Angel Olgoso

 

CLAROSCUROS 

     Discutió con su mujer y huyó al cine.

     El acomodador lo miró un instante y él se concentró en la pantalla.

     Reconoció con estupor a su mujer en una de las escenas y la vio desnuda, apoyada sobre las manos y las rodillas, mientras un desconocido la azotaba con una lengua de buey.

     Se sobrepuso al pasmo y al dolor de contemplarla gozando en la distancia, lejos de sus brazos, poseída prepostéricamente, estremeciéndose en un largo plano secuencia, y salió a la calle despechado, desasistido, relegado.

     Se percató de la pistola que alguien había puesto en su bolsillo -el acomodador, dedujo- y corrió a su casa como una pura oleada de energía que se resistiera al ultraje, que abriera de un puntapié la puerta, que derribara los filodendros, que fuera toda una con la pistola, que reventara el tórax del amante.

     Su mujer gritó justo antes de que, a espaldas de ambos, un estruendo ahogara el grito, un matraqueo, un clamor largo tiempo reprimido, y él se volvió y descubrió al público en sus butacas que aplaudía con entusiasmo, como solía hacerlo en el pasado al final de una película absorbente.