No me digáis que fui feliz.
Recuerdo el espesor de los inviernos y una llovizna amarga en
los ojos, la frontera de los cirros.
Recuerdo horas estibadas, fardos grises en los muelles que el
óxido trabaja, silencios hostiles que aún pesan en la sangre más
triste.
En las calles clavaban alambres a los pájaros, cerca de los parques
cenicientos donde acechaban hombres mutilados.
“Huid de ellos”, nos decían nuestras madres mientras un lóbrego
viento batía los montes, las aldeas próximas.
Siempre teníamos frío.
Yo veía las supuraciones y registraba los cúmulos del horizonte,
oscuros caballos sudorosos, charcos sucios en los que bebía la tarde del domingo.
Aquellas sustancias dejaron un tenaz y lúcido rencor que ahora
me combate. ¿Cómo olvidar el sabor de las lágrimas precoces, su fulgor agraz?
Recuerdo también trenes hulleros en vías muertas, la crecida del
río bajo el puente, barrios silenciosos que aún temían todas las humillaciones.
No me habléis de la inocencia: el miedo se alimentó con vuestras
palabras, igual que busca su comida el más astuto de los perros. Mirad ahora
sus colmillos entrenados.
Pero corríamos con aquellas pocas monedas en las manos y buscábamos
el refugio de las sombras palpitantes, su extraño calor, un botín de imágenes
sólo nuestras en las que crecía la vida,
otra vida,
hermosa y precaria como el truco de un mago.
Ahora sé que aquel ruidoso cine de provincias, con olor a lejía
y sueños confusos, nos salvó de nosotros mismos.