Índice Índice Cortos 2

 

Prólogo

José María Gómez Valer

David Eloy Rodríguez

Antonio de Padua Díaz

Ana Sofía Pérez-Bustamante

David González

Miguel Ángel Arcas

Juan José Arreola

Luis Felipe Comendador

Vicente Muñoz Alvarez

Enrique Zumalabe

Eva Gutiérrez López

Tanith Lee

 

 

PRÓLOGO:

Una anécdota persa muy antigua muestra al narrador como un hombre aislado de pie en una roca cara al océano. Cuenta sin descanso una historia tras otra, deteniéndose apenas un momento para beber, de vez en cuando, un vaso de agua.
El océano, fascinado, lo escucha en calma.
Y el autor anónimo añade:
Si un día el narrador callase, o si alguien lo hiciese callar, nadie puede decir qué haría el océano.

por JEAN CLAUDE CARRIÉRE

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José María Gómez Valer

 

DE LA SED

- ¡Agua!, rogó el sediento .

Y al instante lo colmaron de agasajos, de medallas, de aplausos, de vítores.

- ¡Agua! ¡Agua!, fue lo último que logró decir el agonizante.

 

 

ICEBERG

 

Cuando puse mis manos sobre ellos, le dije: tus pechos están fríos. Como el hielo, respondió ella. Cuando amaneció, bajé las persianas con cuidado. Quería conservar aquel instante, protegerla del sol.

 

REY MIDAS

 

Antes de poner su mano sobre la mujer y condenarla así a la dorada y eterna inmovilidad, el rey le pidió que se desvistiera, que se sentara al borde de la cama, cruzara sus piernas infinitas y, ya desnuda y con los ojos cerrados, dispusiera sus más cálidos labios de amante. Fue entonces cuando la besó para siempre.

 

EL TEATRO Y LA ROSA

 

En el escenario creció la rosa. Era la esperada, la rosa elegida, por eso nadie se atrevió a cortarla. Sólo cuando se marchitó regresaron, tristes, los actores.

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David Eloy Rodríguez

 

 

LA NOCHE 1001

 

En la última noche a Sherezade sólo se le ocurría un relato hiperbreve. Realmente lamentó estar falta de inspiración.

 

 

EL BECERRO DE ORO

 

Cuando Moisés bajó de la montaña y se encontró el pifostio montado (un jolgorio de los buenos con tóxicos variados y sexo canalla) preguntole a uno que estaba bailando que qué era aquello del becerro de oro. Éste, que debía de ser de la organización, le respondió que se dejara de monsergas a esas horas nocturnas y alevosas. Moisés aparcó las tablas sagradas en el suelo, sentose a pensar, y se echó un pitillito.

 

 

EL ÚLTIMO VOLUMEN

 

Leyó completa la enciclopedia y acabó por el principio. De ahí que no conociera el amor.

 

 

POLIFEMO REFLEXIONA

 

Tengo miedo de los monstruos. Temo su anormal tamaño, sus dos ojos, su necesidad de otros, su capacidad de destruir. Sé que ellos, quienes quiera que sean, nada bueno van a traerme.

 

 

 

NO PODEMOS EVITAR QUE SE DESPEÑEN LOS CABALLOS

 

Quieres evitar el desenlace del relato, deseas ponerte en medio, detenerlo. Ves pasar una a una las palabras, las acciones, los hechos. Adivinas su final terrible. Aguardas el milagro, una salida. Lo sabes imposible. El relato acaba.

 

 

EL SALÓN DE BOXEO TENÍA EL TECHO DE CRISTAL

 

Sucedió después del combate, en el vestuario. Había vencido. Era el mejor. Lo sabía. La racha, adivinó, seguiría por lo menos tres o cuatro años más, dependiendo del castigo. Y después tendría suficiente como para un cómodo retiro. Ella le ve, sin embargo, triste. ¿Te dieron fuerte? Me darán más fuerte, Susi. Ella se rió con una risa estúpida. Salieron. Pidieron un taxi.

