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TEMBLOR COMPARTIDO
DE LOS AÑOS

Francisco Carrasco
Ed. De Manuel Gahete
Dip. Prov. de Córdoba
Córdoba-2003

 
 

Francisco Carrasco (Cortegana, Huelva, 1930) es uno de esos poetas tardíos que irrumpen con su primer libro cuando ya la generación a la que pertenece no sólo está perfectamente perfilada, sino que su discurso y empuje inicial parecen agotados, de manera que la crítica tiende a no preocuparse de ellos como sería de rigor. En efecto, su primer libro, Raíces, accésit en 1965 del entonces prestigioso premio Adonais, aparece cuando ya los poetas del 50, entre los que sin lugar a dudas hay que situarlo, tanto por edad cuanto por obra, están muy próximos a pasar el testigo a manos de los novísimos, que irrumpirán con toda su fuerza a partir de 1967. Antes, sin embargo, a partir de 1962, la poesía española del interior va a ir experimentando un paulatino viraje que partiendo de propuestas de corte realista, se escora hacia discursos mucho más radicados en el lenguaje. En 1965, el péndulo ya está definitivamente inclinado sobre planteamientos estéticos muy alejados de la poesía radicada en lo social. Serán los nuevos poetas del 68 quienes rescaten Cántico, la revista cordobesa nacida en 1947, adalid en su tiempo del esteticismo, del vitalismo y de la concepción elegíaco-barroca, inspirada en la mejor tradición andaluza. Es un hecho que la poesía andaluza del 50 presenta claras diferencias estéticas con la que se hacía en el resto del estado, lo que derivó en la acusación de un esteticismo vacuo y acrítico, que muy poco tiene que ver a la luz de hoy con la realidad.
Precisamente será de la cantera de Cántico desde donde nos llegará la voz del poeta Francisco Carrasco, cuya primera entrega podría entenderse como un libro de cierto misticismo, en el que la contemplación de la naturaleza en su sereno fluir, en su inaugural belleza, ocupan la atención del joven poeta. Todo en este libro primero es contemplación y gozo, luz estremecida y triunfal, lo que nos recuerda a poetas como Ricardo Molina o Pablo García Baena, con los que Carrasco mantiene deudas insoslayables, si bien la poesía de éste tiende a una sobriedad y una laxitud, ajena a los poetas mencionados. Quince años más tarde publica el que será su segundo libro, Con el tiempo en las manos, donde el autor, que continúa fiel a su mística de la naturaleza, ahora nos desnuda su memoria, ofreciéndonos un discurso de mayores resonancias personales. Carrasco profundiza aquí en su dicción sobria y decantada, casi zurbaranesca, que es a mi modo de ver, uno de sus principales señas de identidad artísticas. Diálogo de la luz y los ojos (1982) es, como nos advierte Manuel Gahete en su esclarecedor prólogo, un libro mucho más cercano a Raíces que a Con el tiempo..., por su visión trascendente de la naturaleza que ahora aparece, eso sí, mucho más humanizada, más comprometida con los vaivenes de la propia existencia. Con estos versos: Toda cosa que vive / corrobora su dicha, Francisco Carrasco cierra uno de los poemas más emblemáticos del libro a la vez que deja zanjada de una vez y para siempre su poética. Ambos versos, de clara adscripción guilleniana, resumen como acaso ningunos otros el discurso decantado de este poeta que concibe la poesía como la búsqueda consciente de la belleza y del gozo.

Con Humano exilio, publicado en 1984, Francisco Carrasco es un poeta maduro que advierte en sí los estragos del tiempo, a la vez que se vuelve más introspectivo y diáfano. Lo que antes era celebración, deriva ahora en melancolía. Las traiciones del tiempo, la presencia aún lejana, pero irrefutable de la muerte, se hacen aquí pulsión y presagio y, si bien el poeta no desdeña la luz, ésta se vuelve ahora más otoñal y más parca. En Ciudad marina (1987), su siguiente obra, el poeta cordobés nos descubre su particular Mediterráneo. Junto a la plenitud del mar, se evoca el mítico pasado de los hombres que no sólo lo surcaron, sino que levantaron sobre él una cultura, una manera de entender el mundo. En sus páginas advertimos, cómo no, un dejo culturalista que volverá a aparecer en su Políptico del Ingenioso Hidalgo, también de 1987, un cuaderno que podría entenderse como una lectura del hombre a través de los arquetipos cervantinos. Tierra nativa (1991), cuaderno reeditado en 2001, junto a Sombras en el espejo (que es al cabo el que da título al volumen), es, con toda claridad un libro evocador y memorialístico, donde late el afán por recuperar la infancia, que es una manera de aceptar la entrada en la senectud. Tierra nativa es un conjunto de poemas ensimismados y telúricos en los que el paisaje, esta vez visto en el tamiz de la memoria, vuelve a aparecer como el vector esencial del libro. En todo caso el paisaje es un paisaje habitado, lleno de pulsión humana. También en 1991, Carrasco publica Esperando el olvido que al igual que Tierra nativa, viene a ser un recuento, una manera de volver sobre el pasado, acaso para comprenderlo, sin duda para sentirse acompañado por él. Esperando... debe entenderse como un libro de homenajes personales, en el que la amistad y el talante humano que preside toda su poesía, se hace aquí expreso eco, aliento votivo, emoción en estado puro.
Como refiere Gahete en su prólogo, FC es uno de esos poetas entrañables, de una dicción que sin desdeñar lo barroco, tiene en la sobriedad compositiva y en su talante espartano acaso sus mejores cualidades. La suya es la poesía de un hombre esperanzado que siente, de cuando en cuando, el estremecimiento y el rigor del tiempo. En este poeta de Cortegana, prepondera la sutileza y el apunte breve y emotivo, a la confesión lacerante o el fingimiento. Todo en él goza de lo verdadero, y si a veces su obra carece del vigor de otros compañeros generacionales, es fácil encontrarse en ella con unos versos de una limpidez extraordinaria, sugeridores y transidos de emoción pura, de humano desvelo.

 

Manuel Moya