Miguel Cane

 

Rebecca, una sombra inolvidable

"Anoche soñé que volvía a Manderley..

En mi sueño me encontraba ante la verja del parque, pero durante algunos momentos no pude entrar. Estaba cerrada la puerta con candado y cadena. Entonces, como todos los soñadores, manifesté un súbito poder sobrenatural y pasé como un espectro a través de las rejas. El sendero que lleva a la casa, se extendía ante mí, con sus curvas igual que siempre. Pero al acercarme, me percaté de un cambio que había ocurrido ahí.

La naturaleza poco a poco se había adueñado de la senda con dedos tenaces, hasta casi hacer desaparecer el camino hacia lo que había sido nuestra casa.

Finalmente, llegué a Manderley.

Manderley, llena de secretos, silenciosa. El tiempo no pudo arruinar la perfecta simetría de esas paredes. La luz de la luna puede jugar trucos con la imaginación y de pronto me pareció que había luz que iluminaba las ventanas. En ese momento nubes ocultaron la luna, firmes, como una mano oscura sobre un rostro humano.

Eso acabó con la ilusión. Lo que tenía ante mí era una ruina desolada, sin murmullos de un pasado en sus muros vigilantes.

Ya nunca podremos volver a Manderley..."

Este párrafo es el conjunto de frases que marcan el inicio de Rebecca, no sólo la icónica película de Alfred Hitchcock, filmada en 1940, sino también de la clásica novela de Daphne DuMaurier, invitando al lector a dejarse llevar por la voz de la anónima narradora (sólo conocida como Mrs. DeWinter, la segunda esposa del atormentado aristócrata Maxim DeWinter) a un mundo de enorme belleza narrativa, pero también de inescapables sombras tenebrosas.

Reinventando lo gótico

Rebecca fue escrita por Daphne du Maurier en 1938 –cuando la autora tenía 31 años de edad  y ya había publicado una novela anterior. La du Maurier, nacida en el seno de una prominente familia británica, (era nieta de George du Maurier, el autor de la clásica novela Trilby y era prima hermana de los niños Llewellyn-Davies, que fueron la inspiración para J.M. Barrie para los relatos de Peter Pan) en esa época era tan sólo una escritora muy joven, de serena belleza, que se convertiría en una figura casi mítiva y que tendría algunos terribles secretos propios, como una bisexualidad oculta que la inquietó por décadas–, y fue rodada por Alfred Hitchcok un par de años después, con Joan Fontaine y Lawrence Olivier en los roles principales; la cinta, muy fiel a la novela, se ambientaba en un mundo diferente al de ahora, que se disponía a entrar en guerra y se aferraba a los últimos vestigios del decadente encanto del siglo XIX. No hay, ni en el libro ni en la película, tema alguno que relacione la historia con los tiempos turbulentos que entonces se vivían, y nada existe hoy, 70 años después, que la sitúe como un reflejo fidedigno de lo que fuera su época. Su gran mérito, es haber creado una atmósfera entonces única,  sin precedente, que conjugaba elementos de la novela gótica al más puro estilo de las hermanas Brontë o Ann Radcliffe o Horace Walpole, ubicándolas en un contexto contemporáneo, mediante una prosa prolija y desprovista de afectaciones, a través de la voz narrativa de la anónima joven pálida y temblorosa, que se convierte en la nueva ama y señora de Manderley.

Podría especularse que la siniestra amenaza oculta bajo las capas de la “buena sociedad” se trataría, según su autora, de una especie de trasunto del  deseo más reprimido en el interior de la psique femenina que busca de algún modo lograr someter a  la voluntad y emerger triunfante, sin que importen los medios que utiliza para lograrlo, algo que se refleja vivamente en la narración que reinventa las convenciones del género gótico y lo eleva a un nivel mucho más moderno de abordar la novela psicológica, que entonces no era un género conocido por el público masivo y apreciado como es hoy.