 

 

 

INSOMNIO

 

Ha decidido dejar a su esposa. Sale de la casa, ella duerme, deja el televisor encendido. Hace una noche fría y estrellada. No lleva equipaje. En el sucio parabrisas del coche alguien ha escrito puta. Arranca. No funciona. No funciona, no puede arrancarlo. En la radio empieza a sonar de pronto una canción desconocida y triste, una voz rota.

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Antonio de Padua Díaz

 

 

Economía

 

De la ciudad, envuelta por el gris de una mañana de frío invierno, surgía el grito imposible de la asfixia. En el pantalán, a las ocho en punto, estallaba la muerte repentina, pegajosa, del cloro. Instantáneamente, cien mil cadáveres sobre las aceras, en sus camas, a punto de ducharse, con los esfínteres incontrolados. Papel con membrete oficial de Gobierno en el informe, funerales de Estado con boato y altísimas dignidades, luto de una cuatro días.

Punto y seguido. Euro, dólar, la vida sigue, cotiza el humo.

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Ana Sofía Pérez-Bustamante

DECONSTRUCTING ELO/ÍSA

Lili querida: no me esperes a cenar. He liquidado a Abelardo. ¿Crees que un narcotizado puede tirarse de un décimo? ¿Y en llamas, como un bonzo? Tú sabes lo solidario que era. Creo que Abelardo era mi Superyo, y que Yo me lo quité de encima a instancias del Ello. Te llamo. Besos. Eloísa.

Mami bonita: tengo un problema. Abelardo no aparece. He pasado toda la tarde contigo y me quedo a dormir en tu casa. No lo olvides. ¿Hacen mañana unas compritas?

Andrea, cielo: no quiero preocuparte pero algo le pasa a Papá. Nada malo: raro, sólo. Si se pone en contacto contigo, haz como que no sabes nada.

Todo listo en Suiza, Abe. Dentro de un año vuelves. De amante bilingüe. Y forrado.

Que la señora Vélez me acuse de matar a mi marido es demasiado fuerte. Creo que entre ellos había algo que ha terminado. No lo creo: lo sé. Y Lili, o sea, la señora Vélez, cuando se ofusca de cintura para abajo, pierde los papeles. Mi esposo y yo tenemos una relación liberal, ¿me entiende? De lealtad. Que no es lo mismo que fidelidad. Dónde está Abelardo, no lo sé, pero no es la primera vez... A saber, señor inspector.

Tomás, adelántame la cita al martes. Soy una cebollita de sombras. Tú sólo, muy despacio, pélame.

Elo, mi tesssoooro, aquí van estas flores de almendro para que, debajo o sobre ellas, tú no te aburras nunca. Isa.

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David González

 

DISPAROS

En el servicio de caballeros, sobre la mesa de mármol del lavabo, hay una vasija de porcelana. Cuando dejas caer una propina, el hombre que está sentado en la escupidera, con una novela del oeste entre las cejas, levanta la mirada, deja por un momento de pegar tiros y te da las gracias.

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MIGUEL ÁNGEL ARCAS

[8]

El tiempo es una liebre que se ha puesto mis zapatos.

[42]

Cuando desperté, mi soledad todavía estaba allí.

[115]

El zapato cree que el pie algún día lo traicionará.

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JUAN JOSÉ ARREOLA

CUENTO DE HORROR

La mujer que amé se ha convertido en un fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones.

 

ÁGRAFA MUSULMANA EN PAPIRO DE OXYRRINCO

Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de mí para encontrarte.

