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Daniel Salguero Díaz

 

 

 
Hoy, nuestro serenísimo, piadísimo y beatísimo Santo Padre, desde el trono de San Pedro, iustus es, Domine, ante faciem omnium, ha beatificado a nuestro paisano don Francisco Fachote del Águila, in gloriam plebis tuae.
Don Francisco, hombre de bien, de genio y figura hasta la sepultura, como manda nuestra gloriosa casta íbera, nació en Cuencas del Corralillo, acogedor pueblo rodeado de extensas campiñas y calmos riachuelos, para gloria y regocijo de quienes en tierra tan peculiar nacieron. Nuestro beato (al que llamaremos desde ahora Paco, en honor de ese otro gran español que con sabio amor y celestiales armas, limpió nuestras lindes de la amenaza comunista y fijó, misericordioso, la eclesiástica paz en sus dominios) nuestro Paco, como digo, tuvo una infancia alegre y diáfana, entregado desde su más tierna niñez a la lectura de libros santos y cultivando en su alma la sacra devoción que hoy, a muchos años de su triste pérdida, lo elevan a los más altos estratos del Divino Cielo, Deus in nomino tuo.
Siendo aún muy joven, ingresó como miembro de la compasiva Falange, baluarte bendito de la religión y moral de nuestro amadísimo país y conoció desde estas castas alturas los descalabros e injusticias de una República atea que hundía a la muy querida y alabada España en el libertinaje más impuro, condenándonos sin remedio a los Eternos Fuegos del Infierno. Pero, Deo gratias, ese otro Paco, del que ya hemos hablado, caudillo por la mucha gracia de Dios, hombre bendito y misericordioso, como ya dijimos, inició la Santa Reconquista de los terrenos ganados por el rojo infiel, batalla en la que don Fachote ayudó con valentía a dar castigo purificador al ateo cruel y al masón impío, salvando, custodi nos, Señor, sus podridas almas para los Reinos Perdurables que no son de este mundo.
Acaeció, el primer verano después de la guerra, que don Paco Fachote caminaba, como era la suya costumbre, por los alrededores de su hermosa villa, respirando el limpio aire castizo de la nueva España, una, grande y libre, disfrutando del triunfo del bien y la decencia, con tanta sangre y sacrificio conseguido, en la contemplación de los altos chopos y enraizados olmos, con un sol serrano de muy señor mío que, pese a la calor estival, se le antojaba harto agradable. Fue entonces cuando un súbito estallido de luz en medio del camino atrajo su atención. Aquel fogonazo se amansó en un aura azulada que rodeó armoniosa a una mujer vestida con hermosos ropajes blancos y celestes que nuestro beato amigo supo reconocer como los atuendos de nuestra Amadísima y Santísima Virgen María, madre clemente de todos los buenos españoles. Nuestro héroe, ante tamaña visión, se hincó de rodillas y lloró emocionado.
-Salve Regina,- acertó a decir titubeante, henchido de incomparable alegría pero temeroso a su vez de no ser digno de tal suceso.
-No os inquietéis don Francisco y no sed temeroso de mí. Sólo regocijo vengo a daros. Levantaos y hablad conmigo como un hijo ha de hablar con su madre, pues madre soy de los españoles puros y vos el mejor de mis hijos con mucho.
-¡Oh, Santa Aparición! Yo sólo soy un simple mortal servidor vuestro. No soy digno de vos.
-Sí lo sois, y si en algo me apreciáis, levantaos y habladme de igual a igual.
Esas fueron las gratas palabras salidas de la bendita boca y presto, nuestro Paco se puso en pie y miró el hermosísimo rostro de la Inmaculada.
-¿En que puedo yo serviros, Reina y Madre?
-Vengo, Francisquillo, a darte las gracias por tu impagable dedicación a librar mi tierra del comunismo y la masonería. Has conseguido que no sea inútil la muerte y resurrección de mi amado Hijo y serás recompensado por ello en la eterna gloria del Todopoderoso. Magni aestimo tuum auxilium.
-Alto honor es el mío, Virgen Santísima, el estar aquí postrado ante tu divina imagen,- contestó humildemente don Fachote, poniéndose en pie con su magnífica traza de castellano antiguo.
-Acércate, hijo mío, y escucha de mi voz los tres misterios que habrás de contar, como hombre santo que eres, a todos mis hijos.
Comenzó así la Virgen María a decir con dulce voz y aladas palabras, sus misterios.
-El primer misterio es que Dios es la suprema realidad, la suprema verdad y el supremo bien. Su volumen y su número son innombrables y no hacen más que resaltar el neuroesqueleto del razonamiento metafísico.