Es verdad que desde su aparición, Rebecca constituyó un éxito extraordinario de ventas y popularidad, si bien la crítica literaria la vio con recelo y hasta menosprecio (como a su autora) por años y no fue si no hasta hace relativamente poco tiempo (unos cuarenta años) que fue reivindicada en algunos círculos literarios e incluso académicos,  como una novela icónica del género gótico. Sin embargo, la duda permanece: ¿es esta novela, igual que Cumbres Borrascosas, sólo un simple relato romántico para estremecer las emociones de sus lectores – que equívocamente siempre se ha pensado sólo se trata de jovencitas- o, por el contrario, es un texto discretamente subversivo que ofrece una mirada al otro lado de un espejo oscuro, donde la cenicienta (la narradora) también se convierte en princesa... pero también es un monstruo.

Prisioneros del pasado

Una novela que comienza con una frase tan perdurable, sin duda será recordada, aún si tan sólo por esta argucia. Rebecca es una novela que embruja, que atrapa, que hace volver al lector una y otra vez a Montecarlo, donde la anónima narradora, una jóven huérfana y desprotegida que funge como ‘dama de compañía’ de una ricachona pesada y vulgar, es rescatada de su mísero destino por el atractivo y glacial aristócrata Maxim que le dobla la edad y tras una boda inesperada, la lleva a Inglaterra, a la costa de Cornwall (donde du Maurier viviría toda la vida), para que sea Mrs. DeWinter. Sólo que hay un problema: ya hubo una señora antes, la aparentemente inmortal Rebecca, cuya presencia permea, a manera de un fantasma invisible (de hecho, pese a dar su nombre al libro, el personaje jamás aparece), todo cuanto fue suyo y cuya ama de llaves, la temible Mrs. Danvers, claramente enamorada de su patrona muerta, hará lo imposible para convertir la vida de la nueva, la otra, en un auténtico infierno.

Ahora bien. No es esa ama de llaves, la señora Danvers –magníficamente diabólica e inmortalizada en la pantalla por la australiana Judith Anderson – lo más estremecedor de Rebecca, sino, las ‘normas y mores’ que eran aceptadas socialmente en la época: el marido, Maxim, trata a su cándida segunda esposa, con una mezcla de dulzura y descrédito; ella es como una niña, o como un objeto, lo quecontribuye a que le pese como una lápida la reputación de gracia y elegancia de su predecesora; donde el matrimonio DeWinter duerme en habitaciones separadas, sólo se dan castos besos en las mejillas o en la frente y así, ante la innegable posibilidad de que Rebecca era muchio mejor incuso en el lecho amatorio, la constante inseguridad de ella frente al recuerdo de la primera mujer, espoleada por la malévola Danvers, puede llevarla incluso al borde de la muerte. Pero la trama tienen más niveles; Rebecca, el personaje, al igual que Rebecca, el libro, no es lo que aparenta. Nada queda del espectro de la esposa perfecta, era una mujer volátil y amoral, aborrecida por su (estirado) marido, pero a la que no se podía dar el lujo de repudiar para no armar un escándalo social ni exponerse al desprestigio, pero que, al ser empujado al límite de sus buenos modales (cuando a carcajadas Rebecca le auncia que está embarazada de otro y que va a hacer pasar al hijo por suyo para despojarlo de todos sus bienes), es capaz de todo. Es en consecuencia que la cándida y sencilla narradora sin nombre, el “yo” que cuenta y sostiene el relato fascinante, no ve ante sí a un posible asesino, sino a un hombre débil que está en sus manos, que no amó a Rebecca y entonces ella siente lo que no había experimentado nunca: el poder secreto de saber algo que la pone por encima de él. Y que la lleva a uno de los desenlaces más completamente amorales de una época en que las novelas estaban casi siempre obligadas a tener un final optimista. Sin importar el paso de los años, Rebecca sigue ejerciendo su influencia misteriosa e irresistible, como una sombra . inmortal.