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Maria Rosal

 

 
Yo fui la amante de Ernesto Cruz. Al menos así se me recordará. Las cosas son siempre sencillas para las gentes de espíritu simple. Pero la realidad es más complicada que la literatura y que los chismes que las señoras piadosas intercambian cuando salen de misa. Conocí e Ernesto hace seis años y desde entonces fuimos inseparables.

Ernesto era la provocación y la locura, pero nunca me vio como mujer. Nunca detuvo su mirada en mis muslos o en mi pecho, por más que yo lo procurara. Cuando respondí a su anuncio nunca pude suponer el tremendo marasmo en el que me vería envuelta, cómo mi vida, con tan pocos alicientes por otra parte, resultaría sacudida, traída y llevada en pos de un hombre tan ajeno a mi mundo, peor que me atraía con una fuerza difícil de explicar. No sabría precisar si era guapo o feo, alto o bajo, sólo sé que su cuerpo me llamaba con la precisión de una huella que se abandona caliente y que irremisiblemente se pierde.

El día que descubrí el anuncio que habría de cambiar mi vida había dormido poco y estaba recostada indolente en el sofá. Una sonrisa de asombro me hizo incorporarme ante lo que me parecía una broma: "Busco poeta que me enseñe a escribir en diez días. Precio a convenir."

Me llamó la atención lo que parecía más una broma ingeniosa que el anuncio de un loco , pero cosas así no ocurren todos los días y yo ya estaba cansada de rellenar oscuros y ajenos papeles en la gestoría y de escribir sombrías historias de diez a doce de la noche. Tuve curiosidad por conocer a la persona que se ocultaba detrás de aquella ocurrencia. Nada más difícil. Después de llamar en tres ocasiones, cuando ya me disponía a olvidar para siempre que aquella misma mañana había abierto el periódico, una voz de mujer respondió a mi llamada.


Por lo del anuncio, le dije. Sí, soy poeta. No, novela no, pero llevo escritos algo más de una docena de cuentos. Aunque...lo siento quizá me he equivocado. Me temblaba la voz y una sensación de ridículo me ascendía hasta la garganta y me atenazaba. Cuando estaba a punto de colgar, oí que me decían como de muy lejos que muy bien, que ya me llamarían para una entrevista, porque ahora el Sr. Cruz estaba de viaje no sé dónde.

La cama, el valium, un vaso de leche, el despertador, todo se me revolvía en una amalgama de angustia que como una pelota resbalara una y otra vez de mi garganta a mi estómago para rebotar allí de nuevo e iniciar el camino de retorno cálido y ascendente. Hay que estar deseperada o muy vacía para actuar así.

Por fortuna el tranquilizante hizo el efecto deseado antes de que la autodestrucción fuera irreparable y a la mañana siguiente si no como nueva, al menos no estaba peor que de costumbre y había adquirido el firme propósito de no acordarme de todas las cosas estúpidas y sin sentido que había hecho no sólo el día anterior, sino durante toda la semana.

Cuando Ernesto Cruz me llamó había conseguido olvidarme del todo, tanto que estuve a punto de decir que se habían equivocado. Era la misma voz de mujer que en tono profesional me pidió mi nombre y número de teléfono unos días antes. Trataba de concertar una cita y sólo supe decir que sí, que sí que iría, aunque estuviera a quince kilómetros y fueran las doce de la mañana de un día laborable.

Con mi mejor vestido salí a la calle. Con tonos oscuros, la falda más corta que pude encontrar en el armario y unas medias negras y muy trasparentes, me miré por última vez en el espejo del cuarto de baño, antes de pasar por el salón y disculparme por teléfono con mi jefe pretextando un extraño y repentino cólico que estoy segura que no se llegó a creer.


Ernesto Cruz me estaba esperando. Después de pasar una suerte de lo que me parecieron por lo menos tres secretarias y un interminable pasillo conseguí llegar a un despacho más sobrio y elegante de lo que me imaginaba. Me miró despacio deteniéndose en mis ojos, ignorando mis piernas y mi cuerpo, como si quisiera mirar muy dentro de mí, en mi cabeza o quizá más adentro todavía. Y luego yo azorada, sin saber muy bien qué responder, que bueno, que como él quisiera, que podíamos ir a comer a alguna parte. Tenía unos cuarenta años y esa mezcla de madurez y misterio que algunos hombres adquieren cuando llegan a esa edad. Quería registrar su mesa, sus carpetas y su cerebro. Averiguar de algún modo qué diablos hacia yo allí aceptando una invitación para comer de alguien que parecía prestarme atención de un modo muy vago, como si fuera el último mueble adquirido.

