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Con franqueza, escribir un texto contra la guerra me parece un contrasentido. No somos quienes nos oponemos a la guerra los que debiéramos dar explicaciones, sino quienes la alientan y amparan. ¿Por qué razón quienes se resisten al asesinato indiscriminado de personas deben explicar su oposición a tales asesinatos? ¿No hay algo de extraviado y perverso en todo esto? Es como si la víctima de una violación y no el violador fuese quien tuviera que andar justificando su papel de violado. A la paz no hay que buscarle argumentos, porque ella se basta a sí misma como argumento. A la vida no hay que buscarle explicaciones, porque no hay otra explicación que la vida. Que sean los criminales y los asesinos los que, en vez de permanecer agazapados, expliquen, traten de justificar la muerte de seres inocentes. Que sean quienes se amparan en las instituciones o en las ideas para asesinar a un solo hombre quienes den explicaciones. Que sean quienes anteponen sus propios y espúreos intereses a la suerte de los hombres los que traten de convencer al resto de los hombres de su macabro altruismo. Exijamos explicaciones a quienes empuñan una calculadora, una bandera, una bomba o un fusil porque sólo ellos pueden dar explicaciones. Exijamos explicaciones a los que se lucran a través de la muerte de los hombres, a quienes nada les importa la vida de los hombres, a quienes desoyen la vida de los hombres, a quienes niegan la vida de los hombres.
A nosotros, los que nos oponemos a la guerra, sólo nos cabe llamar a las cosas por su nombre sin que nos tiemble el pulso: a la criminalidad llamémosla criminalidad, al terrorismo no lo dejemos en menos que en terrorismo. Sea quien sea el criminal, represente a quien represente el terrorista. Ellos, los criminales y los terroristas sí que nos deben una explicación. Porque al fin son ellos quienes siembran, justifican y legalizan el terror, ellos los que se instalan en el más abyecto de los terrorismos, sean ellos los que deban dar explicaciones ante el resto de los mortales y ante la justicia.

 

Manuel Moya