Elvira Navarro

Amor


Siente el miedo agarrado al pecho, y también ese prurito de placer que le viene nada más despedirse de sus compañeras y tomar la amplia avenida. En lugar de entrar en el portal, sigue andando; luego se detiene un momento, vacilante y arrebolada, y continúa, reconociendo su propio goce, arrancado brevemente durante ese instante de duda, y unos minutos después,  bajo la mirada  espantosa de un hombre que hace el amago de seguirla. Un hombre vestido con un traje negro. Lo deja atrás y se zambulle en el barrio viejo. La ansiedad de llegar cuanto antes al límite de la ciudad le hace andar muy deprisa; en ocasiones corre. De ninguna manera le puede alcanzar la noche, pues perdería esos instantes en los que la liberación llega con la misma intensidad que el miedo: sensación de experimentar algo que a duras penas puede soportar.  En realidad ya lo siente mientras camina, fijando la mirada en las fachadas grises y decrépitas de los edificios, y sabiendo que no es capaz de adentrarse por los callejones más sombríos, pero que sin embargo su cercanía la transporta… ¿adónde? No lo sabe, pero es el mismo temor, y la misma fascinación, y también, y esto es lo que más la asusta, la certeza de acercarse a algo que le pertenece por completo. Algo oscuro, desconocido e inmenso. Todavía le queda un buen trecho, y las calles se le hacen eternas. Sólo cuando llega a los nuevos bulevares su ánimo se calma, segura ya de que el paseo no ha sido en vano. Los transeúntes, en su mayoría apelotonados en las paradas de los tranvías que circulan por la periferia, la miran con el semblante aburrido. Clara atraviesa aquella zona desolada, y luego aminora bruscamente  la marcha,  dejando penetrar por su nariz la mezcla de olores de las huertas: tierra húmeda, acequia; verdor de las feas plantas que, alineadas, se recortan contra el horizonte. Masas de nubes muy quietas y oscurecidas contrastan con el murmullo ininterrumpido de la ciudad. Cuando decide volver a su casa, la noche se ha hecho ya enorme.

El portal de su edificio es viejo, igual a todos los del ensanche. Tiene el techo alto, y las paredes son macizas y frías. El hueco del ascensor se ve a través de una reja, y cuando era pequeña a Clara le gustaba trenzar en ella sus dedos para sacarlos bien negros. Ahora no. A lo sumo mira el hueco procurando no acercar demasiado la nariz. Hoy llega con prisa porque es posible que su madre esté esperándola, y sube los seis pisos por las escaleras. Está demasiado nerviosa para aguantar el lento traqueteo del ascensor.  Una vez arriba, se detiene un momento para escuchar el interior de la casa. Si la tele está encendida, no habrá excesivas preguntas por su retraso. No escucha nada. Abre la puerta y se encuentra con la oscuridad, aunque  todavía no puede cantar victoria. Es necesario atravesar el largo pasillo hasta llegar al dormitorio de sus padres.  No obstante, está casi segura de que no hay nadie. Tras haberlo comprobado, ordena tranquilamente el contenido de su mochila sobre el escritorio, como si se hubiera pasado la tarde estudiando. La luz del flexo ilumina su cuaderno de matemáticas, lleno de  aburridas torres de números, definiciones subrayadas en verde y largos enunciados de problemas. Se desentiende de los deberes y mira por la ventana el inmenso patio de edificios; una manzana entera rodeando el techo de uralita de un taller, y al fondo un colegio. Más allá el antiguo cauce del río y la ciudad, con todas las luces encendidas.

El sonido del teléfono le hace acordarse de Jorge, y de que habían quedado en que ella lo llamaría para ir al cine. Clara se encoge de hombros. El asunto de su “noviazgo” con aquel muchacho le parecía despreciable. Hacía dos días que se habían sentado en un banco del patio de su colegio, él con un testigo y ella con otro, para que quedara constancia de que le había “pedido salir”. Se habían mirado un momento, él le había hecho la pregunta, y luego se habían separado. Al final de la jornada, cuando esperaba en la cola del autobús, el muchacho se le había acercado y le había propuesto lo del cine. Ya sólo quería olvidarse de él, pero le daba vergüenza quedar como una estrecha delante de sus compañeros. La vergüenza le hacía sentirse cobarde e incapaz de coger el teléfono.

