Julio César Jiménez

 

COMUNICADO POSTAL DEL SEÑOR WES ANDERSON A UN POPULAR PERO RECALCITRANTE CRÍTICO DEL CHICAGO SUN TIMES ACERCA DE DARJEELING LIMITED



Estimado señor Ebert:

Tras su valiente pero fútil invectiva a mi último trabajo, me permito enviarle esta breve misiva, como legítima contestación, a la dirección de su periódico. Espero y deseo que llegue a sus manos y que, en la medida de su entendimiento, encaje sin disgustos mis argumentos.

Si por un lado la envergadura de un resplandor no sólo se distingue extendiéndose sobre paisajes pálidos sino por encima de sus similares, en la vida cotidiana -por el contrario- ésta misma sólo se deforma a través de extrañamientos, o, para entendernos mejor, con aquello único e irrepetible, perecedero.

Como usted debería saber, la gente vive y trabaja por lo general en bucles cotidianos, y sólo aquellos sucesos que no son renovables dan sentido al resto de una vida. Los personajes inverosímiles que usted refiere en su crítica son todo lo auténticos (y por tanto anormales, irrepetibles) que les permite el dictado de su conciencia y el límite -a veces sobrepasado- de los derechos. Su tesis, pues, señor Smith, de que los protagonistas de mis relatos cinematográficos entran dentro del concepto de lo inverosímil carece, a mi modo de ver, de sostén psicológico. Expone que la comicidad que producen los despiden del mundo de lo creíble al formar parte de un territorio de ficción donde idealismo y simbolismo quedaron cercados por la actual industria del cine (en esto último, no obstante, sí le doy la razón). Pues bien, la respuesta que voy a exponerle a continuación no es sólo razonable por lo objetiva que trate de ser sino por la carga de congruencia que tendría hoy en el mundo incongruente que usted y yo nos desenvolvemos.

Veamos: antes de nada hay que partir, entre otras paradojas, de la negación de los géneros estancos y de la insensibilidad como cimiento creativo. Estos presupuestos deberían sonarle algo en cuyo caso contrario debería mantenerlos en cuclillas sobre su mesita de noche, allí, al alcance de su mano. Pero por otro lado, si resulta que no está usted de acuerdo con tales presupuestos vaya, le ruego, a leer la obra cumbre de ese tipo del dieciocho, el tal Diderot, y luego continúe aquí su lectura tras este punto y aparte.

Una vez entendido lo anterior -sobre lo cual no voy a regresar salvo en lo que toca a su nomenclatura-, hay que asumir sus no poco importantes consecuencias: aquellas de que, en tanto que el arte, según Kant, es el juego de la conciencia estética, los recursos estéticos no están al servicio del modo complaciente de entenderlo sino al de otro mucho más exigente: el del factor de extrañamiento dentro de la necesidad de conocimiento del momento estético. Esto, que no le debe sonar a chino a alguien de su altura, se traduce, por si acaso se perdió usted (disculpe mi recalcitrante ostentación verbal) en aquello de que el artista, que es un técnico de emociones (un operario que ordena los sistemas de representación), necesita, para seguir demostrando que todo lo que produce alrededor es estético, un campo abierto de recursos que puedan y deban pisarse unos a otros con el único fin de la eficacia estética, una especie de eficacia que en el caso del narrador ha de desarrollarse con el compromiso de equilibrio entre connotación y denotación. Como digo, esta función, en el momento de contar historias necesita obligatoriamente de esa mínima comprensión (no estamos, señor Ebert, delante de una obra plástica -recuerde usted al Laocoonte de Lessing-) que tira a su vez de otros recursos como, y aquí es donde quiero llegar, el del coeficiente de humanidad de los personajes dentro de un mundo y época determinada o de una historia donde la envergadura de sus inflexiones argumentales son lo suficientemente mesuradas como para que la concepción del arte a través de la obra pase el umbral de la llamada mimesis al de la verosimilitud (si es necesario, tómese su tiempo: lea de nuevo este párrafo).

O en otras palabras: que la verosimilitud -el punto de partida de la concepción moderna del arte- justifica su existencia porque la vuelta a la mimesis cinematográfica que tanto elogia usted es un paso atrás: el conocimiento no es ya el primer presupuesto del arte, sino la superación de este gracias al bendito concepto de lo extraño estético. Y el caso es que, haciendo un notable esfuerzo de comprensión y generosidad, el ingenuo facsímil es loable, digno de admiración como ejercicio artístico; e incluso hasta, en el lado opuesto, la propia irrealidad (que representa el extremo del concepto de lo extraño) es un mero entrenamiento estilístico frente el aplomo creativo que necesita la verosimilitud.

Ésta última no está reñida con el extrañamiento porque es el que nutre su propiedad de eficacia estética y la aleja del arte complaciente y mimético (en este punto podría objetar usted que la índole de lo complaciente no requiere la de la mimesis, pero sería caer en un error de partida pues precisamente es el arte de lo complaciente el fiel a lo contrario de la verosimilitud).

Situados ya en el campo donde usted me quiso llevar, le apuntaré que si hay algo de efectividad estética en mis narraciones es gracias a que hago comprensible una serie de conductas aparentemente anormales que podrían ser las más convenientes en un estado igualmente anormal de la sociedad reflejada en dicha historia. Y cuando digo anormales me refiero, sin connotaciones despreciativas, a lo único e irrepetible –recuerde mi discurso inicial– que se produce dentro de cada uno de los personajes, es decir, ese idealismo y/o simbolismo que dice usted que no cabe en mis historias pues de ser efectivamente así las convierten en comedia.

Mis personajes, señor Ebert, pueden ser tan reales como la vida misma, pero ¿quién dice que deberían serlo? ¿qué necesidad tienen? ¿la de estar emplazados a toda costa en uno u otro género? Yo, poniendo la mano en el fuego, no lo planteo de esta manera. Sencillamente me sirven (gracias a esas peculiaridades que asimismo a usted le valen para expulsarlos del paraíso de la verosimilitud) como punto de inflexión en el proceso argumental, y además son los que consiguen que mi cine sea eso mismo: mi exclusiva manera de entenderlo. Por añadidura también le aclararé que si mi caso fuese el de un novelista podría argumentar el mismo discurso, aunque salvando, por supuesto, las diferencias.

De cualquier manera, señor Ebert, comprenda usted que eso de ser creador es, en cierta forma, ser uno a toda costa, por encima, sin duda alguna, de las catalogaciones que impone la crítica. Inmediatamente contestará usted a esto con que tal concepción es una asumida máxima del decálogo del buen crítico, pero en el fondo reconoce que sólo se trata de una fachada expresiva largada en las cenas de la academia. En ese sentido y como consecuencia de lo dicho arriba acerca de ser uno a toda costa (es decir, conservar el prodigio de la propia supervivencia estética), ir manteniendo la tensión argumental, aunque sea con pequeñas dosis, es imprescindible: alimenta los dos conceptos de extrañamiento y verosimilitud.

Una notable escritora francesa del siglo pasado advertía intermitentemente a lo largo de su obra que parte de la belleza de las cosas se debe a que sean únicas. Posiblemente volver ahora a la vieja concepción de mimesis sea la de mostrar, sin apenas intervención del narrador, aquellas que exclusivamente contienen paisajes descoloridos, pálidos y sin resplandores. Pídale opinión -o léale este discurso- a, acaba de ocurrírseme, el señor Wayne Wang o su sobrestimado colega (y también mío) Paul Auster.