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LUIS FELIPE COMENDADOR

 

[sin título]

La cara de la mujer que se asomaba a la carta era de auténtico vértigo, estaba colgada del margen superior y no podía apartar su mirada de un paréntesis que decía: «(la amante de la O)». No tenía más apoyo que el borde de corte superior del papel, y hacía equilibrio sobre su vientre que, a causa de su peso y por efecto de su movimiento, le producía una incisión limpia y finísima que dejaba correr un hilillo de sangre que se deslizaba sobre el texto. Asomarse a una carta puede traer graves consecuencias, pero una mujer en tales circunstancias es profundamente bella. Sus piernas colgaban por el envés y los zapatos estaban fuera de los talones -eran de color corinto-. Sus medias rosadas presentaban una hermosa carrera que partía del entremuslo izquierdo y se remansaba en las corvas de las rodillas. No sé bien si definirla como «una mujer que se asomaba a una carta» o «una mujer con una carrera en la media»; en todo caso, da igual, absolutamente igual. En uno de sus equilibrios, notó cómo el cuerpo se le seccionaba en dos partes bien diferenciadas. No sintió dolor, pero se cayó de la carta.

(A la memoria de Rafael Pérez Estrada)

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Vicente Muñoz Alvarez

El Merodeador

Llueve intensamente sobre la casa del narrador. Una noche de viento enloquecido y tremendo invierno. La lluvia proyecta violentas ráfagas contra la ventana de la habitación donde escribe, única iluminada en toda la casa. Un viejo caserón de pueblo aislado, que se utilizó como molino tiempo atrás. Rugen las vigas del techo y penetra el viento helado a través de las rendijas de las puertas. Una noche de diciembre, oscura y sin luna, desapacible e invernal. El narrador está sentado en su escritorio, bajo el flexo, concentrado en una historia que la negritud de la noche le ha inspirado. Está solo en la casa y en ese instante la luz de su despacho es la única encendida: sólo la luz de su despacho, como un faro magnético en la noche helada. Escribe el narrador sobre alguien o algo que se acerca bajo la lluvia a una casa donde sólo brilla una macilenta luz, la luz de un flexo bajo el que otro narrador, a su vez, cuenta una historia. La persistente lluvia, que dentro de la casa es sólo un susurro, empapa mientras la silueta aún difusa del merodeador. Lleva calado un gran sombrero y una gabardina gris cubre su cuerpo. Apenas se le distingue en la lluvia, sólo sus pies descalzos sobre el barro, sus manos blancas sobresaliendo de la gabardina y una goteante melena tapizándole la espalda y el rostro. Lentamente, a medida avanza el narrador en su relato, se acerca sigiloso a la casa el merodeador, cobra forma en la noche, se perfilan bajo la lluvia sus rasgos. Quiere, el narrador, situarle en la casa, frente a la ventana del narrador de su historia, contemplándole mientras escribe: el narrador de su historia escribe bajo el flexo de su despacho y el merodeador le observa bajo la lluvia empapado. En ese punto del relato se encuentra, absorto en la escena, cuando, al elevar la vista de su escritorio, distingue una sombra a través del cristal empañado. El vaho y las gotas de agua le impiden ver nítidamente, al otro lado, el rostro del merodeador. Sólo su silueta clavada en la lluvia, observándole por la ventana, y la melena chorreante que, bajo el sombrero, oculta su rostro. No puede ser, piensa el narrador, no puede ser real, no puede estar sucediendo... sí en mi historia, en mi relato, en la noche y en la casa de mi relato, pero no aquí y ahora, no a mí, el merodeador de mi relato en el fondo no existe... Eso se repite el narrador, presa del pánico, mientras contempla, tras el cristal empañado, la silueta inmóvil del merodeador que le observa. Yo le he creado, piensa entornando los ojos, concentrándose, es fruto de mi imaginación, no puede salir de su historia, en el fondo no existe, no existe, no existe... Se repite eso el narrador, aún bajo el flexo, cuando un súbito estrépito de cristales rompe el silencio en la casa. Estremecido, abre los ojos. El merodeador no está en la ventana. Resuenan sus pasos dentro, atravesando lentamente el pasillo.