-¡Vaya!,- exclamó don Francisco.- No sé si voy a acordarme de eso. Parecen conceptos demasiado sutiles.
-El segundo misterio es que Dios es el motor inmóvil, capaz de existir por sí mismo sin algo que lo mueva y que por haberle dado la vida al ser es contingente y vacío de no-ser, dueño y señor omnipotente de todo lo bueno, bello y verdadero, juez único y autónomo del orden cósmico, como bien nos dejó dicho Santo Tomás de Aquino.
-¡¿Santo Tomás de qué?!
-El tercer misterio es que yo, aunque casada con San José, soy la mujer del Todopoderoso y a su vez soy su madre por haber engendrado a su esencia hecha carne. Por lo tanto, además de ser mi padre, es mi hijo y mi marido, por lo que yo soy hija suya, esposa y madre, además de tía y sobrina, tal así que al ser Él hijo de sí mismo en la figura de Jesús, es también mi hermano. Estos son los tres misterios que te anuncio.
-¡La Virgen! Creo, Amada Señora, que me he perdido y de los tres sacramentos ninguno recuerdo.
-No temas, Francisquillo, que llegado el momento, la Divina Inspiración de mi Hijo, Padre, como ya he dicho, mío y de sí mismo, llenara tu boca de sabias palabras que harán entender a los hombres de buena voluntad.
-¡Oh, Señora, así Él lo quiera! Y permitidme, si no es mucha impertinencia, deciros que en verdad sois hermosa y extasiáis con vuestro mirar mis sentidos. ¿Me dejarías tocar tu cabello?
La Santísima Virgen se sonroja un poco pero accede a la petición con un tímido gesto de su cara. Su pelo es muy suave y huele a lirios celestiales. Los dedos de Paco se entrelazan con los delicados mechones y se pierden entre ellos con largas caricias.
-¡Por favor, don Francisco!,- acierta a decir ella un poco confusa.
-¿Eres virgen de verdad?,- le pregunta él al oído mientras aspira el exquisito aroma de su blanco cuello.
-Por favor, don Francisco, apártese. Tengo prisa… Si no vuelvo pronto…
-¡Vamos niña, no seas tontina! Deja que por lo menos, antes de irte, te bese el cuello.
-¡Don Francisco! Le pido por favor que se reprima y no sea tan fogoso.
-¿Cuántos años tienes?,- pregunta él sin hacer caso a la súplica.
-Doce,- contesta la niña entre sollozos, librándose por unos momentos de sus garras. Pero don Paco es un hombre fuerte y vuelve a agarrarla, ahora con más ímpetu, pegando seguidamente la frágil carne de la chiquilla contra su velludo cuerpo.
-¡Venga, pequeña zorra! No tengas miedo,- le dice mordiendo su cuello y llenando la carne inmaculada de húmedas babas.
-Por favor, señorito, no siga. Tengo que volver al molino. Mis padres me están esperando.
-Tus padres son los molineros, ¿eh?
-Sí, señor.
-Son unos rojos de mierda y me parece que los voy a hacer fusilar.
-Señorito, le juro yo a usté que mis padres no son rojos.
-Aquí, el que dice lo que son soy yo. Y si yo digo que son rojos es que son rojos, ¿estamos? ¡Venga, pequeña putita! ¡Desnúdate!
Y las rudas manos de nuestro casto amigo, manos de hombre como Dios manda, desnudan con violencia a la indefensa niña. Ésta llora y grita pidiéndole misericordia, pero él la tira al suelo y le quita las bragas. Una ira extraña le llena los ojos y se introduce sin reparos entre las blanquísimas, delgadas, virginales piernas.
Como en todo, nuestro ínclito Paco es resuelto y conciso, por lo que termina en pocos segundos su trabajo.
-Te lo has pasado bien, ¿verdad, zorra? Anda, vístete y no le mentes esto a nadie. Y mañana ya sabes que tienes que estar aquí a la misma hora. No vaya a ser que tenga que ir la Guardia Civil a buscar a tus padres al molino.
-Sí, señorito,- acierta a decir la niña presa de un incontrolable nerviosismo.
Nuestro buen hombre camina ahora hacia su casa, sintiéndose más español que nunca y respirando el aire crepuscular del monte. Unos versos de Pemán fluyen alados por sus bienaventurados labios: Otra vez sobre el libro azul que baña/la luz naciente en oro ensangrentado/el dedo del Señor ha decretado/un destino de estrellas para España.
Sí, sí… Un destino de heráldicas estrellas… Pero no llegó nuestro amado Paco a la suya casa de Cuencas del Corralillo. Unos impíos maquis, ocultos en el camino, le tendieron una cruel emboscada, acabando así con tan luminosa y bondadosa vida. Mártir eres ahora, Paco, y tienes al fin, gracias al Santo Padre, la gloria beatífica que mereces y el amor sincero de todos tus devotos paisanos. Possum capere in commodum calamum, quaeso?

 

Huelva, 2004