Tampoco en el restaurante mejoraron las cosas. Al menos no al principio. Por eso cuando el camarero apareció con el café, después de haber respondido a algunas preguntas sobre mi curriculum demasiado tópicas y protocolarias me levanté bruscamente. Lo siento. No sé lo que quiere de mí y de todos modos yo ya tenía trabajo. -Dije mientras soltaba la servilleta sobre la mesa y me disponía a salir. Pausadamente, como quien no espera otra cosa sus labios cambiaron el tono profesional casi en lo que entonces me pareció una súplica tan medida y tan certera a la vez que me hizo frenar el movimiento que había iniciado y sentarme de nuevo. No quiero que me enseñe a escribir, afirmó mientras su ojos vagaban por la esquina del restaurante situada justo detrás de mi silla. Quiero que escriba sobre mí.

No parece tan viejo como para escribir sus memorias, adelanté en el tono más cruel de que fui capaz. De cualquier manera, podría haber empezado por ahí en su despacho. No había necesidad de este despilfarro dije señalando a los restos de comida que aún quedaban sobre la mesa.


Escuche, dijo conciliador. No es lo que piensa. Necesito que escriba mi vida, pero no es el pasado, sino el presente lo que me interesa. Quiero que me acompañe cada día, cada minuto y tome notas de lo que hago y lo que digo: estoy perdiendo la memoria.

La seriedad de su gesto frenó el estallido de cólera que ascendía por mi garganta y no supe qué decir. Pero él siguió hablando. No estaba dispuesto a consultar a ningún médico, me dijo como quien arroja una respuesta que lleva mucho tiempo callando. Ni nadie debería enterarse de cual era su situación. Por eso había recurrido a una extraña. Por eso no valían ninguna de sus secretarias. Porque además y ahí estaba lo raro de lo que le estaba pasando, la pérdida de memoria no afectaba para nada a su trabajo, sólo a su vida personal y ésta no era nada común.

Como si estuviera seguro de que iba a aceptar aquel trabajo o locura, me contó la primera confidencia, trazó el primer informe, como le gustaba llamarlo. Tener una doble vida se le había convertido en algo difícil. Para llevar doble vida hay que ser inteligentes, discretos y sobre todo tener buena memoria. Los primeros síntomas aparecieron el último verano. Cuando volvió a su pueblo y lo recorrió y se reencontró con tantos recuerdos. Al principio, lo que interpretó como un despiste se le fue convirtiendo en algo terrible con el tiempo, aunque de forma casi imperceptible. Aparcó su coche en la calle principal, la que tantas veces había recorrido de niño y de adolescente, pero cuando quiso volver no consiguió recordar dónde lo había dejado. Ni siquiera estaba seguro de si había salido andando o en coche. La alarma creció en los días siguientes, cuando no supo encontrar objetos cotidianos, como las llaves o el cepillo de dientes.


Necesito que me acompañe y anote todo lo que hago incluso lo que pienso, pero no en el trabajo, sino el resto del tiempo. Lo he pensado todo: deberá trasladarse a vivir a mi apartamento, dijo con la mayor naturalidad, mientras yo me debatía entre vaciarle la jarra de agua sobre la cabeza o mandarlo directamente al infierno. Sin embargo nada hice. Sólo escuchar y decir que sí, que me mudaría a su apartamento dentro de dos días, cuando reuniera mi ropa y mis papeles más necesarios.

 

Por aquel entonces Ernesto tenía dos mujeres: la legítima y una novia alta y flaca, de mirar extraño y pechos despiadados. Daba clase de mecanografía en el turno de noche de una academia y sus dedos parecían hechos más para la tortura que para el amor. En cuanto a su mujer, muy poco la unía a ella, salvo la cuenta corriente que él alimentaba con generosidad a cambio de una libertad sin condiciones. Ernesto pasaba largas temporadas en su apartamento apareciendo por la casa familiar de las afueras en contadas ocasiones, como una visita atenta y bien educada.

Empecé a convivir con Ernesto como un matrimonio bien avenido, sin las inconveniencias del amor que tarde o temprano llevan al rencor y a los celos. Éramos dos compañeros que comparten piso sin obligaciones familiares. Mi única obligación era la de tomar nota de todo cuanto hacía y cada noche presentarle un informe pulcro y cuidado como si estuviera escribiendo capítulos de un libro.