 

La Playa



Acabábamos de comer en un restaurante junto a la carretera, mi padre y yo, a pocos kilómetros de Luarca, justo encima del mar.
Debíamos visitar a un cliente allí esa tarde, sobre las cinco, y aún disponíamos de un par de horas antes de ir a verle, así que decidimos bajar a la playa en lugar de esperar en el coche dormitando o leyendo como solía ser habitual.
Mala hora para un representante, la sobremesa, esperando a que el cliente abra su puerta, sobre las cuatro y media o las cinco. Mala hora para el que tiene que aguardar pacientemente en su coche la apertura del comercio, pensando en cómo enfocar la venta, ser cauteloso, prudente y amable pero eficaz, en lo anacrónico y terminal de su gremio, en lo mediocre de su mercancía, en lo aleatorio de sus ingresos, en su familia ausente, en su vida aplazada, en su mermante fuerza y en lo quebradizo de su autoestima. Mala hora, en cualquier caso, para darle inútiles vueltas a la cabeza y pensar demasiado.
Aquella playa era, por tanto, un regalo en la ruta, una perla, algo imprevisto, y hasta ella descendimos mi padre y yo con la intención de descargar nuestra conciencia un rato.
Estábamos a mediados de octubre y el sol brillaba en lo alto, suspendido de un cielo despejado e intensamente azul.
Recorrimos un buen trecho de la playa en silencio, disfrutando el momento, respirando la brisa y escuchando el fragor de las olas, hasta que a lo lejos, varado en la arena, divisamos un enorme pez.
Comprobamos, al acercarnos, que se trataba de un delfín, una hermosa cría de delfín de unos treinta o cuarenta kilos y aproximadamente un metro de longitud, encallada en un banco de arena al descender la marea.
Allí estaba, atrapada, reseca y picoteada por las gaviotas pero viva, agonizante pero viva, respirando dificultosamente por su orificio en el lomo.
Coleteó aparatosamente cuando acariciamos su piel y nos miró con aquellos ojos negros y profundos, expresivos, casi humanos, que parecían suplicarnos ayuda...
Fue un placer arrastrarlo con mi padre al mar, sentir su tacto escurridizo y frío, palpitante en las manos, llegar a la orilla y reanimarlo, acariciarlo, escuchar su respiración y ver cómo lentamente iba cobrando vida, coleteaba y se recuperaba al contacto del mar, ganaba por momentos fuerza, giraba sobre sí mismo, resoplaba y desaparecía con su grácil aleta entre las olas.
Fue un placer salvar a aquel delfín, algo especial, vibrante, sujetarlo en las manos, sentirle palpitar, rozar tus piernas y oír tan cerca su respiración.
Como si entonces, en aquella playa, bajo el sol, nuestra existencia, la de mi padre y la mía, cobrara otro significado, un sentido nuevo, nuestra relación, nuestro trabajo y nuestro lugar en el extraño rompecabezas de la Creación.
Allí estábamos, setenta y treinta y cinco años, dos generaciones, vivos y felices, reencarnados, y el sol brillaba intensamente sobre nuestras cabezas mientras la pequeña aleta del delfín, semejante a la de un tiburón, avanzaba mar adentro sorteando vigorosamente las olas.
Desdibujándose, progresivamente, en el horizonte.

Nada más podíamos pedirle al mundo.



Lluvia

Otro extraño día de lluvia. He despertado y me he sentido enfermo, incapaz de concentrarme. Así que ni siquiera lo he intentado. Estoy harto de romper folios, de tachar palabras: no encuentro la forma. La idea lo ha absorbido todo, pero se ha quedado dentro. No puedo pensar en otra cosa. Horas y horas viendo caer la lluvia, anulado, hipnotizado junto a la ventana. ¿ Cuánto tiempo llevo así ? Me levanto y veo la lluvia, intento escribir, vuelvo a la cama, me levanto y veo la lluvia… La secuencia es invariable, pero el resto es tan confuso… Me asfixiaba, no podía continuar así, traicionándome, saliendo de mí, escribiendo de aquel modo: la mujer ensangrentada, el borracho desahuciado, el joven que se pierde entre la multitud. Lo que yo buscaba estaba dentro, en lo profundo, una intuición, una sospecha, un sentimiento. Lo demás solamente era un camino, cinco folios, semana tras semana, sigue así, funciona bien, así está bien, lo quiero así… La absurda imagen de un reflejo. Hasta que algo en mi cabeza se rompió. Lo escuché nítidamente una mañana, un chasquido sordo, como si se desencajara al fondo un hueso. Y comenzó la lluvia. Una lluvia obsesiva. Una lluvia hipnótica. Una lluvia amnésica. Me siento junto a la ventana a contemplarla y me voy reprogramando. Desintegración, ausencia, agotamiento. La idea lo ha absorbido todo. La siento en mi interior, en cada neurona, en cada célula, perfilada en sus más nimios detalles. No es la eternidad, sino el vacío. Y se ha quedado dentro. Podría escribir sobre él cientos de líneas, colores, graduaciones, lo que va desde el principio al fin. Pero no encuentro la forma. Y tengo miedo. Soy incapaz de concentrarme. Me levanto y veo la lluvia, intento escribir, vuelvo a la cama, me levanto y veo la lluvia… La secuencia es invariable. Aquí sentado. Una bomba que nunca estallará. Una frase borrada por la lluvia.

