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PRESENTACIÓN DEL LIBRO

Desde Alborán navego,
de Julio Alfredo Egea.

Almería, 17 de noviembre de 2003

 
 

DESDE ALBORÁN NAVEGO

A Patricia, que siempre ha sabido estar
al lado de Julio.

Quienes nos hemos venido acercando, con admiración y respeto, a la obra de Julio Alfredo Egea (Chirivel, Almería, 1925), tenemos la sensación de que en contadas entregas como ésta el autor ha tratado el tema de la temporalidad y el devenir existencial con mayor hondura que en este libro, que mereció el accésit al premio “Rafael Morales” en su XXVIII convocatoria, correspondiente al pasado año, y que aparece publicado en la colección “Melibea”, de Talavera de la Reina. Formaron parte del jurado poetas de la talla de José Hierro, Ángel García López, Antonio Hernández o Joaquín Benito de Lucas. El tiempo y el devenir existencial, como en un proceso circular y expansivo, en oleadas de idas y venidas, avances y regresos. Tiempo vital -y, por tanto, experiencia vivida- y tiempo histórico, enlazados por la magia del verbo poético, de la palabra diamantina preñada de significados, pulida en sus aristas, flecha certera en la diana de la luz. Siempre fue Julio Alfredo Egea poeta arraigado en lo humano, comprometido con el hombre y sus desvalimientos, artífice de ternuras. Desde su entorno más inmediato supo elevar a categoría universal los más humildes recursos que le brindó su circunstancia haciendo moldeable, por la gracia de su intuición poética, la frágil greda que alienta en cada ser humano. Así, desde Chirivel o desde Alborán ahora, el poeta sale a pregonar sus raíces como el sembrador va desperdigando las semillas para que la tierra preparada las acoja y fructifiquen dando el ciento por uno. Responde así a una urgente necesidad espiritual de fidelidad, de nobleza e hidalguía, de compromiso con sus raíces, pues Julio Alfredo Egea es como un árbol, y a menudo se nos confiesa abrazando a su tronco, a su amada sabina milenaria, allá en el jardín de Los Vélez. Respira Julio Alfredo el olor de los pinos y las plantas aromáticas de sus paraísos perdidos y su corazón se ensancha con el latido alborozado de cuanto ser vivo manifiesta. No hay más que mirarlo a los ojos para ver a la legua al poeta y al hombre excepcional que hay en él, hacerse a su palabra y al tono de su voz pausada, al buen humor con que se crece en los muchos dolores que la existencia nos depara y, aprestando el oído, el lector o el amigo pueden captar los latidos de su corazón abundante, patria de acogidas en el desamparo humano.

Desde Alborán navego es así una obra comprometida de un poeta comprometido con la herencia de su sangre, un poeta que busca y ahonda en sus raíces hasta dejarlas al aire, sin pudor alguno; pues no en vano el primer compromiso de todo verdadero poeta es consigo mismo, con la verdad y con sus semejantes. Nobleza obliga, y Julio Alfredo Egea se nos ha venido entregando en cada nuevo libro sin reserva alguna, pura ofrenda casi litúrgica, entendiendo la poesía como una donación, con extremada generosidad. Busca y ahonda el poeta en sus señas de identidad de forma recurrente, casi de forma obsesiva: nobleza, pues, de la estirpe. La evocación o el recurso a la memoria de otras entregas se convierte en ésta en un hondo proceso de reflexión, más universal y ambicioso, si así puede calificarse. No se trata ahora de hacer valer la herencia familiar y más próxima, sino de reclamar aquélla más remota que la historia nos deparó como patrimonio cultural, personal y común. El poeta hace de su voz un ejercicio solidario, pues no en vano clama por un legado que nos pertenece a todos y en el que todos deberíamos reconocernos. Cíclicamente, en oleadas, con el ritmo acompasado de las mareas, insistentemente, antes que el tiempo acabe o enmudezca haciéndose al silencio, antes que de la memoria borre los últimos vestigios que no son sino señas de identidad, antes que el fingidor encubra su verdadero rostro y nos convierta en seres anodinos e ignorantes de su ser verdadero; el poeta clama con voz recia, como el crucificado desde lo alto de la cruz de su fragilidad y contingencia, por las señas de identidad de todos nosotros, almerienses, hombres mediterráneos, remeros de este mar nuestro, fruto de un mestizaje de civilizaciones y encuentros al que no podríamos renunciar aunque quisiéramos. Aquéllos que llevaron la luz en los ojos y en corazón, los que buscaron con insistencia la belleza, los que construyeron ciudades para la eternidad y esculpieron cuerpos desnudos, navegantes, viajeros que bebieron el rojo vino de las vides y llenaron las ánforas de aceite para comerciar con ellas o transportarlas en sus naves hacia la más recóndita orilla, los que labraron con preciosismo de artífices celestes las torres doradas de los palacios y los templos, de las catedrales y las mezquitas, los que sucumbieron en el fragor de la batalla y aguardaron un reino más allá de la muerte... Fenicios, cartagineses y romanos, godos e hijos del islán, cristianos y judíos: ¡qué vasto campo para abonar el clamor de la sangre, que no es sino honda llamada remotísima en la lengua de las profecías!:“Se suceden los versos y las olas./ La vida en cabotaje/ leva ancla de la tierra/ en donde encontré un día/ la única flor alzada por corales/ rojos, cuando al crepúsculo/ santiguaban gaviotas./ No puede la belleza/ ser perenne vendaje de la muerte./ Quiero huir de las rutas/ con finales de tumba solitaria./ Desde Alborán navego” (I, p.7).
El navegar del poeta desde este mar nuestro por los mares de la vida cobra así un significado alegórico, ya que es conocida desde antiguo la concepción de la existencia como un viaje que el viajero realiza al encuentro consigo mismo, lo cual, en Julio Alfredo Egea supone dar una respuesta a cuestiones esenciales que tienen que ver con el ser de cada hombre: el sentido de la vida, el amor, el dolor, la trascendencia, la temporalidad y la muerte. No anda extraviado el poeta, no anduvo nunca extraviado, pues sus razones son mayores y el caudal de sus valores apunta a la verdad y a la sinceridad, a la fidelidad y al compromiso como objetivos incuestionables. Sus versos destilan la serena tristeza del quien conoce los límites de lo humano y surgen de la herida en el costado, ésa de la que mana sangre y agua. Galopan por sus pupilas caballos melancólicos y de sus manos nace la caricia que consuela el desamparo del mundo. Su voz concilia voluntades y su boca habla celosa de un inconsciente cultural colectivo para que éste no se pierda en la noche o no nos sea arrebatado por implacables fuerzas ajenas:

“Enséñame a hacer nudos marineros,
enséñame, muchacho,
que vine de una tierra de pastores
y son firmes mis nupcias con el mar”.
(III, p. 13).

Se aprende a sobrevivir cuando se asume el legado de la sangre y se acepta el bagaje de nuestras múltiples derrotas. Todo vida es naufragio, y así lo proclama, con dignidad absoluta, el poeta en este libro. Aun así, nada hay que no lo conmueva, nada que no lo haga vibrar ante el milagro de la vida. Por eso es Julio Alfredo Egea un poeta esencial y reflexivo, siendo este componente, el de la reflexión, algo sustancial en Desde Alborán navego, donde historia personal y memoria histórica se superponen en un prisma caleidoscópico que proyecta sus múltiples imágenes, a menudo hilvanadas o encadenadas sobre una geografía de contenidas emociones. El poeta tiene así reservada la alta misión de recrear un universo personal y colectivo que edifica desde un estado de lucidez no siempre entendido en su justa dimensión. Por eso supone también la obra un ejercicio de soledad entre fuerzas e impulsos a menudo contrarios y contradictorios.

Su mensaje se dispersa en círculos concéntricos, expande su llamada como en ondas y regresa, siempre regresa al centro de sí mismo. Por eso su discurso nos parece esencial y en algo recurrente. Su lenguaje resulta tan personal como propio, tan antiguo como nuevo y primigenio. Inventar un mundo supone así crear un lenguaje que actúe como soporte donde apoyarlo. Y es aquí donde se muestra la verdadera dimensión del creador que hay en Julio Alfredo Egea. Una armoniosa conjunción de fondo y forma hermanadas. La lengua del poeta exige claves interpretativas o de desciframiento, como el idioma mismo de las profecías, y a menudo resulta difícil dar a la caza alcance. La sensación de soledad e impotencia aumenta de este modo, pues el creador siente como si alguien hubiera puesto en su boca las palabras que ha de decir. A menudo éstas pueden resultarle extrañas y hasta “impuestas” por no se sabe bien qué o quién. Por eso supone también la poesía un estado de gracia, un dejarse hacer o abandonarse, un estado receptivo o un estar en disposición de. Esto me parece a mí ocurre en la obra de Julio Alfredo Egea y, en consecuencia, en este libro que comento. El profundo humanismo que alienta en el discurso poético de Julio Alfredo Egea, su solidaridad con los más desamparados y desvalidos, su lucidez para afrontar el dolor, tanto el personal como el de sus semejantes, la cálida ternura que arropa su decir vigoroso, el tono de sinceridad y verdad con que dota a cada una de sus palabras apuntan a un poeta mayor, a una de las voces más personales de la poesía española de la generación del 50, al maestro querido y respetado de la poesía almeriense actual:

“Qué buscarán las tórtolas esta mañana? Vuelan
en círculos, planean sobre mí, me dedican
sus zureos... presiento en sus pupilas
la intención confiada de llegar a mi mano.
¿Por qué abrirá el geranio sus ventanas
si no es propicia la estación y puede
arriesgar primavera?
(........................................................)
La inspiración... ¿Quién dijo...?
La perdiz enjaulada
está ensayando un himno.”
(VIII, p. 19).

La isla de Alborán, que se hace también mar de rojo coral, aparece aquí como espacio geográfico real y como alegoría de otro viaje alrededor de la memoria histórica o la conciencia. Es el lugar desde donde partir, el alumbramiento de los ojos y el origen primero que nos acompaña siempre en nuestro devenir por los caminos de la vida. Los paisajes, las luces perdurables que guardamos en nuestro corazón no son otras que las de nuestra infancia. Y ello pese a otros muchos que pudieran fascinarnos. Julio Alfredo Egea ve a través de los ojos del niño que fue, ama con la inocencia del niño que lleva dentro, siente con la ternura de ese niño y respira por sus pulmones ensanchados por la brisa mediterránea. Desde sus ojos, el arrojado del paraíso proyecta la resurrección de un mundo agónico y con sus dedos tiende a pintar el paraíso perdido que bien pudiera llevar alojado en sus pupilas.

 

 

José Antonio Sáez