Medardo Fraile

 

Doctor Zhivago

Ya sabemos que todas las mujeres son princesas, aunque la mía no alcanzó ese rango. Era una mujer cargada de tópicos hasta la melena y sin ver más allá de sus narices. No es que no hiciera lo posible, a su modo y manera, por serlo, pero no le salía. Era un armatoste tirando a inoportuno y, como tanta gente, fue buena, pero a “mejor” no llegó.

Con cinco años de viudez a la espalda, no sé si lo que yo deseaba en el fondo es que, en efecto, fuera una princesa, sin demasiadas ínfulas y sin demasiados gastos, por supuesto, y así quizá yo hubiera sido otro, un poco príncipe tal vez, pero la pobre era un olmo y no podía dar peras. Tras años de vulgaridad y desengaños, con las ilusiones y las esperanzas muertas, comenzamos a llevarnos bien, es decir, a aceptar que la vida –la mía y la de otros en la oficina-, no era más que un charco donde no oíamos ni el croar de una rana.

De recién casados, le contaba las mil tonterías que me habían ocurrido antes de conocerla, tan sin trabas como si me las contara a mí mismo (porque ella era –como es sabido- cuerpo de mi cuerpo, etc.), con esa ingenuidad del joven satisfecho de excederse en el coito, pero solo nombré a Salvia alguna vez, la única muchacha que, a mis diecisiete años, iba para princesa y que seguramente lo estaría siendo entonces con cualquier otro, en un rincón del país con alegría y con flores que tendría poco que ver con nuestro piso provinciano, sahumado desde el portal por sopa de cocido, pimiento fritos o sardinas asadas.

Salvia era la hija menor del casero, cuando yo vivía con mis padres. Nos sonreíamos al encontrarnos en la escalera y era una tentación y un martirio subir a solas con ella en el ascensor. Tenía el garbo de una chiquilla que vendiera flores y la gracia aristocrática de una duquesa. Después de meses de sonrisas y miradas furtivas, tropezó un día en un tramo de la escalera, la sujeté, nos reímos y se dejó besar. Volvimos a hacerlo otras cinco o seis veces, ella con el temor de que se abriera una puerta y nos descubrieran, y conseguía siempre escaparse de mis brazos y escabullirse escaleras arriba. Luego, dejé de verla y alguien me dijo que tenía novio. Creo que nunca he sentido unos labios como los suyos y tardó mucho en borrarse dentro de mí la sensación de haber dejado escapar lo que he echado de menos toda mi vida: un ave  o una Eva digna del paraíso, una mujer princesa, no azul, como el príncipe ideal que ellas sueñan, sino una hembra que sea comparable a una princesa, sin que a nadie le suene a cursilería o le extrañe.

Cuando dejé los fríos de Almazán y me volví a Madrid solo, tenía la esperanza infundada de toparme con ella, aunque no supiera para qué, porque mi árbol no daba ya fruto y el amor –si podía llamarse así- en parejas, era para que lo creyeran o trabajasen otros con menos años que yo. Salía de mi casa y entraba, leía el periódico o leía un libro, veía la tele, me tomaba alguna caña con el vecino del quinto, que también había vivido en Soria y hablábamos de aquellas tierras, echaba una partida de mus de tarde en tarde con un grupo de viejos y menos viejos del bar “La Luz”, me metía a ver una película cuando me apetecía y, en fin, en invierno me enrollaba la bufanda al cuello y en verano iba a cuerpo como todo el mundo, y lo mismo me daba comer poco que mucho, tarde o temprano o mal que bien. A veces, por un detalle insignificante, pensaba en la muerta que no fue princesa. Me parecía un acertijo sin resolver por el que  no  me  había preocupado casi nunca o un crucigrama de palabras tan fáciles que no se animaba uno ni a coger el bolígrafo. Quizá solo pensara en ella porque en los muertos siempre se piensa o, tal vez, conectara ella conmigo en las alturas. Nunca se sabe.

Por inclinación y costumbre y casi sin malicia, seguía en la calle mirando a las mujeres por detrás, y también por delante, si ellas se ponían a tiro y me facilitaban la visión completa. El cuerpo de la mujer continúa intrigándome cuando no se abandona y se descarta a sí mismo, aunque por eso no deje de parecerme, como Almazán, como Soria, una tierra lejana en la que gocé y sufrí y a la que no volveré.

