Rafael Guillén

 

UNA ESCENA PARA LA MEMORIA

 

Los recuerdos que guardo de mi infancia son en blanco y negro. No así los de mi juventud, en los que aparece el color profusamente. La Zubia es un pueblecito en el que mi madre nos buscó refugio contra las bombas que unos aviadores tiraban a mano sobre Granada durante la guerra civil; pues bien, mis recuerdos de sus calles, sus árboles y sus campos, así como del tranvía que partía hacia la capital cada tres cuartos de hora, son en blanco y negro. Por el contrario, mis recuerdos juveniles de Granada y sus mayos floridos aquellos y su plaza de Bib-Rambla y su Venta del Loro, son en technicolor.

Qué duda cabe de que se lo debo al cine. A Fu-Manchú, a los últimos de Filipinas y a Jorge Negrete recomendando insistentemente a Jalisco que no se rajase, le debo el blanco y negro infantil. El colorido chillón y hortera de mi adolescencia, esplendorosa y vulgar como todas las adolescencias, tiene mucho que ver con los muslos acuáticos de Esther Williams, su sonrisa de plástico y su abundancia corporal; que en aquellos años de penuria no venía mal algún exceso. En cuanto a los reflejos multicolores de mi juventud, poética, destartalada y presuntuosa, no sería disparatado atribuirlos, por ejemplo, a la enloquecida gama cromática con que Marcel Camus realzó las dramáticas secuencias de su Orfeo Negro.

Sin embargo, y puestos a ahondar en el pasado, la escena que con más viveza me viene a la memoria pertenece a una película que no asocio a ninguna edad y que da igual que sea en blanco y negro o en color, ya que se desarrolla de noche y en un túnel. Me refiero a la persecución por las alcantarillas de Viena de Orson Welles, el abominable y tierno estraperlista de El tercer hombre.

¿Por qué cine negro y no fantástico o histórico o realista? ¿Por qué drama y no comedia o western o musical? ¿Por qué de suspense y no de aventuras o de misterio? ¿Por qué no cine de vanguardia o alternativo? No lo sé. En lo que menos manda cada cual es en su propio sentimiento.

También recuerdo escenas magistrales de Charlot y de Hitchcock y de René Clair y de Zinnemann y de Visconti y de Ingmar Bergman y para qué seguir. Pero la primera en llegar a mí, en esa carrera de obstáculos que es la memoria, es la de las cloacas vienesas de Carol Reed, mire usted por dónde.

Porque el alma tiene sus túneles, por los que huimos asustados a veces de nuestro propio sentir y de nuestro propio conocimiento; por los que somos perseguidos por lo que más amamos o por lo que más nos ama que, también a veces, es lo que acaba por destruirnos. Como Orson Welles era perseguido a muerte por su grande y viejo amigo Joseph Cotten. Porque es un túnel misterioso nuestra relación con cualquier otro ser humano, sea de afecto o de repulsa, de amistad o de desapego, de amor o de desdén. Porque es un túnel toda nuestra vida. Porque es un túnel oscuro toda nuestra muerte.

Arrastra el agua los desechos, las inmundicias y hemos de pisar fuerte para no resbalar y vernos arrastrados igualmente. Se hace un silencio expectante, roto apenas por un goteo horrible que golpea pausadamente en alguna parte. Resuenan los pasos y las escasas palabras como disparos en un templo vacío. Y arriba está la miseria y la postguerra y la noche y los hermosos y sorprendidos ojos de Alida Valli y las calles desiertas y el Prater con sus columpios y su noria gigante. Y allí, coqueteando con el miedo, la obsesiva cítara de Anton Karas, cuyas notas nítidas y apremiantes nos empujan no sabemos bien hacia dónde.