Dante Mecina

 

 

De las enfermedades de Citlalli,
en Panavisión 

Citlalli tiene todas las enfermedades de este siglo. Es el precio de ser sumamente contemporánea. "Citlalli vivió en las postrimerías del siglo pasado", dirán en un documental del siglo XXII, "y se enfermó de todas las enfermedades de esa época, especialmente del cine". Citlalli trae el virus, también, de una enfermedad contagiosa que comparten, sin saberlo, la mayoría de los habitantes del planeta: nostalgia del pasado. ¿Cine?

Sí, piensan la mayoría de los hombres, el pasado era mejor, había cosas naturales que ya no hay, se vivía en la harmonía, uno mismo era mejor y, desde luego, se equivocan. Dos pasados hay en la vida de Citlalli: el de la biografía personal, la romántica cursilería de cuando fue una niña feliz y tuvo padre y madre, que la llevaban de la mano a ver películas infantiles que ahora le relatan su infancia; y otro pasado, el color de rosa que nos pintan, confundiendo realidad y ficción, la literatura y el cine. Todos estamos enfermos de haber perdido la infancia. Mientras el pasado de la Historia es una dolencia crónica, un vacío, algo de lo que carecemos por haber nacido cuando nacimos, el pasado de la biografía personal es, en Citlalli, una enfermedad de muerte que la acompañará hasta la tumba, con un cortejo y un enterramiento que ella ve en su imaginación en pantalla gigante, en Imax.

Citlalli no niega estar enferma. Tonta no es. Sabe que vive aquí, ahora. Y comparte, con la frente alta, las enfermedades de su siglo ─el cine, especialmente. Son síntomas de algún mal mayor, las prisas, el misticismo laico, la urgencia de vacaciones, necesitar de un perro, las duchas diarias, la desaparición de los pajaritos, el teléfono del que no podemos desprendernos, comer demasiado y varias veces al día, los ríos y las cascadas que huelen mal, la violencia, la compra de cosas que abandonamos a la inanición en rincones de las casas, la fragilidad que sentimos si nos falla la electricidad, el agua corriente, el drenaje, la calefacción, la tv, una cerradura, el coche, el aire acondicionado, el elevador, las butacas de cine incómodas, los filmes malos. Síntomas todos de una enfermedad sin nombre, que Citlalli comparte con los habitantes de este siglo, y cuya Meca, Gran Hospital, y Basílica de San Pedro, Jerusalén, se llama Hollywood. Como puede, Citlalli soporta estos síntomas. La claustrofobia, la agorafobia, y el temor a la noche, los siente mucho más suyos, porque posee los tres, y los combina según su estado de ánimo eligiendo la película que la devuelve a la realidad, sana. A estas enfermedades, a ninguna de las que he dicho, les teme Citlalli. La muerte es otro asunto, la muerte merece respeto: ha sido compañera de la humanidad desde el principio, la veterana. A lo que sí le tiene miedo Citlalli, es a las enfermedades que aparecen en las revistas, los periódicos, los comunicados de los nosocomios. Las que requieren de médicos, del dolor, y atacan sólo por oponerse a la estética. El cáncer, por ejemplo, aterroriza a Citlalli; con su nombre, se sacude. Gravísima palabra, enferma. El popular sida que moviliza a predicadores y farsantes, gobiernos y moralistas, fabricantes de condones y morbosos, es en Citlalli una pesadilla que ella llama "aids", y que la obliga a vomitar hasta que la confianza regresa a ella por la vía de un vientre que, al calentarse con el vómito, la hace reconsiderar que en ese maternal calor no sobreviviría ni un minuto a la ternura el sida. Esto la hace sufrir y la aterroriza de igualitita manera en las películas, pero al salir del cine respira aliviada sabiendo que los actores siguen vivos, sólo los personajes murieron.

