Rafael Suárez Plácido

 

Para no ir nunca más al cine

Todo el mundo lo sabe, incluso quien diga que nunca ha creído en ellos. Todo el mundo sabe desde hace siglos que los fantasmas siempre vuelven al lugar del que proceden. Y no sólo eso, sino que se hacen fuertes y se apoderan del sitio como si fueran sus únicos moradores, y que como empiecen a sentirse cómodos se quedan a sus anchas y ahí te quiero ver.
Pero también es cierto que no siempre pensé así. Yo también he sido un descreído. Hasta hace sólo unos meses pensaba que los fantasmas no existían, que eran producto de imaginaciones calenturientas o seudo místicas, o si acaso, que de ser reales lo serían igual que algunos entes de ficción, como don Quijote o el conde Almàsy o la mismísima Juliette Binoche. ¿Puede alguien que se jacte de estar en su sano juicio permanecer incrédulo cuando Rex Baxter, de los Baxter de Chicago, se dirige a Mia Farrow desde la pantalla de un cine perdido del Bronx neoyorquino, en La rosa púrpura de El Cairo?, ¿o cuando Rutger Hauer, en Blade Runner, le cuenta a un Harrison Ford suspendido en el vacío, sujeto sólo por el brazo poderoso del replicante, que él ha visto cosas que los demás hombres nunca podremos imaginar? Yo mismo, cada vez que reponían alguna película con Katherine Hepburn, Jean Simmons o Gene Tierney, o cuando estrenaban algo de Juliette, mi adorada Juliette, me dirigía al cine que fuera, como hacía cada tarde Mia Farrow, soñando con salir de una vida anodina y vacía, en la que uno siempre tiene que andar pidiendo perdón a cada momento, y me ponía a desear con toda mi alma que aquella copia también saliera defectuosa y que el fantasma de alguna de las ya mencionadas se dirigiera a mí. Soñar no cuesta nada, dicen.
Pero es cierto que los sueños, sueños son, y qué gran verdad que en la vida las cosas, cuando ocurren, lo hacen de una forma mucho más prosaica, más triste también, que en la ficción del cine o de los libros. La última vez que pisé una sala de cine, y juro ante Dios que nunca más volveré a hacerlo, fue para ver a Gene Tierney en la reposición de El fantasma y la señora Muir, una de las historias más reales que nunca me han contado y que muy a grandes rasgos cuenta la relación clandestina, casi imposible, como todas las mías, que siempre nacen con vocación de imposibles (y sí, es cierto que eso las hace más bellas a priori, pero es que a estas alturas cada vez me llena menos la belleza que de lo imposible, de lo tan a priori). Cuenta la relación, decía, entre la joven viuda Lucy Muir y el fantasma que habitaba su casa, alquilada al pie de un acantilado galés, el capitán Gregg, que fue su antiguo dueño y que haciendo alarde de buen gusto se negaba a abandonarla y no sólo eso, sino que también, y ahí está el elemento que pone en marcha la trama, se negaba a que nadie más la habitara. A todo el mundo, incluso a quien no crea en fantasmas, le agradaría tener en casa uno como Rex Harrison, que era quien prestaba su cuerpo al capitán Gregg, o mucho mejor aun, como Gene Tierney, Lucy Muir, a la que incluso el propio fantasma estuvo dispuesto a procurarle un huequecito, como era de rigor. Que tire la primera piedra quien no hubiera hecho lo mismo. No seré yo, desde luego. Tanto es así que hasta me puse a desear con todas mis fuerzas tener un fantasma en mi casa que, dicho sea de paso, es bien grande y bien antigua, y que ya ha sido habitada por varias generaciones de mi familia, de hecho actualmente la compartimos tres, mis abuelos, mis padres, mi hermana y yo.
Treinta años deseando cosas que nunca se cumplieron y ahora de pronto va y se me cumple el deseo, aunque eso sí, nada de fantasmas como en el cine, guapos, interesantes y cultos, sino un auténtico pelmazo que se me aparece todas la noches y dice ser ancestro mío, no sé bien de qué siglo, pero a juzgar por las ropas que usa debe ser o muy antiguo o un proyecto de dandy trasnochado. Se dice llamar don José Miguel del Prado y a veces, cuando se acuerda, imita una leve cojera, a lo Byron dice.
De esto hace ya unos meses y desde entonces no he podido pegar ojo. Sus monólogos, porque que se sepa que yo me niego a contestarle, son largos y farragosos, repetitivos y decadentes, poco originales, como sus ropas que, por cierto, no se cambia nunca. Su voz retumba de tal forma en mi cabeza que no alcanzo a entender cómo es que nadie más llega a oírla. Ya lo he intentado todo para desembarazarme de él, pero sin resultado alguno. He probado a dormir de día y vivir la noche, pero es aun peor porque me acompaña siempre allá donde vaya haciendo comentarios obscenos de malísimo gusto y de peor estilo, y tratando de resultar ingenioso con chistes que harían las delicias del peor Breton. Más bien rellenito, con cara de diablillo descuidado, moreno, siempre erguido en el porte, unos días simulando su cojera de siempre con un pie, otros días con el otro, y siempre recordándome que todos tenemos que morir. Es insoportable.
A veces, herido en un íntimo orgullo, bien por mi frialdad, bien por mis insultos, me convence de que todo ha sido producto de mi imaginación y desaparece de mi vida para siempre, como hizo el capitán Gregg en la película, pero se ve que su vida en el más allá tampoco es demasiado interesante y siempre vuelve a los pocos días haciendo como si nada hubiera ocurrido o, lo que es aun más sangrante, diciéndome que me perdona. Sí, decididamente debe ser uno de mis ancestros.
Mi familia sospecha algo. Claro que no les voy a ir con historias de fantasmitas a mis años. Hasta ahí podíamos llegar. Pero noto en sus miradas, en la forma de tratarme, un cierto fingimiento cómplice, como si supieran pero callaran. Ya ni los perros de mi hermana me ladran como antes y se niegan a entrar en mi habitación, y eso, que por otra parte no deja de ser un deseo que yo albergaba más o menos oculto desde que empezó a recogerlos, ahora me duele. Pero lo que más me molesta es cuando el fantasma se da aires de escritor de culto, con aureola de malditismo incluida, más allá del bien y del mal, y va dejando la casa sembrada de papeles por todas partes. Yo no sé cómo va a acabar esto. Esta mañana he encontrado este texto en mi mesilla y yo no recuerdo haberlo escrito. De momento ya he prometido no volver a pisar una sala de cine. Nunca más.