Contenido HwebRA 5 Contenido Prosa

 

 

Lydia Vázquez

 

 

 
Lo vi pasar delante del escaparate. Una vez. Dos veces. Enseguida supe que acabaría entrando, aunque le iba a costar decidirse, como a tantos. Me había elegido desde el principio, y yo a él, pero su timidez, o algo más trágico en lo más profundo de su alma pero visible en su conmovedora mirada de auxilio, le impedía dar el paso con decisión. Estaba claro que no tenía costumbre. Probablemente era su primera vez, a pesar de su madurez.
Cuando cruzó la puerta, corrí la cortina del escaparate, le cogí el abrigo y lo dejé en una silla. Hola, me dijo, yo venía a... ¿¿Te apetece tomar un café, un té?, le pregunté mientras enchufaba la hervidora de agua. Le di la taza y empecé a desnudarme como sabemos hacer cuando estamos ante un cliente así, despacio, con naturalidad, sin provocación. Desnúdate tú también, le dije, estarás más cómodo. Le ayudé a soltar los cordones de los zapatos, y se los saqué con mucho cuidado, los dejé debajo de la silla donde había puesto el abrigo, y le quité los calcetines que plegué delicadamente antes de ponerlos sobre sus zapatos. ¿¿Qué tal estaba el café? ¿¿Te apetece otro? Y mientras le servía otra taza me explicó que se llamaba Hervé, que tenía cuarenta y dos años y que nunca había tenido una erección. Que había decidido hacía algún tiempo consultar con un psiquiatra y que, después de una terapia relativamente prolongada y sin ningún efecto, al menos visible, el doctor le había recomendado que ““fuera a visitar a una prostituta””.
Nuestra experiencia nos ayuda a conocer a nuestros clientes nada más verlos. Con una mirada del otro lado del escaparate ya sabemos cuál es su drama, cuáles sus problemas, cuáles sus necesidades. Enseguida me di cuenta de que no iba a ser un cliente fácil, así que decidí olvidarme de los sesenta minutos estipulados para consagrarme a consolar a aquel hombre. Le pregunté por su vida, me dijo que vivía con su madre, una mujer ya mayor, de pocas palabras y menos ternura. Mientras, le tenía el pene cogido y se lo acariciaba suavemente una y otra vez, como quien acaricia la mano del amigo que se nos confiesa. Alterné besos y caricias, recorriendo su cuerpo mientras escuchaba el hastío vital de aquel hombre que no sabía gozar.
Cuando Hervé, cabizbajo, me explicó que tenía que irse a preparar la cena de su madre, le contesté que no era grave, que tenía que volver, que la primera vez era normal, que les pasaba a todos, aunque no tuvieran su problema, que tendríamos que intentarlo más veces, de distintas maneras, utilizando otros trucos. Al despedirme le pedí el teléfono de su psiquiatra. Llamé y me contestó una voz de timbre grave, muy dulce. Me presenté, Nuria, prostituta en Bruselas, trabajaba en un escaparate, y Hervé, un paciente suyo, había llegado a mí por recomendación suya. Se acordaba perfectamente. Pareció satisfecho de que Hervé hubiera sido capaz de dar el paso. Aunque no había querido mostrarle a Hervé mi inquietud, la verdad es que confesé al doctor que no sabía muy bien qué hacer, a lo que él me respondió: señora, déjese llevar por su intuición. Diré al lector que desde entonces he seguido siempre el consejo de aquel psiquiatra, y me he dejado llevar siempre por mi intuición, intuición de mujer, intuición de puta, y que nunca me ha fallado.