 

Su romance había comenzado una tarde de la que guarda una sensación irreal. Iba camino de una confitería cercana al centro, con el fin de encargar una tarta para el cumpleaños de su padre. Era diciembre, hacía frío y una multitud asaltaba las aceras, deteniéndose en los escaparates e impidiendo su paso rápido. Clara dudaba del lugar exacto de la confitería, y era una duda agradable porque implicaba poder recorrer varias calles en lugar de una sola, y tal vez la posibilidad de tener que preguntar, y también, como siempre, de entretenerse sin más. Caminaba contenta y miraba hacia lo alto, hacia las fachadas. Al bajar la cabeza, a menos de diez metros de distancia, alguien que había estado siguiéndola dio media vuelta y se esfumó por una calle. Se trataba de un chico joven. Clara lo observó, parada en mitad de la acera. Vaciló un momento, y luego  fue tras él. El chico, cuyos movimientos le resultaban familiares, se metió en un portal. Clara esperó allí cerca de una hora, queriendo desesperadamente saber a quién pertenecía aquella espalda delgada. Cuando lo averiguó, no pudo dar crédito a ese golpe de suerte: tres pupitres por delante de ella, de repente un muchacho en el que jamás habría reparado estaba jugando a su mismo juego. Una mano tendida que la llevaría a aquel extraño límite hacia el que cada tarde caminaba.

Entonces todas las horas del día se tornaron tan febriles como sus paseos: saltaba de la cama apenas sonaba el despertador, se vestía delante del espejo y echaba a correr hacia la parada del autobús para llegar quince minutos antes de que empezaran las clases, temblando de alegría y nervios. Esperaba sentada en el marco del ventanal del pasillo, roja como un tomate, temerosa de que sus compañeros pudieran leerle las intenciones, por otro lado evidentes, pues ella siempre había sido de las que llegaban tarde. Si a alguno se le ocurría preguntar,  contestaba que era su padre quien la había llevado tan temprano. El azoramiento pasaba y, conforme avanzaban los minutos, larguísimos, crecía la expectación; no quería mirar hacia el pasillo pero constantemente se giraba; se esforzaba en parecer lánguida mirando por la ventana, y sólo se topaba con su propio y desmesurado rostro.
Él caminaba con lentitud, con las manos en los bolsillos de la cazadora y la mirada fija en el suelo, como si también  fuera consciente de algo inhabitual que le concernía, y tratase de pasar lo más desapercibido posible durante el tiempo en que, imaginaba, era observado, pues en realidad en ella ya se había producido la gran decepción, como todas la mañanas: encontrarlo pequeño, repeinado y absurdo en comparación con todos los preparativos de su espera. Entonces se mordía los labios, arrepentida, y lo miraba desafiándolo, aunque sin saber muy bien por qué. Tras intercambiar un inaudible “Hola”, volvía a girarse hacia la ventana, pensando en realidad en nada, pues la decepción la dejaba vacía.

El secreto no podía durar mucho tiempo, y una mañana en que la lluvia y el tráfico le impidieron llegar quince minutos antes para esperar a Jorge sentada en el ventanal del pasillo, notó cómo, desde la puerta de su aula, varios grupos de chicos y chicas la miraban esbozando unas leves y exasperantes sonrisas. Entró en la clase sin saludar, y en vano buscó la complicidad del muchacho, que parecía haberse petrificado en su silla. Angustiada, Clara observó largo tiempo su espalda rígida, y la manera excesivamente atenta con que atendía aquella mañana a los profesores. Pensó que todo en él exhalaba la complaciente y superficial culpabilidad de un cretino. ¿O era la suya propia? En verdad le daba lo mismo de dónde viniera aquel confuso sentimiento de traición. Odió a Jorge con toda su alma.

 