Una de ellas esperaba delante de mí. Hacíamos cola en un cine de barrio, donde reponían un film mamporrero –o romántico, para otros-, que había tenido éxito años atrás: Doctor Zhivago, basado, según sabían hasta las porteras, en la novela de un poeta ruso. En mi antigua oficina de la Papelera, lo habían visto todos –incluida mi mujer, que fue con una amiga-, menos yo. Frente a la taquilla se alineaban mujeres de todas las edades y parejas de novios. La mujer que me precedía miraba a la calle indiferente y, al parecer, sola y me propuse, sin motivo alguno, no perderla de vista por ver si sacaba una entrada o más. Era de mi estatura o algo menos y a mí, que odio los perfumes, me llegaba de su abrigo sencillo y largo una fragancia leve y acogedora, cálida que, más que de un frasco, parecía emanar de ella misma e invitaba a entornar los ojos y a desearla o soñar. Con las piernas, alternaba esas posturas de garza, tan de mujer que espera, y su pañuelo al cuello, elegante, no era llamativo ni exteriorizaba pretensión alguna. Compró una butaca y, al volverse, sus ojos azules me recordaron algo. Pero no podía ser: ¡Imposible! No seas cretino, me dije. A saber por dónde andará ella a estas alturas. Quizá muerta, o irreconocible y vieja. Y, por primera vez en años incontables, me vino a las mientes una frase que le dije a Salvia entonces, o solo la pensé, no recuerdo: “Las flores de tu nombre son tus ojos”. De joven, decía esas frases, como todo el mundo, supongo. Ahora ya sé que hablar y callar viene a ser lo mismo y que lo único que logra un buen piropo es disculpar los defectos.

No me concentré en la película, aunque dejé que su música nostálgica me rascara por dentro. No paré de mirar a aquella mujer, que parecía embebida en el film y desentendida de todo lo demás. Temía acercarme, poner ante ella a este viejo que soy y decirle: ¿Eres tú? Y, si lo hacía por fin, ¿qué iba a perder con eso?

He leído bastantes historias para saber que una casualidad como ésa aburriría a todo el mundo, menos a mí. Si yo me acercaba a esa mujer y no era Salvia pero, en pocas miradas y menos palabras, me parecía principesca, como aquella de mi juventud, yo no tenía que pedir disculpas, sino intentar ingeniármelas para halagarle el oído de algún modo, invitarla a tomar lo que ella quisiera a la salida del cine, averiguar si era casada, soltera o viuda y entrever en esa hora larga con una solitaria desconocida si, a pesar de mis años, aún era posible que me sintiera algo príncipe con su amistad, que me levantara un centímetro del suelo, que no me dejara enrollarme la bufanda al cuello como aprendí de los viejos catarrosos de Almazán. Por supuesto, podía ser casada, y también soltera, con aspiraciones de matrimonio inmarcesibles pero, si era viuda y sin compromiso, creo que intentaría con ella esa segunda o tercera etapa del amor que llamo “entendimiento”, en el que el otro amor, el de la pasión y los celos, las reconciliaciones y las broncas, las aspiraciones y los fracasos, el camino trillado y el yugo, las cuentas que no salen y el espacio irrespirable, exiguo, de dos cuerpos sin ángel, se quedaría en su sitio para otros, lejos, muy lejos de nosotros.

Pero era ella, Salvia, y afirmó, sonriendo, que no me reconocía o no me recordaba. Su sonrisa me decía que sí y sus labios que no. Por la belleza de sus facciones había pasado la vida, cansándolas, pero en sus ojos, que pretendían esconderse, rebrillaba aún el rescoldo de la inteligencia o de la piedad o el humor. Sus maneras, su vestir, su cuerpo, denotaban aún el palacio de princesa que nunca tuvo, pero que pudo haber tenido con más derecho que otras. Nunca me ha sabido mejor un café que el de aquel bar donde nos metimos, en el que, todavía ajenos el uno al otro, nos contamos a medias verdades y mentiras de otro tiempo. Ahora hablamos por teléfono muchas noches y nos reímos charlando con la libertad sabia que dan los años. Creo que ella y yo empezamos a no acordarnos de aquellos con los que desfogamos la mentira amorosa, también llamada amor, en la que los sexos al fin se separan o acaban equiparándose a una oficina de sábado más o menos gozosa, según el día. Vamos de vez en cuando a algún concierto, al cine, a una exposición, al teatro, a merendar juntos y, después, como los novios de antes, cada mochuelo a su olivo. Y como los novios de antes, nos hemos besado, la he cogido de la cintura, de su brazo bendito, sus ojos y los míos alegres, mirándose. Estoy lelo de felicidad. Ya no me siento viejo. Creo que empiezo a ser un príncipe, aunque ni pretendiente ni consorte.