Hervé volvió. Yo sabía que volvería. Le había visto relajarse, ir sintiéndose a gusto conmigo, dejando de lado angustias, tensiones, frustraciones y brusquedades. Tomamos café, hablamos de su trabajo, de sus novias. Había tenido dos novias, hacía tiempo, pero habían acabado dejándolo, claro, y ahora ya no se atrevía a salir con ninguna. Le gustaba una chica de su trabajo que parecía sentirse atraída también por él. Habían salido al cine y a cenar un par de veces pero no se había atrevido a intentar más, por miedo a un nuevo fracaso y a un nuevo abandono. A su madre tampoco le gustaba que saliera con mujeres. Según ella sólo iban con él por su dinero, para divorciarse a los dos años y exigirle una pensión el resto de su vida. Le extendí un aceite esencial por todo el cuerpo y empecé a acariciarle primero el pecho, los pezones, realizando movimientos circulares acompañados de pequeños pinzamientos. Bajé al vientre y me detuve en él, ligeramente velludo, sus pelos hacían cosquillas en mis manos y su curva me producía una entrañable sensación de proximidad. Le estaba cogiendo cariño. Sus nalgas eran redondeadas, firmes, suaves. Le introduje el índice en el ano. Para aquellos de mis lectores y lectoras que no lo sepan, precisaré que en el interior del hombre hay un cuerpo glandular, que rodea el cuello de la vejiga y parte de la uretra, que adopta una apariencia de pequeña bolita al contacto con el dedo que penetra, que se llama próstata, y que produce gran excitación en el varón al ser cuidadosamente manipulada. Pues bien, gracias al aceite mi dedo se movía con soltura por el interior de Hervé, que parecía disfrutar del juego, pero no así su verga, que estaba más dormida que nunca. Nuria, me dije, esto ya es una cuestión de honor. Tu honor de prostituta está en juego, el de toda la profesión. Vas a conseguir que este hombre tenga una erección cueste lo que cueste. Vas a lograr que eyacule aunque sea lo último que hagas en este oficio.
Quedamos para el domingo siguiente, pero no en mi escaparate. Vino a buscarme a casa, y nos fuimos de paseo al bosque. Yo había preparado unas cosillas de picar, unos tomates rellenos, un fiambre frío, unas pastas, y había cogido una botella de vino de las que tengo en mi bodega para casos especiales, un Meursault de los que me regalaba un cliente negociante en vinos de Borgoña que venía a verme de vez en cuando. Había llevado una manta, así que nos sentamos en la hierba, en un claro del bosque, al borde de un riachuelo. Estuvimos recordando nuestras infancias. Me preguntó cómo había llegado a ser prostituta. Le dije que yo, como tanta gente en este mundo, tampoco había elegido mi profesión, vamos, que lo mío no era vocacional. Que al verme abandonada por mi marido, con tres hijos a mi cargo, y sin saber ningún oficio, decidí dedicarme a ello para sacar a mi familia adelante. Como así había sido. Les había dado estudios a todos, y ahora eran ya unos hombres hechos y derechos, felices en la vida y orgullosos de su madre. Porque aunque no hubiera escogido esa profesión, ahora sí me sentía satisfecha, y había transmitido la dignidad de mi trabajo a mis hijos que habían tenido, que tenían, una madre excepcional, como todos los hijos que tienen buenas madres. Y yo había sido, seguía siendo, una buena madre. Pareció ponerse triste. Supongo que esa madre que yo adivinaba implacable no le había hecho la vida fácil. Lo estreché en mis brazos, y le acaricié el pelo, suavemente, dándole besos en la cabeza, en la frente, en la nuca. Nos revolcamos por la hierba como dos niños. Yo le hacía cosquillas, le pasaba las manos por debajo de la camisa, por la cintura del pantalón que le había desabrochado para que se sintiera más cómodo. Nos desnudamos y nos quedamos el uno pegado al otro, abrazados, no puedo decir cuánto tiempo. Creo, incluso, que nos quedamos dormidos un rato. Al atardecer recogimos las cosas y volvimos a Bruselas. Había sido un estupendo día de campo.
Salimos más veces, a cenar, de paseo por la ciudad, hasta me acompañó una vez a comprar ropa interior que estuvo eligiendo con un gusto que me sorprendió. Hervé y yo habíamos aprendido a respetarnos, a conocernos, a apreciarnos. A querernos. La verdad es que yo, bueno no sólo yo, las prostitutas en general, solemos encariñarnos con nuestros clientes. Cuando son hombres que vienen una y otra vez, durante años, que no querrían por nada del mundo a otra, que nos han elegido a nosotras, porque sólo a nosotras son capaces de contar sus pequeñas miserias, las que nos pasan a todos, que si su mujer no quiere nunca, pero hombre, ¿¿has probado a ser un poco más amable, más dulce, a acariciarla antes?, que si en el trabajo le tiene estresado, que si sus hijos no le dirigen la palabra desde que se divorció, que si... ¿¿Cómo no quererlos? Son un poco también nuestros hombres, los compartimos con sus mujeres, con sus hijos, con sus amigos...Bueno, les ahorraré los detalles de mi prolongada relación con Hervé sin que por ello viera ningún signo que me permitiera ser optimista respecto del problema que en principio le había llevado a mí. El caso es que Hervé pareció olvidarse. Dejó de darle importancia. No hablaba ya de ello, ni miraba a otro lado cuando le acariciaba por no ser testigo de su impotencia. A su manera, gozaba.

A pesar de todo, aquel día, cuando sentí cómo aquella polla empezaba a aumentar de tamaño dentro de mi boca, a endurecerse, a humedecerse con el contacto de mi paladar y de mi lengua, a responder estremecida a mis vaivenes, cuando por fin noté que su esperma invadía mi boca, creo que fue uno de los días más bonitos de mi vida.
Y sé, querido lector, que esta historia te parecerá un cuento de hadas si te digo que de vez en cuando viene a verme para contarme lo feliz que es desde que se ha ido a vivir con su compañera de trabajo. Pero te juro, querido lector, que es la pura verdad.