Poesía  
 


por Teresa Ollero

El canon de la literatura española, como cualquier otra institución, tiene sus olvidos. La ausencia de criterios poéticos y legítimos, suma de ineptitud y de intereses mercantilistas, callan voces tan peculiares como la de Pablo del Águila (Granada, 1948- 1968).
Agotada y limitada a un escaso círculo provinciano, su obra está anegada de algunos de los planteamientos que más tarde hallaremos en la escritura materialista de J. Egea.
Sus dos siguientes poemas escritos en 1967 y construidos desde la cadencia de heptasílabos y endecasílabos, suponen una premisa tan poética como ética: el lenguaje que nos hace, las palabras desde las que podemos encontrarnos, también son emblema del horizonte histórico que padecemos.
Ironía y ternura desgarradas se entretejen en unos versos donde la cotidianidad más íntima se vuelve ansia de colectividades, donde la investigación lingüística se torna acierto verbal.

 

Hablando en torno a no sé qué palabras,
a preguntas sin tiempo a pedazos, a marchar porque sí,
porque no quiero y quieres sin embargo.
Preguntando si el cielo y si la tierra
y no sé qué de un mundo que crearon para la muerte nuestra.
Así pasan mis días
y mis noches.
Pronunciando palabras sin sentido –hombre, vivir, naciendo-.
Recordando que tengo entre las manos aire
y que no puedo ser aire yo mismo.
¡Ay mis noches!
Nocturnas noches mías en silencio. Desvelado ante un libro
y una estufa manchada.
Sin pensar en mañana que es viernes, ni en ayer, que era viernes. Me siento ante la mesa
y recuerdo otros tiempos en que todo era nuevo
y encontrar a otras gentes para hablar de lo mismo
que si el hombre, que el mundo…

Hablando de nostalgias y deberes
y de estar harto y de querer venirme
a mi rincón más triste
para soñar un poco en los ecos dormidos de alguna voz sin nombre.
Creyéndome en las noches
que mi ventana es mía y conversar con ella
y con el viento oscuro.
¡Ay mis noches que pasan!
Si fuera siempre noche y la vida se fuese…,
pienso a veces, para volver más tarde a hablar de que si el hombre,
o el mundo, o algunas otras cosas, no son como debieran.
Si alguna vez me siento
o simplemente me fumo un cigarrillo o leo a Jenofonte o el periódico
y escucho luego música
volteando la cabeza para evitar que el humo me penetre en los ojos
y así lograr que el humo no me venga a los ojos
y de este modo hacer como que lloro gracias al humo denso
que me vino a los ojos.
Así. Cuando me quedo volteando la cabeza
para saber de dónde ya no vendrán más tiros
o para ver si puedo impedir los tiros, me matan más personas
porque es el caso que ya no tengo amigos de tantos como matan.
Así. Cuando reposo en pie
o adustamente salgo para buscar náufragos
y mirar de camino la cartelera del cine.
Así también, en fin, cuando me clavo
la mano izquierda sobre el pie derecho para ver
qué impresiones soy capaz de sentir y, como al paso,
limpiar de mi conciencia los terribles pecados de la carne.
Entonces, lentamente, mirando bien de no matar hormigas
ni destrozar el césped,
me enrosco, lentamente, como digo,
y me voy enroscando lentamente
y espero así, cerrando bien la boca para tapar la risa,
a ver si exploto un tanto
o si reviento un poco y así, desesperadamente,
llevarme yo conmigo muchos clavos, tuercas, tornillos,
teclas lubrificadas pulcramente,
magníficos botones de chaqueta, todos ellos con cara,
piernas, brazos, licencia de pistolas, pasaporte
y hasta esposas rellenas de merluza
que les limpian la mugre de los años pidiendo libertad
para ser un poco más idiotas.