En el centro de Mieres del Camino, en una calle larga y sucia por la que
pasa la carretera que antiguamente unía Madrid con la costa asturiana, aún
se conserva el viejo edificio que en su día albergó el cine Esperanza. Se
trata de un caserón gris y austero atrapado entre dos bloques de viviendas
y en cuyo bajo, clausurado por una reja que el óxido ha ido conquistando año
tras año, todavía pueden apreciarse las huellas de las carteleras que cada
fin de semana traían a la ciudad nuevos sueños con los que ahuyentar los rutinarios
espectros de la crisis. Nuestros abuelos contaban que el Esperanza había abierto
a mediados del último siglo, unos años antes de que nacieran nuestros padres,
en una época ya extinta –y casi inimaginable para nosotros, hijos de un tiempo
de degeneración e incertidumbres– en que la ciudad había llegado a contar
con un teatro, cinco cines y varias salas de fiestas que se abarrotaban invariablemente
los sábados, domingos y festivos. Hoy, cuando apenas queda nada de todo aquello
y sólo los más viejos recuerdan de cuando en cuando las fiestas que se organizaban
por El Carmen o Santa Bárbara o la animación en los bares cada vez que acababan
el turno los trabajadores de las minas, el Esperanza –o lo que una vez recibió
ese nombre y ahora es sólo un cascarón vacío, una fachada ennegrecida por
el humo de los coches y la infamia del olvido que espera, atemorizada y en
silencio, a que alguien consume su final definitivo– tan sólo existe para
quienes lo recuerdan, y ni siquiera eso: desde el último día que abrió sus
puertas, desde la última noche que vio encenderse su pantalla, han sido muchos
quienes han acabado por borrar de su memoria la entrañable incomodidad de
sus butacas, los cortinones rojos que ocultaban la tela en la que habría de
proyectarse la magia o el tenue hilo de luz que, desde lo alto del anfiteatro,
atravesaba el aire en línea recta para ir a estamparse –en una explosión de
colores y sonidos– sobre aquella blancura inmaculada en la que muchos aprendimos
algunas cuantas cosas importantes para movernos por la vida.
Y sin embargo, hubo varias generaciones que recibieron su primera
educación sentimental allí. Cientos de personas que se emocionaron al escuchar
el monólogo final de Rutger Hauer en Blade Runner, que entraron en la cárcel
con Redford en Brubaker, que acompañaron a Harrison Ford en su búsqueda del
arca perdida o que asistieron en su patio de butacas a la gloriosa celebración
del Día de la Marmota en Punxsutawney, Pensilvania. Miles de ojos, en fin,
que se vieron obligados a abandonar la venerable serenidad de los antiguos
cines –esos edificios viejos, honrados y nobles– para ir peregrinando a poco
a poco hacia las asépticas multisalas de estética yanki que ocupan las partes
sobrantes de los grandes centros comerciales que, con alevosía mercenaria,
han invadido poco a poco nuestras periferias.
Cuando el Esperanza cerró yo ya no vivía en la ciudad, pero me
encontraba de paso allí por un motivo que no soy capaz a precisar.
Cuando supe que aquella noche el cine daría su última función,
compré una entrada para despedirme –en una ceremonia íntima e
inútil– del lugar que tanto me había dado en tantas tardes de
mi infancia. No recuerdo el título de la película, pero sí que se trataba
de un filme norteamericano y olvidable, un largometraje de serie B para adolescentes
en pleno tránsito hormonal sin más mérito que el de un casting que había conseguido
reunir en un mismo elenco a las tres o cuatro musas juveniles
de aquel año. El acomodador me saludó, pese a que hacía muchos años que no
nos veíamos, y me condujo a una butaca en el centro de la sala. En la oscuridad
sólo pude discernir a cinco o seis personas más. Unas filas más adelante había
una pareja que se mostraba menos interesada en la película que en las posibilidades
amatorias que ofrecía aquella inmensa sala sumida en la penumbra. Unas filas
más atrás, un grupo de mujeres –luego, cuando acabó la proyección
y todos permanecimos un rato en la acera esperando a que cerraran las puertas,
como si nos resistiésemos a irnos hasta no ver consumado el desastre, supe
que se reunían siempre el mismo día para ir al cine, echasen lo que echasen,
como una especie de terapia originada por la casualidad y asentada como sin
querer por el mero transcurrir del tiempo– cuchicheaban y reían sin hacer
demasiado caso a la película. Cuando la pantalla fundió a negro para dejar
paso a los títulos de crédito, cuando las luces devolvieron paulatinamente
la claridad a la platea, una voz desde lo alto nos dio las gracias y recordó
que ya no podríamos volver por allí. Que aquel lugar había dejado de pertenecernos.
El acomodador –anciano ya, y cansado– nos dio la mano uno por
uno según salíamos al vestíbulo y luego se perdió por las escaleras que ascendían
hacia la cabina de proyección como si fuera un alma en pena camino del cumplimiento
de su condena. Nos quedamos mirándole y alguien dijo que aquello no era justo.
Todos asentimos. Después, nos fuimos diluyendo en la noche como sombras en
busca de cobijo, como meros extras en la infinita y descorazonadora película
de la vida.