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II
La pequeña mujer a quien le suelo
comprar la fruta cada día, hoy,
no ha venido hasta la plaza. Dicen
que no vendrá ya más hasta la plaza.
Movido por el hábito, interrogo
-sucede que soy hombre de costumbres-
en un puesto cercano al vendedor,
si no tendrá melocotones buenos.
¿Melocotones, me pregunta, rojos
o amarillos? Usted dirá. De cuáles.
-Y mi respuesta me revela entonces
qué poco me conozco. La razón
de mi fracaso en esta vida y otras
futuras, si de cierto las hubiera.
Démelos como sean. De los buenos.
III
Espero una llamada importantísima.
Una llamada de verdad urgente.
Llevo años enteros esperándola.
Después de tanto tiempo con la idea
hurgándome debajo de la piel
debiera haberme acostumbrado un poco.
Y sin embargo, sudo como suda
la novia ante el altar, de blanco y sola.
Nervioso, me levanto de la silla
y paseo, nervioso, por el cuarto.
¿Si me quieren llamar, por qué no llaman?
Miro el teléfono continuamente,
Una y otra vez, miro hacia el teléfono.
X
¿Y por qué no podremos ser felices?
Llegamos caminando a la pregunta
como a una plaza enorme, y de repente,
es tarde en cada íntimo reloj.
Tarde para avanzar, para volver.
Tarde para quedarnos como estamos ,
para tomar otro camino, ir
a la derecha no, hacia la izquierda
en el último cruce; y lo supimos
ahora. Pero es tarde, tarde, tarde.
Tarde ya para siempre y sin remedio.
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