El teléfono suena de nuevo y su madre ya está en casa, así que a Clara le resulta imposible postergar su realidad de colegio y novio y de tener que quedar bien en la conversación, porque si no todos los amigos de Jorge sabrán que la ha llamado y que no  ha sido simpática. Inés ya la reclama con esa voz significativa y, al llegar al salón, la mira aún más significativamente. Entonces ella se hace la mayor, como si fuera lo más habitual del mundo que la llame un chico para salir, y con grandes zancadas y como si la estuvieran molestando atraviesa la estancia y coge el aparato.
- Soy Jorge.
Se quedan callados. Jorge carraspea, y luego la invita a ir mañana al cine. No le pregunta que por qué no le ha llamado ella.
- Vale – responde Clara.
- Entonces a las seis y media en la puerta.
- Vale – vuelve a decir. Al colgar, se muerde los labios, y otra vez piensa que por qué tiene que hacer algo que no quiere, si en verdad todo se trata de un malentendido. Aun así, su corazón late muy deprisa, y al rememorar la voz del muchacho, tan tímida por el teléfono, se da cuenta de que le gusta. Inés está a la espera de la novedad, y Clara decide plantarse en la cocina con un desparpajo que ya no es fingido, pues en realidad no ha ocurrido nada. O más precisamente: nada que sea digno de la atención comprensiva de su madre. Pero Inés parece haber decidido por sí misma el significado de la llamada de Jorge.
- Hija, ¿quién es ese muchacho tan simpático? -pregunta.
Clara resopla, se pone colorada, abre la nevera para disimular y luego la cierra sin coger nada.
- Un compañero de clase – contesta.
Su madre no puede evitar una sonrisa triunfal. Clara, temblando de furia, abandona la cocina y vuelve al salón. ¿Qué pasaría si llamara a Jorge y le dijera que cortaba? Simplemente que habría sido su novia durante seis horas, y que ahora “habría cortado”. El acontecimiento sigue separado de sí misma, y en vano procura ignorar a Inés, que pone la mesa mientras la mira de reojo. Antes de escuchar el “Haz algo; no te quedes ahí mirando”, se levanta y va hasta la cocina. Un silbido procedente del patio de vecinos la detiene. Desde el séptimo, la cara de su amiga Merchi le sonríe. Una sonrisa de enormes y rosadas encías.
- He terminado los deberes, ¿y tú? ¿Salimos a dar una vuelta? – le dice Merchi.
- Vale. Pero no puedo entretenerme mucho. Te espero en el portal – responde Clara.

En la calle hay poco tráfico, y Clara escucha el sonido de sus pisadas mientras caminan en silencio. El frío le corta la cara, y cuando llevan recorrida una manzana, le dan ganas de decirle a Merchi que por qué no vuelven y se quedan hablando en el portal. Sin embargo, no le dice nada. Está demasiado abrumada para que su voz adquiera un tono casual. “Dejadme todos en paz”, es lo que sin duda resonaría, aun en algo tan simple como su deseo de no aterirse de frío. Merchi comienza a hablar de cosas sin importancia: la academia de pintura, la proximidad de los exámenes, sus planes para el fin de semana. Lentamente y como sin querer, empieza a acercarse al tema que Clara le ha estado ocultando, haciendo primero un recuento de las últimas parejitas que se han formado en su clase, y luego en otros colegios sobre los que, tanto ella como Clara, suelen estar al tanto. Tras el recuento, y en vista de que Clara sigue callada, Merchi le dice:
- Casualmente me llamó Rosa esta tarde y me contó lo tuyo con ese chico. Dice que fue un poco raro y que no os hablasteis en todo el día. ¿Por qué no me lo habías contado?
- Porque no hay nada que contar. Ya no me gusta – responde Clara. 
- Rosa también me ha dicho que hace ya más de un mes que toda tu clase lo sabía. Todos menos tú, quiero decir… - Merchi se interrumpe, buscando unas palabras más precisas.
- ¿Y qué más te ha contado Rosa?- pregunta Clara, todo el pecho temblándole. De repente se siente el centro de un complot, como si hubiera estado siendo espiada no sólo desde hace dos semanas, como creía, sino… ¿desde cuándo?, ¿estaba Jorge burlándose de ella?, ¿sabían todos de aquel día en que lo había seguido, y se había esperado en el portal durante una hora entera?
- No puedo hablar más –responde Merchi.- Sólo te puedo decir que, bueno, yo no me fiaría de ese chico.
A Clara le dan ganas de agarrar a Merchi por las solapas del abrigo y sacudirla hasta que termine de contarle su conversación con Rosa. Sin embargo, el orgullo puede con ella, y dice solamente:
- Pues no me las cuentes. Jorge sólo me da asco. – Luego añade-: Y no digas nada, ¿vale?
- ¿Qué es lo que no tengo que decir?
- Lo de que me da asco.
- Vale. Entonces, ¿qué vas a hacer?
- Nada. ¿Vamos al río?
Clara se adelanta para cruzar la avenida, y cuando llegan frente al cauce dice: 
- ¿Bajamos? – sabiendo que a Merchi le da miedo ir al río por las noches. El miedo de su amiga le produce un efecto mezquino y calmante, y durante un tiempo contempla sin pensar en nada las despejadas sendas situadas justo en medio del cauce, que contrastan con la negrura de las zonas arboladas.  La visión le trae un recuerdo imposible de antes de que desviaran el Turia. Ella aún no había nacido. Se trata de una imagen que le viene a menudo: un cielo cargado, violentamente gris, y el río luminoso y torrencial. Tal vez fuera un sueño. ¿Había márgenes por las que poder caminar?
Regresan con lentitud, hablando de tonterías. En la casa, Pepe ya se abalanza sobre la humeante sopa, habiéndose desabrochado apenas la corbata. Clara le planta un beso en la calva, y luego se sienta y come sin hambre los espárragos que Inés le pone cada vez que hay sopa de cebolla. La sopa de cebolla no le gusta. Cuando termina de cenar lleva su plato a la cocina y se encierra en su habitación sin dar las buenas noches.
En su cuarto piensa con pena en su cita de mañana, y desea que hubiera sido un hombre cualquiera el que la hubiera seguido aquella tarde. El miedo – un miedo que en verdad no es miedo, sino… ¿qué?- vuelve a instalarse en el centro mismo de su estómago, y quisiera correr, correr, pero tan sólo puede estarse quieta en su cama. Finalmente se duerme. Al día siguiente, mientras desayuna, una idea pasa fugazmente por su cabeza, pero la desecha por descabellada. Sin embargo, al acercarse a la parada del autobús y atisbar a varias de sus compañeras de clase, la sensación de rechazo se hace tan fuerte que se dice: ¿por qué no?, al tiempo que da media vuelta, cruzando los dedos para no ser vista, y camina, o más bien corre, hasta el centro de la ciudad. Una vez allí, se refugia al fondo de una cafetería, alucinada por haber sido capaz de ceder ante un impulso tan inmediato, y con la pregunta martilleándole las sienes. Así pasa el tiempo, indecisa y cambiando cada dos horas de cafetería para evitar las miradas extrañadas de los camareros, que parecen reprocharle el haberse saltado las clases. No siente hambre, y para justificar su presencia, pide una Coca-Cola tras otra, hasta que se le termina el dinero y acaba por sentarse en un banco. Cuando su reloj marca las cuatro y media, se dirige de nuevo hacia su casa.

