Luis Alberto de Cuenca

Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo
C.S.I.C.

 

El cine fantástico y de terror en España

Dedicarse al cine fantaterrorífico en España fue, ha sido, es y, probablemente, será una empresa heroica y, de algún modo, utópica. Los cineastas que eligen tan sugerente opción no cuentan, la mayoría de las veces, con apoyo institucional ni con inversiones multimillonarias por parte de las grandes productoras. La crítica sesuda tampoco acepta, salvo honrosas excepciones, un género fílmico tan hermoso e imaginativo, que no ha cesado de alumbrar obras maestras desde los albores del cine silencioso hasta nuestros días.

      Poco se ha escrito sobre el personalísimo celuloide fantaterrorífico español. El movimiento de recuperación y estudio de la cinematografía fantástica en nuestro país surge de autores como Luis Vigil, Pedro Yoldi, Francisco Muntaner, Juan José Plans, Luis Gasca, Adolfo Camilo y Fernando Alonso Barahona, entre otros, nombres muy señalados todos ellos en la noble labor de reivindicar el fantastique cinematográfico español Pero no cabe duda de que el inveterado realismo que, al parecer, caracteriza o debe caracterizar la creación artística en España ha puesto toda suerte de trabas al desarrollo pleno de una literatura fantástica y de un cine fantástico en estos celtibéricos páramos, donde se ha puesto precio desde antiguo a la cabeza de todo aquello que signifique libertad o que conlleve imaginación.

      Pero vayamos por partes, como aconsejaba Jack el Destripador. Y la primera parte es, siempre, el principio. Durante el largo período que abarca nuestro cine mudo ocupa un lugar de privilegio Segundo de Chomón Ruiz, llamado con justicia el «Méliès español», que nació en Teruel en 1871 y falleció en París en 1929. Mi pariente el gran historiador del cine (y ocasional poeta erótico) Carlos Fernández Cuenca dedicó a De Chomón una documentada monografía (Editora Nacional), en la que daba cuenta de los hallazgos técnicos de innegable importancia que se deben al cineasta turolense, autor de títulos inolvidables como El hotel eléctrico (1908), La gratitud de las flores (1910) o El puente de la muerte (1910). Chomón colaboró, asimismo, en el fabuloso Napoleón de Abel Gance, y murió a consecuencia de unas fiebres malignas contraídas en Marruecos.

      Junto a Segundo de Chomón, y sin ánimo alguno de exhaustividad, citaré a Alberto Marro, realizador de Los misterios de Barcelona (1915), película basada en la novela homónima del inefable Antonio Altadill, y El beso de la muerta (1916), así como a Ramón Caralt (El doctor rojo, 1917) y a Magín Murià (El vindicátor, 1918). En El misterio de la Puerta del Sol (1929), de Francisco Elías, hay una extraordinaria secuencia onírica que le abre las puertas del género y justifica su mención aquí.

      Luego llega el franquismo, que no favoreció precisamente el fantaterror, sino todo lo contrario, a lo largo de sus primeros veinte años. Hay películas, sin embargo, que, sin ser estrictamente fantásticas, contienen elementos fantásticos de interés, como La casa de la lluvia (1943)El castillo de las bofetadas (1945), Angustia (1947), El huésped de las tinieblas (1948), Caperucita Roja (1948), El hombre que veía la muerte (1949), Parsifal (1951), El diablo toca la flauta (1953), La otra vida del capitán Contreras (1954), Tres eran tres (1954), Faustina (1957), y Fantasmas en la casa (1959). Tal vez los títulos de esa etapa más dignos de ser recordados sean La torre de los siete jorobados (1944), del genial Edgar Neville, y El cebo (1958), de Ladislao Vajda, con un formidable Gert Fröbe haciendo de asesino psicópata.