Malentendidos

Malentendidos como el de este fin de semana, acampados en el corazón del bosque, felices y solos bajo las estrellas, y ese amanecer de dolor tan gratuito, esa chispa que salta por la más mínima cosa ( se volcó el cartón de leche, en este caso, y dios mío qué trágico puede llegar a ser mi orgullo ) y nos dispara a un período de gritos y lágrimas que termina en la triste confesión de su vacío, de su gran soledad en mi ausencia, durante mi trabajo, y su necesidad de cambiar desesperadamente de entorno para intentar llenar en la distancia esas lagunas…
Palabras de la herida, como esa carta tan intensa de amor de hace unos meses
( que acabo de releer ahora y que me ha recordado tanto a la de Mardou en Los Subterráneos ), donde intentaba explicarme lo que el alcohol nos había impedido entender la noche anterior, cuando una vez más nos vimos envueltos en el horror de los bares y la borrachera y al volver a casa, febriles y abatidos, comenzamos a gritarnos y el fantasma de la incomunicación se nos echó encima distanciándonos hasta algún tiempo después…
Esa carta tan arrebatada y tan sincera, tan sumamente desolada y triste, que dice cosas como:
Te me vas otra vez, una vez más se va a iniciar un terrible período para ti en el que pierdes el norte y tu entorno, en el que intentamos querernos desde la distancia
( para referirse a mi vuelta al trabajo, las maletas, despedidas, llamadas telefónicas y esa larga ausencia que de cuando en cuando me aleja de casa ) o ¿ Por qué lo de afuera nos hace tanto daño ? (donde se condensan, quizás, todas nuestras frustraciones y desengaños de los últimos meses ) o Creo que hay que olvidarse más del mundo y seguir nuestro propio camino ( expresión tan beat y baudelariana ) o, ya para terminar, como broche de oro a tanta entrega, Quiero quererte y cuidar de ti y dejar que fluya al interior la paz…
Esa carta, en suma, que implica una declaración total de principios y una reivindicación de todo lo que juntos, con el paso del tiempo, hemos creado…
O malentendidos, también, como el de Amberes ( el bono de tren de Holanda no servía en Bélgica), como el de Moura ( se nos quedaron dentro del coche las llaves y tuvimos que llamar a un cerrajero ), como el de Praga ( una vez más el triste alcohol ), como el de Lanzarote ( olvidamos las tarjetas de crédito ), como el de Fez ( perdidos en la noche del zócalo ), como el de Burdeos ( no había forma de encontrar hotel ) o como tantos y tantos otros que nos han hecho arrastrar nuestra pena y nuestra insatisfacción por todo el mundo, esas pruebas de tristeza y de desgaste inútil, nuestro carácter duro, la autosuficiencia fingida y el desfalleciente orgullo que nos impide poner freno a ese imparable proceso de demolición en los momentos clave…

Malentendidos absurdos, gratuitos, hirientes, traidores, alienantes, oscuros que, de cuando en cuando, sin saber por qué, destruyen el edificio laborioso y frágil de nuestra armonía, como si por algún motivo incierto, vago, ajeno, nuestra vieja antigua unión necesitara consumirse para resurgir luego fortalecida de sus propias cenizas…

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Enrique Zumalabe

21 de febrero, 2004.