 

Ciudad invernal


A las seis de la tarde  el cielo se cubre de un azul grisáceo que imprime en el paisaje una extraña densidad. Los edificios, iluminados por la clara luz mediterránea, adquieren una tonalidad mate, y hay que mirarlos largamente para reconocer en ellos lo mismo que se ha visto en la mañana. Las avenidas se tornan interminables y parecen ser lo único habitado. Las calles adyacentes, por contraste, se ofrecen quietas y misteriosas, con su trazado irregular, los portales cerrados, las farolas que empiezan a encenderse. Clara mira esta caída lenta de la ciudad mientras camina hacia el cine. Conforme se acerca, su atención se centra en su propia imagen, reflejada en el cristal de los escaparates. No tarda en localizar a Jorge, que está sentado en un banco. El muchacho hace el amago de ponerse en pie para saludarla, y entonces Clara se gira y echa a andar.

Durante las primeras manzanas está segura de que el muchacho va detrás, y tiene un miedo atroz de que la alcance; de que todavía no haya comprendido y crea simplemente que se trata de una broma llevada demasiado lejos. El muchacho la sigue, al principio cree que, en efecto, aquello es una especie de juego, pero  es tal la determinación  que ve en la joven; la seriedad con la que una pierna se adelanta sobre la otra, que desiste de darle alcance, y termina por mantenerse a una prudente distancia. Se encaminan hacia el barrio viejo, y los edificios se ven cada vez más decrépitos y oscurecidos, y los transeúntes son ya muy escasos. Clara es ahora capaz de adentrase por los callejones más sombríos, y se entretiene en trazar itinerarios desconocidos; incluso en ocasiones se para, contempla las calles, y él también se para y se hace el distraído, aunque por su parte empieza a pensar que está loca y que está cansado de dar vueltas detrás de una loca. Y ello a pesar de sentir cierta fascinación en estar siguiéndola como si fuera cualquiera, porque de repente no la reconoce. Clara sale del barrio viejo, atraviesa el río y los nuevos bulevares, y se encamina hacia la autopista. Cuando al fin se gira, él ya no está.