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VUELTA A LA NADA (POESÍA REUNIDA)
Luis Felipe Comendador
Presentación de José Luis Morante
Ed. Lf
Béjar, 2002


 
 

A punto de ver la luz El amante discreto de Lauren Bacall (Visor, Madrid), cae en mis manos la poesía reunida del salmantino Luis Felipe Comendador (Béjar, 1957), acaso uno de los poetas y editores más inquietos, explosivos e imprescindibles de la década de los noventa en España. Desde la publicación en 1993 de Versos giróvagos (no incluido en este volumen), Comendador ha dado a la luz 10 libros de poemas (coronados con premios como el Celaya, el Tardor, el Rafael Morales o más recientemente el accésit del Rafael Alberti), dos novelas y un buen puñado de artículos dispersos por revistas y diarios de todo el país. Por si esto no fuera suficiente, ha editado casi un centenar de libros y dirigido el semanario Béjar-Información desde 1997 hasta 2002. Para marearse.
Uno de los aspectos más interesantes del poeta Comendador, deriva precisamente de esta ebullición íntima, de este fuego que funde vida y obra. Desde su “inicial” Notario de las horas (Huelva, 1995), la obra del salmantino ha crecido tanto en registros como en intensidad y sabiduría compositiva. (En este punto es necesario señalar que Versos giróvagos es una especie de libro fantasma, que según Morante, el muñidor de esta poesía reunida, no podría ser considerada sino como una obra de tanteo y de exceso retórico). Ya en Notario de las horas nos encontrábamos con la inmediatez de un discurso que no ahorraba ni la palinodia, trufada de escepticismo, ni las menciones a las ignominias de la época, centradas en las sangrías de la ex-Yugoslavia o los conflictos raciales de Suráfrica. En contraposición a todo ello, desfilaban los mitos personales y generacionales en los que el autor había crecido, condenados, eso sí, al olvido cuando no a la abyección y a la cochambre. Era la suya una poesía directa, notarial, casi de combate, pero de un combate contra el tiempo, contra todo lo que había articulado la esperanza de una generación que, de buenas a primeras, se veía en la crudeza de un mundo suspendido permanentemente en el oprobio. Un mundo, en fin, condenado a la tristeza del descreimiento, apenas sostenido por las ligazones de la amistad y el amor.
Descreimiento y amistad son los engranajes que articulan su segunda (tercera) entrega, titulada significativamente En fin, ya veis, amigos (Béjar, 1995), en la que aparecen más claras las lecciones de Ángel González y Victor Botas, dos de los referentes de esta primera poesía del bejarano y en las que se continúa con el rastreo personal a través de la íntima decepción de las horas. Parte significativa de este libro pasará al siguiente, Sentado en un bar (Elx, 1995) en el que Comendador repasa con ironía su propia vida en lo que debemos entender como un gesto epigonal y sarcástico de lo que dio en llamarse poesía de la experiencia. La siguiente de sus entregas, Un suicidio menor (Talavera de la Reina, 1996) ahonda en los mismos elementos de sus libros anteriores, de los que toma prestadas algunas composiciones, a través de un cada vez más depurado estilo personal y una constante revisión de sus hitos y ritos personales, que son aquí descritos con un humor cortante y emotivo, lo que acabarán por ser algunos de los rasgos definitorios de toda su poesía. Este libro, sin embargo, hay que entenderlo, tal nos sugiere JL Morante como un libro de transición, pues si, como queda dicho, en él podemos encontrar al Comendador más depurado en cuanto a la revisión en clave de ironía de su propia vida, en él confluyen también el gusto por el epigrama lúcido y transgresor que a partir de entonces se hará fuerte en sus siguientes obras, siguiendo quizás la estela de los poetas griegos y latinos, vía Luis Alberto de Cuenca.

