarse, los estrechos pasillos donde se desangra cada día inútilmente. Pero también esta noche el espejo miente, como todas las noches, como todos los espejos en todas las habitaciones de todos los palacios de la ciudad. La soledad es un imposible. Nadie está solo. Y si realmente hubiera más ciudades —esta posibilidad es defendida, incluso con violencia, por aquellos que apenas si conocen los barrios periféricos—, la situación sería la misma. Porque todas las noches son la misma noche y todos los cuerpos se desnudan lentamente frente al espejo, de espaldas a los ojos que contemplan la escena desde fuera (miradas furtivas, un sendero de grava azul que divide el patio y el olor dulce de los jazmines).
»El ladrón abandona su escondite».

[Las mariposas nocturnas emiten un compuesto químico; feromonas. Cuando los entomólogos comprendieron el proceso, se pusieron a trabajar en sus laboratorios y lograron sintetizar ese compuesto. Después, como una consecuencia natural, los ingenieros forestales idearon trampas donde las mariposas mueren de amor y de engaño. Las hormigas, los escarabajos carnívoros y también algunas arañas han descubierto, con enorme placer, las bondades del sistema y su provecho. Basta tener paciencia, esperar a que la noche precipite los cuerpos minúsculos dentro del embudo. Las polillas son devoradas mientras intentan copular con un tubo de plástico sólo en apariencia vacío.] «El piel roja desanda las calles desiertas. Las noches más propicias son las de la luna nueva, porque se evita la competencia del satélite. Sus manos enguantadas palpan a través de la tela del gabán el frasco donde se almacena el producto de la cacería. Cuando llegue a casa, lo primero, cerrar la ventana, aislar su soledad —su versión de la soledad— entre las cuatro paredes del laboratorio; y después, con la delicadeza y la precisión que da el oficio, procederá a naturalizar los especímenes. Son dos; de color verde con incrustaciones más oscuras; dos preciosos ejemplares para su colección, probablemente la mejor surtida a este lado de la ciudad.
»La casa aún queda lejos, pero él nunca se ha planteado pasarse al enemigo. Aunque resulte agotador caminar tanto, jamás consentirá compartir su silueta con la de un caballo. Le horrorizan las leyendas de centauros, aquellos monstruos que surgieron de las aguas para destruir lo que ni siquiera tuvieron tiempo de admirar. Como también teme enfrentarse a las mentiras del espejo mientras se desnuda, lentamente, de espaldas a la ventana cerrada».
[El Libro, incomprensiblemente, es una guía turística para viajeros de fin de semana.]


 

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