El reconfortante ritual de la ducha, algunas reflexiones y anotaciones rápidas, un poco de balance para que éstos días no se queden sólo en un presente ya huido y, entonces, habitar de nuevo las calles, dejarnos vencer por la sentimentalidad. Y tomar las decisiones sin protocolo, con agilidad, al margen de palabras ceremoniosas e imprecisas. Elevador de la rua de Santa Justa. Algún día, al rescatar del olvido estas fotos, puede ser que lloremos o, sorprendidos, qué curioso estábamos en Lisboa, digamos algunas cosas como mira qué felices fuimos, fíjate en la camisa que llevo. Diremos algunas de estas cosas por no decir que todo es extraño, por no decir que, de alguna manera, ya no somos aquellos turistas en Lisboa. Elevador de la rua de Santa Justa. Desde esta atalaya, desde esta ventana a la conciencia y a los tiempos, la ciudad es un poema que se escribe con piedras y sangre, con barro y vino, con luces nostálgicas y la voluntad creadora de nuestras miradas. Voy a hacerte un retrato con estas vistas, tú apoyada en la reja y, al fondo, las luces de Rossio. Voy a hacerte una foto con este fondo de luces culturales. Pero no me interesa la nostalgia de las luces, quiero captar el reflejo intenso, feliz de tu rostro, quiero hacer una fotografía de tu entusiasmo, quiero ayudarte a derramarlo por la ciudad. Y para qué esperar más, bajemos a las calles, tomemos el eléctrico (los españoles en Lisboa deben llamar al tranvía eléctrico). Mira a esos niños que viajan en el exterior del tranvía, en la clandestinidad de sus agarraderas, en el breve escalón de la puerta. Quizá nosotros viajemos así en la vida, en su revés exterior, como ilegales, agarrados con fuerza, con un frío afilado, hiriente, en la ambigüedad de no saber si queremos o no viajar en el interior de un tren como éste. Quizás sí, pero ésta noche la ciudad es nuestra risa expansiva, es este jazz que nos dibuja el paisaje, una conversación con palabras duras, emocionadas, resentidas, sobre la situación política, el cariño y la ternura que nos acompañan hasta el hostal, la lluvia en el Largo do Chiado. Esta noche la ciudad no es más que el camino que van inventando nuestros pasos, la consecuencia entrañable de cada cosa que hacemos.

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EVA GUTIÉRREZ LÓPEZ

UN SUCESO

La luna había aplastado su casa. Terminó de regar las lechugas y se fue a verla de cerca.

 

EL FIN DEL MUNDO

De pequeño me aterraba ir a casa de mi abuela, va que teníamos que pasar junto al Fin del Mundo, y, era de noche.
Para mí El Fin del Mundo era algo literal, una especie de frontera tras la cual ya no habla nada.
En una ocasión fuimos a mediodía y, no me atrevía a asomarme al abismo temiendo que los terrores imaginados se mostraran ante mis ojos a plena luz.
Al final, la curiosidad del niño pudo más que el miedo del niño, y comprobar aliviado pero decepcionado, que El Fin del Mundo era un escalón de dos metros.


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TANITH LEE

 

EUSTACE

 

Amo a Eustace a pesar de que me lleva cuarenta años, es totalmente mudo y no tiene ningún diente. Me da igual que Eustace esté totalmente calvo -excepto los pelos esos que se le ven entre los dedos de los pies-, que cuando ande se le note la joroba y a veces se caiga en medio de la acera. Si cree que tiene que emitir uno de esos cortos sonidos agudos como silbando, o si le da por mordisquear con su boca sin dientes el sofá o irse al dormir al jardín, yo lo acepto todo como cosas bastante normales. Porque le amo. A Eustace le amo porque es el único hombre del mundo al que no le importa que yo tenga tres piernas.

 

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