Félix J. Palma

 

Adiós, Marcelo

Dado que todo el mundo me considera el mejor amigo del célebre actor Marcelo Feltrinelli, a nadie le extrañará que me hayan encargado esta nota póstuma, pero estoy seguro que le sorprenderá oír que hace exactamente diez años yo ya sabía que Feltrinelli acabaría suicidándose en la ceremonia de los Oscar, tras haber recibido una estatuilla dedicar un brindis a la platea, antes de que él mismo sospechara que acabaría matándose, en directo y con smoking.

Cuando Marcelo y yo nos conocimos a finales de los setenta los dos éramos un par de don nadies. Él era un actor emigrado que daba tumbos por los escenarios más cochambrosos en busca del papel de su vida, y yo un aspirante a director que había conseguido un presupuesto irrisorio para financiar su primera película. Por decirlo de forma poética: éramos como esos elementos que al mezclarse por accidente dan como resultado un precipitado inesperado. Cuando acepté que aquel muchacho flaco y anguloso como tallado a navaja, fuese el protagonista de mi película no estaba sino haciendo Historia. El éxito de nuestra película fue desmesurado, e inauguró una colaboración profesional que duró trece años, arrojando un saldo de nueve filmes, la mayoría premiados en alguna parte, hasta que Marcelo decidió abandonar el cine para vivir su propia vida. Nadie, ni siquiera yo, entendió por qué se retiraba en la cima de su carrera, pero lo hizo.

Tres meses después, sin embargo, se presentó en mi casa. Yo me encontraba en el jardín y lo contemplé bordear la piscina como un sonámbulo. Fiel a su carácter, me expuso el problema sin rodeos. Había interpretado con éxito todos los papeles imaginables: había quemado Roma, le habían amputado una pierna en un sucio hospital de campaña, había repelido él solo una invasión alienígena, había muerto en la cruz. Pero no sabía interpretarse a sí mismo. Carecía de imaginación. “Dirige mi vida”, me suplicó mirándome a los ojos. Los dos sabíamos que aceptaría: siento debilidad por los desafíos. Firmé un contrato de diez años, y durante ese tiempo, no sólo le diseñé una vida de película, excesiva e intensa, sino que le sobredimensioné como personaje, le di matices. Marcelo, por su parte, realizó la mejor interpretación de su vida. Ya no había cámaras, pero los periódicos se encargaron de inmortalizar las escenas más memorables, como cuando empotró su deportivo contra aquella fuente acompañado por dos putas enanas. Cuando le entregué el frasquito de cianuro –lo único que podía burlar la seguridad del Teatro Kodak-, incluso sonrió ante lo acertado del colofón: la vejez de un astro puede ser plácida, pero nunca es digna. Mejor retirarse a tiempo.

Desgraciadamente, cuando todo esto se sepa, lo que yo recibiré por mi extraordinario trabajo no será el Oscar a la Mejor Dirección, ¿no creen?