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Antonio González-Guerrero:
Catulo en Malasaña,
prólogo de María Antonia Durán Sotelo,
Ponferrada, Col. Hontanar, 2003; 73 pp.

 
 

A la ya extensa bibliografía de poeta leonés Antonio González-Guerrero (Corullón, 1954), diversa y plural en sus registros, hay que añadir ahora un nuevo título: Catulo en Malasaña, que mereciera ser finalista del Premio Loewe en su convocatoria del año 2000. Varios son los galardones literarios que ha obtenido este vate berciano a lo largo de su trayectoria literaria y su obra goza de innegable consideración en amplios círculos literarios, tanto de nuestro país como fuera de él, por su autenticidad, hondura y buen oficio.
En su última entrega, González-Guerrero ha querido trasladar en el tiempo al poeta latino Catulo y a los personajes que de algún modo compartieron vida y experiencias con él, entre los que destaca, sin duda, su amada Lesbia. Y lo ha hecho ubicándolo en el barrio madrileño de Malasaña, entre cuyos habitantes y, salvado las distancias del tiempo y la época, el poeta encuentra destacables puntos de similitud y coincidencia. El ambiente que nos describe en sus textos está directamente vinculado a la experiencia sexual en sus más variadas expresiones, de las que nos habla con un vocabulario descarnado, sin tapujos ni vaguedades, en un lenguaje claro y con el aliento innegable de los clásicos latinos, tanto en la forma como en el fondo.

Hay, a mi juicio, una deliberada exaltación del sexo, de la pasión y el goce sexual, de su poder vitalista y liberador, con un carácter paganizante y alejado de la moral convencional, impuesta o al uso. Es el sexo como puro disfrute, pero también se bate en torno a él todo un mundo de traiciones y desamores, de burlas crueles y desafectos, de soledades e insatisfacciones. Encuentro, pues, en Catulo en Malasaña una deliberada intención provocadora, tanto en lo que afecta a la moral cristiana y la conciencia del pecado o la culpa como a la moral burguesa con la que choca. De sobra es conocida la actitud de muchos poetas de los siglos XIX y XX que intencionadamente buscaban con sus obras épater le bourgeois; esto es, asombrar, pasmar, desconcertar o dejar estupefacto al burgués provocándolo con su arte, atacando directamente sus gustos estéticos y su moral que se dirime entre lo privado y lo público. El libro de González-Guerrero trata de experiencias sexuales que según este tipo de moral entrarían a formar parte del ámbito de lo privado y, por consiguiente, al hablar de tales experiencias públicamente, se atenta contra este principio esencial de la moral burguesa. El cristianismo vino a acabar con ese sentido pagano del disfrute del sexo en el mundo latino, imponiendo sobre él el sentimiento de la culpa y del pecado con una innegable fuerza represora.
De alguna manera, el camino seguido por González-Guerrero en su último libro había sido anteriormente señalado, en cierto modo, por poetas como la gaditana Ana Rossetti o las traducciones que de la misma obra de Catulo viene realizando el poeta cordobés Mariano Roldán. Algo tiene que ver también con esa línea la poesía de Francisco Brines y hasta la de Aurora Luque, quien no hace mucho publicó en Hiperión una antología titulada Los dados de Eros. Otros nombres y ejemplos podría aducir, pero basten estos que apunto. No creo, por el contrario, que este tipo de poesía tenga que estar necesariamente vinculada con el llamado realismo sucio, como algún crítico ha señalado. Hay en la lírica española de las últimas décadas una corriente de recuperación que apunta a los clásicos latinos y griegos, buscando en ellos y en su asombrosa vigencia, temas y formas que continúan plenamente vivos en nuestra sociedad. Son tal vez las señas de identidad mediterráneas, formas de ver y concebir el mundo que durante largos siglos han permanecido invulnerables, más o menos a la sombra de los gustos estéticos o las presiones de los moralistas de turno. Difíciles de eliminar, pues forman parte de nuestro sustrato cultural imborrable, esas formas afloran y parece éste un momento propicio para ello, ante el retroceso aparente de otras formas de moral como la cristiana en una sociedad más libre y desinhibida, tal es la de la España democrática en nuestros días. El Mediterráneo se debatió en la antigüedad bajo la sombra de dos culturas que en realidad vinieron a ser casi la misma: me refiero a la griega y a la latina, pues aunque Roma venció militarmente a Grecia, es bien sabido que la cultura griega era muy superior a la romana y éstos, los romanos, asimilaron dicha cultura a la suya, adoptando y adaptando cuantos dioses, héroes y mitos, ética y estética les convinieron de los griegos. No eran pocas las familias nobles romanas que tenían como preceptor de sus hijos a un maestro griego.

En Catulo en Malasaña González-Guerrero nos refiere no solamente las lides amorosas del poeta latino y su círculo de amistades en una Roma imperial, siempre vitalista y decadente, sino que también acierta a trasladar el espíritu de aquella época hasta la capital de España, ubicándolo en el barrio de Malasaña, entre seres que deambulan por sus calles, que frecuentan determinados lugares y comparten determinadas experiencias. El desenlace de la obra parece llevarnos a la convicción de que el amor no es eterno, sino una suerte de “enfermedad” pasajera que dura lo que dura y, finalmente, se termina irremediablemente, conduciendo al ser humano a un estado de soledad y desencanto en el que aguardar el final de sus días.
Lúcida y desengañada visión del amor y del efímero placer sexual, sin duda, pero también exaltación poderosa y vibrante de la pasión erótica como fuerza vital arrolladora para negar la muerte; este libro de González-Guerrero merece la atención de los lectores interesados en nuestra mejor poesía actual que, pese a no haber sido publicado por una de esas editoriales de postín cuya miopía resulta en ocasiones tan evidente, sí lo ha sido por una muy digna, decidida y valiente colección leonesa como es Hontanar.

 

José Antonio Sáez