Le teme a la ceguera, también, Citlalli. (¿Cómo podría ver sus películas preferidas? En el cinito de la memoria. ¿Y las nuevas que vayan saliendo?) Ella que todo ve, ella que todo oye, le teme a la sordera: ¿qué sería del devenir de su vida sin sound track? Le teme al cáncer, tengo que repetirlo, monstruo inimaginable que echa a perder por donde pasa con sus exageraciones purulénticas. Lo peor del sida es que uno nunca sabe dónde se lo va a encontrar, cuándo, cómo y por dónde entró a su cuerpo, en qué oscuridad placentera de sala de proyecciones la pincharon con una aguja infectada de sida. Lo mismo que el cáncer: por eso Citlalli no fuma, y nunca fue a los cines donde permitían fumar. Y sin embargo hace el amor sin condón, para ponerle algo de riesgo a su vida, con el sabor de una adrenalina que no sea cinematográfica; como todas las mujeres, Citlalli es contradictoria. Y si un día se enfermara, de cáncer o de sida, dice Citlalli, se morirá de pesar con la sensación de que el Director dejó a medias la película. Su cuerpo colonizado por la fealdad, y a ella tánto que le gustan los argumentos bellos de la pantalla grande. Defintivamente, estas enfermedades de hospital del mundo que colocamos más acá de la taquilla del cine, aterrorizan a Citlalli, y se vuelve repetitiva como un trailer cuando se refiere a ellas, y está muy bien informada sobre los detalles bacteriológicos, genéticos, inmunológicos, y terapéuticos de estas enfermedades clínicas, y hace anotaciones en su agenda, en su libreta de teléfonos, en la cartelera cinematográfica del periódico, de los centros de salud donde se atienden los artistas de cine, de los grupos de investigación que conservan en helio el cuerpo de Walt Disney, de los nuevos medicamentos que prolongan la longevidad de los directores, de las universidades interesadas en la sanidad de los productores, de los programas mundiales trabajando en mejorar los estándares de juventud de las actrices, de todas las instituciones antiarrugas que se relacionan con el cáncer y el sida por el bien de la industria de la cinematografía, origen de los sueños. Citlalli, interrogada, contesta que ella quiere morir de muerte natural, lo más tarde posible, prolongada y lentamente, hacia el final de una película como Amadeus, con música de Enzio Morricone en El bueno, el malo, y el feo.

Existe una última enfermedad a la que Citlalli le teme: el mal de amor, sí, el mal de amor, con el que una se queda sola porque ninguna medicina, ninguna intervención quirúrgica, sirven para nada. ¡Vamos!: ni el cine lo cura; apenas es un paliativo. Citlalli intentaría, con tal de arrancarse esa dolencia, si supiera que sirve para algo, ponerse un corazón artificial y aventar el que trae de nacimiento a la basura, en un gran close-up dirigido por Stanley Kubrick. Llaga de amor viva, el mal de amor, y duele tánto! Citlalli tiembla sólo de pensar en las posibilidades de contagio de esta enfermedad: una mirada, un encuentro en un pasillo, la voz de una persona hablando en público, una sonrisa abandonada irresponsablemente a su destino, una visitación de otros tiempos, y le entra tal miedo que quisiera correr, salirse del cine, e ir a buscar una pistola y darse un balazo con balas de verdad en la cabeza, un cuchillo con auténtica hoja de metal para horadarse el pecho, unas pastillas de farmacia real para envenenarse, una cuerda con un nudo de ahorcado que no sea de utilería, un río para dormir con los peces en agua de H2O de la que sí ahoga, la chimenea de una casa o el precipicio con la más hermosa vista en tomas panorámicas de Planeta Tierra patrocinadas por Discovery Channel, la BBC, y NHK. En esos momentos, Citlalli quiere optar por la muerte antes que soportar el sufrimiento del mal de amor, que tanto daño ha hecho de Cecil B. DeMille a Orson Welles. Pero le da vergüenza ser suicida, y la acongojaría muchísimo perder la vida nomás por suicidarse. Así que prefiere, arrastrando el dolor, irse queditamente con una psiquiatra para recomendarle que ella, para ser mejor persona, tiene que leer 1001 películas que hay que ver antes de morir.