      En 1964 se aprueba en las Cortes del Reino un paquete de normas de protección a la cinematografía, estimulándose las coproducciones, lo que plantea un escenario bastante más propicio al fantastique y a su pleno desarrollo en nuestro país. Nombres como Paul Naschy, Jesús Franco, Narciso Ibáñez Serrador y Amando de Ossorio inician su andadura (Juan Piquer surgirá un poco más tarde). Me referiré, uno por uno, a esos nombres fundacionales.

      Jesús Franco nació en Madrid en 1930. Lo ha sido todo en cine: director, guionista, productor, hasta músico. Posee una filmografía apabullante que supera los ciento cincuenta títulos. Trotamundos impenitente, ha rodado en todos los países de Europa y ha cultivado todos los géneros con desigual fortuna, aunque sus preferencias hayan ido por los terrenos del sexo y el horror. Tío del estupendo novelista Javier Marías y del llorado cineasta Ricardo Franco, ha tachado humorísticamente a su propias películas como cine «de caspa y autor». Inteligente, socarrón, atacado por el síndrome de rodar sin pausa, a J. F. se le deben cintas de obligada referencia en el campo fantástico, como Gritos en la noche, Miss Muerte  o La mano de un hombre muerto. Prolífico, jocoso y entusiasta del porno, ha conseguido que trabajasen a sus órdenes figuras de la talla de Christopher Lee, Klaus Kinski, Telly Savalas, Herbert Lom, Eddie Constantine y Howard Vernon. Su estilo estrafalario y sandunguero, descuidado y minoritario, propio de un jovencito genialoide y gamberro, lo ha convertido en un realizador de culto para muchos aficionados, entre los que sin duda me cuento.

      Jacinto Molina, alias Paul Naschy, nació en Madrid poco antes de la guerra civil, nada menos que en la muy castiza calle de Postas. Estudiante de Ciencias Exactas y de Arquitectura, dibujante, pintor e ilustrador, destacó como deportista de élite, llegando a ser campeón de España de halterofilia. Tras conocer las interioridades del cine como «extra» de postín en Rey de reyes, decide dedicarse a la arriscada profesión de cineasta, inaugurando con La marca del hombre lobo la edad de oro del celuloide fantaterrorífico hispano. El gran Naschy recrea en sus películas los grandes mitos del terror y de la fantasía universales, aportándoles ricas y novedosas perspectivas. Autor de los guiones, y en muchas ocasiones director, de las películas que protagoniza, Paul Naschy es un actor proteico y versátil, capaz —como Lon Chaney— de dar vida a los más diversos personajes y en todos los registros posibles, desde el detective privado al asesino en serie pasando por el padre de familia afligido, el general romano, el sacerdote o el terrorista, y desde la tragedia más tremenda a la comedia más desaforada, pasando por las mil y una variantes intermedias. Su indiscutible genio se refleja en títulos como El huerto del francés, El caminante, La bestia y la espada mágica, Inquisición, Latidos de pánico, Madrid al desnudo, El retorno del hombre lobo, Los cántabros, Mi amigo el vagabundo o El aullido del diablo. Sus dos grandes creaciones, Waldemar Daninsky y Alaric de Marnac, figuran en la loggia mayor de los mitos fantásticos del siglo XX. Paul Naschy es, además, uno de nuestros hombres de cine más internacionales y más galardonados allende nuestras fronteras. Existe un antes y un después de Naschy en el fantaterror español.

      Narciso Ibáñez Serrador nació en 1935 en Montevideo (Uruguay) y se inició muy pronto en las artes escénicas acompañando en giras a sus padres, Narciso Ibáñez Memta y Pepita Serrador. Director, guionista, productor, actor, dirigió  su primera obra —El zoo de cristal, de Tennessee Williams— en 1953. Como guionista ha utilizado con frecuencia el pseudónimo de Luis Peñafiel. En el campo que nos ocupa, rodó dos películas que marcan con letras de oro su paso por el fantaterror: La residencia (1969) y ¿Quién puede matar a un niño? (1976). Son filmes muy hermosos, cuidados hasta el último detalle, todo un lujo para el cine fantástico español. Por desgracia para sus fans, Ibáñez Serrador interrumpió su brillantísima trayectoria fantaterrorífica para dedicarse por completo a la televisión, donde es una figura incontestable. Pero han bastado dos largometrajes para situarlo en el Olimpo del género.