Con Sesión continua (Torredonjimeno, 1996), el bejarano abre un ciclo que aún sigue vigente en su poesía. Si antes, gran parte de su obra tiene un marcado tono autobiográfico, en Sesión continua el sujeto de sus poemas se desliga del autor, ganando la obra en interés compositivo y en acidez y perdiendo acaso en emotividad. Es interesante advertir que las referencias culturalistas, muy presentes en los libros anteriores, aquí se hacen imprescindibles, aunque el autor juega con estas referencias de una manera sarcástica, iconoclasta, logrando un puñado de poemas de gran tensión dramática y vivacidad lingüística. No existe un hiato perceptible entre este libro y Banda sonora (Benicarló, 1977), salvo en lo que respecta a la serie Palabras para Cintia, en la que el poeta salamantino, siguiendo los pasos de Propercio y Horacio, se abandona momentáneamente a la serenidad, la emotividad y al sosiego, para en las secciones consiguientes, acuciado acaso por su febril actividad, girar sobre sí mismo y seguir en la línea epigramática, en la que ha obtenido acaso sus más altas cotas poéticas. En su siguiente libro, Travelling, escrito en el 2000, pero no publicado hasta el 2002 (Talavera de la Reina) percibimos una vuelta de tuerca más en esta nueva dicción culturalista del poeta bejarano. Sus poemas, ácidos, lacónicos unas veces, envenenados siempre, participan de un carácter abiertamente iconoclasta que no dejan títere con cabeza. Si en Banda sonora aparecía esta beta, recordemos al respecto estos versos memorables: “Oye...¿Borges / no era / una marca de ciruelas”, en Travelling la voz de Comendador llega hasta sus más altas cotas en una poesía, la satírica, que en España no ha contado con una tradición muy sostenida y de la que el bejarano es hoy uno de sus más sólidos y efusivos contribuyentes. Paraísos del suicida (Castellón, 2001), el último de sus libros entregados a la imprenta, continúa el periplo culturalista emprendido, aunque en este caso el sentido del sarcasmo que imperaba en aquél, se hace más emotivo, pues por sus páginas pasa todo un elenco de suicidas memorables, que a su vez repasan sus vidas abonadas al fracaso o la desesperanza. Paraíso es un libro hondo, palpitante (y no es que sus anteriores entregas no lo fueran), en el que acaso encontremos al mejor Comendador hasta la fecha, el más contenido, el más íntimo, en el fondo y paradójicamente el más autobiográfico.
Se cierra la poesía reunida con tres entregas inéditas que, si bien no restan nada a una obra tan sólida como extensa, acaso haya que leerlos con un interés añadido, pues que permiten ver esas tierras de nadie que existen en todo autor y que a veces se quedan en los cajones o aparecen luego de una manera extemporánea. Es lo que sucede con Quizás me deje de tu bello rostro, un libro al que el propio autor, quizás injustamente, acoge como “poemario fallido y mil veces revisado”, mucho más cercano a esa primera etapa de Sentados en un bar, si bien su tono es mucho más contenido e íntimo, sobre todo cuando se refiere a los seres más cercanos y al entorno familiar. Desprovisto de la acidez y del brillo de su etapa última, el libro es un hermoso friso en el que volvemos a ver a Comendador en cuerpo y letra, ahondando en su vida interior. No es eso, escrito en 2002 es un poema anafórico y extenso de cierta complejidad estructural, pero también de una cierta monotonía rítmica, apenas atenuada por una imaginería que consigue momentos de incuestionable altura poética. Cierra este volumen el cuadernillo Últimos tangos de vida breve, que si bien no alcanzan la tensión epigramática de Travelling, nos acercan a una dicción más relajada y serena, en la que nos sorprenden, pese a su brevedad, algunos instantes de íntima belleza.
Una obra, para terminar, que reunida gana en solidez, al tiempo que nos detalla la evolución de este poeta pertinaz y frondoso, inquieto y voraz, que ha sabido conjugar una poesía de corte recitativo y autobiográfico en la que el descrédito del tiempo y sus añagazas lo impregnaba todo, con otra de corte acidulado y sorpresivo, en la tradición de Arquíloco o Marcial, de Catulo o Tibulo.

 

Manuel Moya