Contenido HwebRA 5 Contenido Prosa

 

 

Miguel A. García Argüez (La Linea. Cadiz, 1969)
Ha publicado:
Ecce Woman (Poesía)
Las tijeras y el yogur (Poesía)
La Venus del Gran Poder (Poesía)
Los Búhos (Novela)
El bombero de Pompeya (Relatos)
El pan y los peces (Libro-documental)
Don Quijote va al psiquiatra (Teatro)

 

 
Nuestra vida cambió aquella mañana turbia en que descubrimos a un demonio hambriento debajo de la cama de la abuela. Estábamos desayunando cuando lo oímos rugir tristemente, lacerado de desdicha. Nos levantamos todas de la mesa y precipitadamente entramos en el dormitorio, más perplejas que asustadas. Fue la abuela quien alzó el borde de la colcha y, ladeando con esfuerzo la cabeza, lo vio. Le preguntamos qué era y ella dijo que un demonio, y entonces la niña se asustó un poco, pero no mucho. El demonio gemía lastimosamente y nosotras nos quedamos todas calladas, sin saber muy bien qué hacer ni qué decir. Fue mamá quien primero reaccionó, así que salió a la cocina y trajo un plato hondo con leche. Mamá nos dijo que creo que tiene hambre, que esa forma de llorar me recuerda a un perrito que yo tenía de pequeña que lloraba así cuando tenía hambre y que gemía igual, y que así que yo creo que este demonio tiene hambre, y nosotras no dijimos nada. Con la escoba empujó el plato debajo de la cama, allá en ese territorio oscuro y tenebroso, recóndito y cercado por el filo del cobertor. En efecto, lo oímos beber la leche a lengüetadas grandes y estridentes. Tímidamente primero, luego con avidez. Le dije a mamá que no sabía que los demonios beben leche, mamá. Y ella dijo que yo tampoco, hija, pero que la leche le gusta a todo el mundo. El chapoteo de su lengua era gracioso y todas estuvimos allí, de pie, calladas, hasta que acabó de bebérselo todo. Entonces empujó el plato hacia fuera. Por un momento, pudimos ver su mano, con unas uñas largas y encorvadas, como una enorme pata de pollo, como una garra de piel rojiza y desquiciada. Mamá volvió a la cocina y trajo un tetrabrik entero. Llenó el plato y con la escoba volvió a meterlo. Esta vez, el demonio lo acabó en cuatro lengüetazos urgentes y sonoros y lo sacó de un golpe. Mamá le llenó el plato otras veces, hasta que acabó el bote y mandó a la niña a la cocina a por otro, y yo dije que este demonio tiene mucha sed, mamá, que no debe haber bebido en días y que a lo mejor se ha perdido. Mamá no dijo nada y se quedó muy seria, mirando aquella cama que parecía sollozar con una garganta asmática y profunda.

La leche se terminó y aquel demonio seguía pidiendo más. Aquella mañana, mamá preparó un barreño entero de gazpacho, espeso, rojo y oloroso, que debajo de la cama el demonio engulló con premura. O eso, al menos, nos pareció a nosotras al oírlo, esta vez desde la cocina, pues por toda la casa oíamos ya perfectamente el eco gutural de su presencia. Luego mamá preparó una enorme tortilla de patatas, formidable, lunar, humeante y dorada, que desapareció también bajo la cama. Pero por más que le diéramos, no había forma de aplacar aquella ansia espeluznante. Los días comenzaron a pasar desacompasados y siniestros, pendientes todas siempre de aquel pozo sin fondo que teníamos debajo de la cama. Durante la noche nos despertaba muchas veces y mamá tenía que levantarse a darle de beber lo que encontraba en la cocina: café, agua, gaseosa, incluso una botella de coñac y otra de crema de whisky que habían debido sobrar de alguna lejanísima navidad. No tardamos, de todas formas, en acostumbrarnos a sus constantes reclamos y a sus lastimeros gemidos de animal herido, y el demonio y su ávido apetito se instalaron rápidamente en la rutina hogareña de la casa. Cada vez resultaba, sin embargo, más difícil saciar su voracidad, porque cada vez quería más y nosotras no sabíamos qué era lo que exactamente nos pedía. Así que tuvimos que empezar a darle pastas, bollitos, barras enteras de pan... Y todo era poco para aplacarle.

Dejó limpia la casa en pocos días y tuvimos que ir al mercado a comprarle alimentos que lo calmaran. Lechugas, patatas, golosinas, fruta, galletas, huevos, carne y paté de foiegrás. Pero nada parecía satisfacerlo, y el demonio, encerrado en el cuarto, sin salir de debajo de la cama, asomando a lo sumo su pezuña roja y negra por entre los flecos de la colcha de la abuela, devoraba ruidosamente todo cuanto le dábamos y luego rugía pidiendo más y más. Gastamos todos los ahorros para alimentarlo. Incluso las monedas de la hucha de la niña. Yogures, queso, embutidos, legumbres, mariscos... Y de todas las maneras posibles. Empanadas recién hechas, peces crudos, caldo frío, berenjenas rellenas, mantequilla derretida, guisos salados. Pero el demonio rugía y rugía, y entonces mamá empeñó el coche y los muebles. Compramos sacos y sacos de comida, que amontonábamos en la salita de estar, litros y litros de todo, latas, paquetes, bolsas, cajas, botes, cartones de todos los colores y de todos los olores del supermercado. La cocina funcionaba a todas horas, mañana, tarde y noche. Todas nos turnábamos para tener siempre algo que ofrecerle al demonio. Incluso la niña aprendió las recetas más fáciles y llevaderas. Las noches eran largas y terribles, y los días pasaban lentos y opresivos. Todo era poco para poder callar su llanto de alimaña obsesa y hasta vendimos nuestras ropas, los libros, los electrodomésticos, y hasta la urna con las cenizas de papá para alimentar al demonio con su grisáceo recuerdo. Pero debajo de la cama, aquello rugía y rugía y no dejaba nunca de rugir.

Hoy hemos descubierto, por fin, su silencio cuando le hemos dado de comer lo que tanto nos había estado pidiendo. No era leche, ni huevos, ni pescado, ni pan. Hemos decidido, susurrando, que a nadie se lo diremos cuando nos volvamos locas.

 

De El bombero de Pompeya , Calembé, Cádiz, 2002