Cuando acepté este trabajo extraño y bien pagado no podía suponer la fascinación en la que me vería envuelta. Pronto Ernesto se me convirtió en un personaje de novela. Había momentos lúcidos en los que alcanzaba a contarme episodios antiguos de su vida que yo anotaba. Sin embargo, en otras ocasiones era incapaz de recordar lo que había hecho cinco minutos antes y me obligaba a leérselo y releérselo una y otra vez.


Me contaba aventuras vividas con su amante, la de la máquina de escribir, incluso momentos íntimos que me clavaban algo candente en el pecho mientras escribía. Y me hablaba de otra nueva novia de nombre extranjero y hermosas tetas con la que había comenzado una nueva ilusión. Lo mejor del amor es siempre cuando comienza, afirmaba, cuando todo está por descubrir. Pero a la vez, dormía dos noches a la semana con su última secretaria, mientras por la mañana me contaba puntualmente todos los detalles, como si no tuviera bastante con haberlos vivido, sino que necesitara de mis oídos y mis labios para recogerlos y escribirlos de nuevo, embellecidos, sin mezquindades, multiplicando las sensaciones por mil. Anotaba las palabras, las complicidades que compartía con cada una y le escribía notas breves y significativas que colocaba en sus bolsillos según la cita a la que pensara acudir. Me convertí en una especie de secretaria sentimental y madre indulgente que sabe respaldar las calaveradas del hijo díscolo y desagradecido. Porque Ernesto era todo eso. Jamás se dio cuenta de que yo también tenía piernas y culo, ni de que mi cintura nada tenía que envidiar a la de su secretaria.

Pero yo seguía escribiendo, sin sentirme prisionera en aquel apartamento en el que me había refugiado por propia voluntad, acompañando a Ernesto de forma tan constante, que pronto nuestra relación fue vista con un guiño de complicidad por sus amistades, como si fuéramos los amantes más discretos de la tierra, mientras yo tristemente tomaba notas y notas de acciones y reacciones que me iban destruyendo por dentro.

La enfermedad de Ernesto aumentaba. Pronto fui yo quien concertó sus citas cuando lo supe incapaz de acordarse del nombre de su acompañante de turno. Y él cada día era más dependiente de mí. Sabía que podía contármelo todo sin que ningún reproche se escapara de mis labios. Cómo podría levantarme contra mi jefe, echarle en cara su actitud y mi desesperación si el cheque con el que compraba mis palabras y mi silencio llegaba puntualmente a mis manos a finales de cada mes.

Había días en los que se despertaba incapaz de explicarme lo que había vivido la noche anterior. En este punto se desesperaba. No podía recordar ni siquiera si había salido de casa o había dormido en un hotel. Su memoria era sólo un vacío ancho y oscuro en el que acabábamos perdiéndonos los dos.


Por eso, después de varios meses de trabajo eficiente, acabé por comprender lo que Ernesto buscaba de mí, ahora lo veía con claridad, entendía los términos del anuncio. Nunca buscó una secretaria ni una acompañante. Eso ya lo tenía. Si hubiera querido un informe aséptico habría contratado un detective. Pero él buscaba un poeta, alguien que pudiera crear la realidad y transcenderla. Me estaba pidiendo que inventara toda una vida, que escribiera una novela absurda en la que el propio personaje me fuera dictando cada línea. De modo que yo era esa autora manejada por el personaje que sin embargo ahora, en este momento de lucidez había comprendido y estaba dispuesta a rebelarme contra su tiranía. Cada cosa en su sitio. Si yo era la escritora el poder era mío y Ernesto no era más que un personaje a la deriva que yo me encargaría de recoger y mimar o destruir.

Sentada en la butaca, frente a él, como cada tarde cuando le ofrecía mi informe pude disfrutar con los gestos de asombro que iba dibujando su cara mientras leía cómo me había besado la noche anterior, de qué manera había desgarrado mis bragas en una pasión insospechada, cómo habíamos rodado por la alfombra en un delirio antiguo.. Ernesto leía y no daba crédito a lo que sus ojos y mi mirada parecían confirmarle. Nunca hubiera sospechado nuestra relación. No recordaba nada de lo que con todo detalle contaban aquellos folios fechados varios meses atrás y en los que quedaba muy clara una pasión sentida desde el principio, incluso cuando simultaneaba varias amantes. Pero ya no era tiempo de excusas ni explicaciones, de modo que ante los ojos incrédulos de Ernesto fui sacando uno tras otro los folios en los que nuestra locura se dibujaba. Pudo leer los detalles de nuestro desenfreno y no supo qué hacer mientras yo me dirigía a mi cuaderno y empezaba a escribir un nuevo informe en el que Ernesto me abrazaba y perdía definitivamente la memoria y la vida.