      Juan Piquer Simón nació en Valencia el mismo año que Ibáñez Serrador. Estudió Bellas Artes y empezó dedicándose al cine industrial y publicitario. Por fin, en 1977, siendo gerente de Almena Films, produce y dirige Viaje al centro de la tierra, una espléndida película con estupendos efectos especiales. Su devoción por Julio Verne le hace acudir más de una vez al gran novelista francés en busca de inspiración, como en La isla de los monstruos, en la que Peter Cushing, Terence Stamp y Paul Naschy comparten estrellato. Piquer es el reflejo melancólico del brillo que despiden los tesoros ocultos en las islas de nuestra infancia, cuando aún era posible ser pirata sin salir del cuarto de juegos o ganar épicas batallas a lomos de un caballo de madera (como en el inolvidable relato «Blagdaross» de los Cuentos de un soñador de Lord Dunsany).

      Amando de Ossorio nació en La Coruña en 1918. Periodista y escritor, pasa por muy diversas facetas cinematográficas hasta llegar a la dirección. Su primera película, extrañísima y con un solo personaje, Bandera negra (1956), será perseguida por la censura por haber sido rodada sin permiso ministerial. En 1968 dirige Malenka, la sobrina del vampiro, y en 1971 realiza La noche del terror ciego, su mayor éxito y el inicio de su popular saga acerca de los caballeros templarios. Ossorio no posee una técnica exquisita, pero no cabe duda de que sus espectrales templarios, movidos a cámara lenta a imitación de los vampiros de León Klimovsky en La noche de Walpurgis, gustaron una barbaridad dentro y fuera de España. Su última película, Serpiente de mar, muestra a un decrépito Ray Milland como protagonista.

      Franco, Naschy, Ibáñez Serrador, Piquer y Ossorio representan diferentes maneras de ver y de tratar el fantastique. Franco es la serie B más pura y dura; Naschy, lo onírico y el gótico exacerbado; Ibáñez Serrador, el perfeccionismo narrativo y escenográfico; Juan Piquer, la pasión por la aventura y el regreso a la infancia; Ossorio, la percepción plástica del hedor de la tumba.

      Son los cinco autores más emblemáticos, en mi humilde opinión, de nuestro cine fantaterrorífico, pero a su lado hay otros nombres, igualmente prestigiosos, como León Klimovsky (La noche de Walpurgis), Jorge Grau (No se debe profanar el sueño de los muertos), Eugenio Martín (Pánico en el Transiberiano), Carlos Aured (El espanto surge de la tumba), Pedro Olea (El bosque del lobo), Iván Zulueta (Arrebato), José Luis Merino (La orgía de los muertos), Miguel Iglesias (La maldición de la bestia), Vicente Aranda (La novia ensangrentada), y Javier Aguirre (El jorobado de la morgue y El gran amor del conde Drácula), entre otros. Todos ellos contribuyeron con su trabajo y con su genio a configurar el espacio de un fantastique cinematográfico español, fenómeno que abarca ya más de doscientos títulos y que empieza a ser estudiado con el rigor que se merece (da testimonio de ello, por ejemplo, el volumen Cine fantástico y de terror español, 1900-1983, publicado hace unos años con motivo de la Semana Internacional de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián).

      En cuanto al porvenir, lo tendríamos asegurado aunque sólo fuese con dos nombres que a buen seguro van a conducir —han conducido ya— el fantaterror cinematográfico a niveles de calidad difícilmente superables. Me refiero a esos dos jóvenes genios que se llaman Alejandro Amenábar y Álex de la Iglesia. Con ellos el futuro del cine fantástico español está en buenas manos.