Y la psiquiatra se desconcierta de que venga hasta su consultorio esa mujer que tiene, exactamente, todas las enfermedades de todos los demás, hasta ella misma, la psiquiatra, y que cada una de ellas la relacione, meticulosamente, con una película. Citlalli le recomienda que vea Shining y de paso Atrapado sin salida, y le pregunta, enfática, ¿entonces yo qué soy, una persona más o un personaje? ¿Y si ella, Citlalli, fuera una actriz famosa, una estrella, y lo ha olvidado por miedo a que le den un papel de enferma en una película y con la emoción del rol morirse de a deveras? La psiquiatra le dice que no, que tampoco exagere. Y la anima a que le cuente lo que sí le da miedo, miedo, miedo, que no sea ni El exorcista ni Rose Mary Baby. (De William Fridedkin, y Roman Polanski, piensa Citlalli menospreciando la estirpe de Freud y a Freud mismísimo por su menosprecio al cine)...  Y Citlalli dale de nuevo a encerrarse en el riesgo que representa vivir porque a uno puede darle cáncer, sida, o mal de amores. La psiquiatra le contesta que vivir, de cualquier manera, es un riesgo, y que hay muchas formas de enfermarse, y de morirse, conservando la dignidad intacta. ¿Incluso en mal de amores? Incluso en mal de amores. Lo peor sería, dice Citlalli, morirse de nostalgia, morirse físicamente, en un cine elegante, VIP, con refresco y palomitas de maíz que ahí conviene llamar pop-corn, viendo una película de Peter Sellers o de Jerry Lewis (¿La fiesta inolvidable, El profesor chiflado?, ¿o qué?).

Un síntoma le detecta, la psiquiatra, aunque ignora a qué enfermedad pertenece: llora mucho, por lo que ella piensa a solas, y llora por lo que los demás le dicen, ¿por qué no deja de llorar?, le dice la psiquiatra; Citlalli trata de pensarlo, las ideas y los pensamientos se le esconden en alguna parte de su cuerpo, y no puede contestar, y entonces llora, y llora, como si en su llanto no actuado de Citlalli de cine, quisiera traducir su nombre actuando de star de cine. Es tan fácil herir a Citlalli. Basta con que la psiquiatra saque ese cigarrillo y lo encienda igualito a las villanas que tanto mal le han hecho a la sensibilidad de Citlalli, y estará atacando, en la misma película que Citlalli recompuso para ella sola a Sofía Loren, a Romy Schneider, a Greta Garbo, a Brigitte Bardot, a Marylin Monroe, y a Isabelle Adjani.

Yo que la oigo hablar en esta historia, le digo que si sigue llorando le va a caer cáncer en los ojos, "aids" en el sexo, y mal de amores en el corazón, y lo que es muchísimo peor porque parece que eso lo contagia el celuloide, y da de tanto ir al cine: la celulitis. Pára de llorar, y me ausculta con la mirada, como si recién se hubiese tomado una medicina y quisiera adivinar la posología y las reacciones secundarias. Y, estrepitosamente, se echa a reír, a reír. Y ríe, riéndose. Yo le digo, mientras la abrazo, que mi frase fue sólo un analgésico, para quitarle un poquito el dolor, y darle unos minutos de descanso a tánta enfermedad.

Citlalli me mira incrédula, y alcanza a decir, como en un último suspiro, fade out, fin de La dolce vita, porque ve que la pantalla está a punto de volverse blanca, sus ojos tendrán que acostumbrarse a la realidad, las luces del cine ya casi van a encenderse, y con la palabra FIN está terminándose este relato, y vamos a tener que abandonar la sala.