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Carlos Muñiz Romero

 

 

 
Evaristo Navahermosa no tenía más que diez o doce ramas del algarrobo medianero, porque el tronco ya caía en la otra propiedad. Cuando trazaron las lindes de las particiones, a él le tocaron las aranzadas calizas de Barranco, donde plantó un almendral, y esa ladera del Cerro Marcos en cuya cumbre se alzaba majestuosamente el algarrobo. En el tronco, había escrito su mujer, meses antes de la ictericia que se la llevó a la tumba, el propio nombre, FIlomena, con gran sofoco de Evaristo, que sabía que la parte aquella del árbol le correspondía al lindero, pues propias sólo eran las diez o doce ramas que saltaban los mojones y se metían en lo suyo. Con todo, muerta su mujer, se alegró de aquel allanamiento que le servía de recuerdo.
Desde el día de su viudez, Evaristo Navahermosa vivía solo. Un día se compró un dominó, porque el del casino tenía pasados los marfiles a fuerza de manoseos, y la blanca doble amaril]ona le hacía ponerse triste, huero a la altura del ombligo, con la memoria de la color aquella que se le puso a Filomena poco antes de morirse. Se iba el hombre todas las tardes al casino con su cajita de madera y las veintiocho piezas nuevas, que limpiaba todas las noches con alcohol, apenas llegaba a casa. Era admirable el contraste entre los blancos y los negros. Sólo el seis doble tenía trampa, una menuda rayita que le hizo él y que nadie más notaba. Cuando movía las fichas, antes del juego, lograba endilgárselo siempre a alguno de los adversarios. Por nada del mundo, se dejaría ahorcar el seis doble. Llegó a pensar que sólo jugaba con ese norte. Abría con él, cuando le tocaba salir, aunque no llevara otro seis. Lo largaba en cuanto podía. Y alardeaba de que nunca en su vida se había quedado con él en las manos cuando acababa el juego. Sólo una vez estuvo en un tris de que se lo ahorcaran; pero, al verse sin salida, dijo que le esperaran, porque se le había antojado una necesidad inaplazable. En vez de ir al retrete, se fue a los plomillos de la luz y los quitó. Volvió a oscuras, tanteando, se dio un golpe a propósito contra la mesa, se cayeron las fichas, y, cuando se arregló lo de la luz, hubo que anular el juego. Nadie se dio cuenta de la maniobra. Pero aquella noche no durmió. Se soñaba con los doce puntos negros, sentía la ficha fatídica atravesada en la garganta. Quiso vomitarla y no podía. Se acordó de su padre y de aquellas palabras que le oyó años antes, a la hora de la muerte: "A mí, hijo mío, nunca me han ahorcado el seis doble". Era la repugnancia de la casta , los demonios familiares, la alergia que les unía, una especie de certificado de sangre y prueba genealógica. Por eso, apenas enterraron a su padre, se dio a inventar un dominó con sólo cinco números, sin el seis, del uno al cinco, cosa que no le hizo muy feliz, pues maldita la gracia que tenía el poner una ficha tras la otra impunemente. Lo único emocionante para él, era el soltar el seis doble. Un dominó sin seis doble, le parecía un café descafeinado. "Esto se mama pensó . Estas cosas las rumias hasta que te mueres".

Pero vino el día de la tormenta, con la nube enorme y negra, como una silla de montar sobre los lomos de Arcos de la Frontera. Flejes encendidos, iban cayendo los rayos, a babor y estribor, por el lago, los mesones, el molino de la molinera y el corregidor, el meandro revolero del río Guadalete y las dos peñas, relampagueaban instantáneos costillares lúcidos sobre el perfil de un dinosaurio pelado por carroñeras. Las dos torres encaradas, los merlones del castillo, las almenas de los buitres, los nidos, las calles pinas, los hombres y los usureros, se estremecían con los anchos truenos, que sajaban como espuelas, desde la cola de San Francisco hasta el hocico humillado y rumión del Barrio Bajo. Evaristo Navahermosa, presa del miedo, se había metido en el retrete por verdadera necesidad. Cuando volvió, se encontró con las fichas barajadas. Allí estaba, entre ellas, el seis doble. "Ya lo soltaré", se dijo por consolarse. Pero no lo soltó. Su compañero metía los seis, y su adversario de la izquierda se los tapaba. Al final, se lo ahorcaron. Le pareció que todos sus antepasados se le ponían de puntillas en el espinazo y se lo zamarreaban.
Apretó la tormenta. Vino ese olor metálico que se traen los rayos, y se mezcló con el del vinazo y el café y el de la tierra mojada que se colaba por la puerta. Caía una manta de agua en el momento en que, gracias al seis doble ahorcado, dominó el compañero de Evaristo, y les dieron zapatería a los contrincantes. Pero Evaristo no era capaz de saborear tan aplastante triunfo. Sentía una especie de hormigueo en las
manos y entre los huesos de la cabeza. Se levantó y se fue, sin apurar el coñac que había ganado. A las tres horas de aquello, se lo encontró un guarda jurado recolgando de las ra
mas del algarrobo que le caían en lo suyo, ahorcado como el seis doble y con una media sonrisa en las comisuras, una mueca elemental de logro o de venganza, cabe la lengua fuera y clara, lengua de blanca doble.