Poesía

 

 

 

 

 

JOSÉ VIÑALS

 

(Umbrales es el título de la sección segunda del libro Animales, amores, parajes y blasfemias, publicado por la editorial 7 i mig en Valencia (1998)


UMBRALES

Mitad y mitad

CAMINO del absurdo, clama razón la vida. Tan torpe pretensión ¿qué miedos prueba? Lo irracional claudica ante los sacerdotes de la razón, popes supremos que se meten el dedo en la nariz a oscuras, y se hurgan el escroto con las espinas blandas del naranjo y el culo con nenúfares.

Pero está bien así: la razón tiene términos, fronteras razonables; la sinrazón, el sueño de las contradicciones y la vaga esperanza de la sintaxis y el descubrimiento.

No lo penséis ya más, una y otra son una, tristes, complementarias. O, si queréis, pensadlo: da lo mismo. Por el camino de la razón también se llega a la locura. A la locura, digo, cuyos supremos sacerdotes meten la nariz en el dedo, y en el sembrado flotante de nenúfares hocican con el culo. Flor a la flor, aroma a la fragancia, ornamento al hedor, mierda a la vida.

Invitación al baile

NO a la locura. No a las soledades. No al huesecito del carámbano, a la semilla de la harina, al átomo de polen. No a la gran carcajada del tamaño del mundo. No digo el mundo como tal, digo las dimensiones del mundo que cabe en mi bolsillo.

No y no a la muerte, a la prolija herida por la que se desangra sin escándalo, organizadamente, gota a gota, la vida de la vida.

No a tu culo de mono, a tu rosado culo de mono ecuatorial, que desordena mis papeles y reseca mi pluma. Y no a la parpadeante risa del infinito abismo de tu vagina autoritaria.

No y no a tus celos inconmensurables. No y no a tu labio chupador, a
tu teta romántica. Me cago en el alféizar de tu ventana, ésa que da a occidente, es decir, al poniente. Meo en tu bacinilla decorada. Caigo de bruces en el discreto pliegue del vértice negruzco de tus muslos morenos.

Así ando con el sexo, bajo la tiranía obedientísima de mis cansados genitales. Me moriré besándote en la boca. Me comeré tu risa como antes me he comido tu madura tristeza.

No tengo límites. Límites no tienes. ¿Vamos a asesinarnos?

Sanatorio

NIÑA de edad sombría, manantial del delirio, vaga por las profundas galerías. Alfil blanco en el ajedrezado del hospital de invierno, ¿oyes? El mundo croa y cruje.

Tu labio negro. Tus ojeras moradas. Tu piel de yeso iluminado por la cuidada bisectriz de la luna. Tu suave grito en la garganta. Tu pelo de ala de parduzco murciélago. Tus tetas blancas con venillas azules. El almidón gastado de la bata, la descalcez del pie. Y, sin embargo, ¿escuchas?, croe y cruje la esfera.

Hago como que leo pero te estoy mirando. Como que miro, pero te estoy leyendo. Antiguamente eras de música sonriente, de parecido con las amapolas, con el aceite del insomnio.

¿Y ahora qué? Conduces la piara de cerdos. Hay tras tus Ojos una música quieta, un vacío sin hombres ni animales, sin búhos ni ballenas. Vas por el mundo como una paloma de doble pico, de centenar de alas quebrantadas por las crueldades de la medianoche. ¿Y qué? Musitas palabras sin ortografía, esqueletos de voces sin articulaciones, la lógica secreta de las agonías.

Si me miraras de hito en hito. Si me hicieses un hueco en tu garganta pálida y terrible, si difirieras tu silencio. En la locomotora del tren negro y antiguo bulle el carbón de piedra, la hulla del pesar de tu frente atractiva. Viajas en él; tu viaje termina en mi cabeza, esta estación de fríos invernales, con la maleta blanca abandonada entre la niebla espesa de los andenes, en esta terminal de la locura.

Caronte

LA EMBARCACIÓN sombría desciende el río de la muerte. Son de labrada plata fría los remos, de madera tallada la proa decidida. De cadáver oscuro es el barquero, de ajado terciopelo el trono solitario.

Una música tersa abre sin ruido las esclusas. Negra es la noche. La corriente del río es de aceite de lámpara callada. El cielo es de pizarra.

Alguien muere a lo lejos. Luces de humildes candelabros enrojecen un ángulo del mundo. Alarmado de sombras, mira el faisán de ojo agudo y cuello estiradísimo. Con el pico cerrado, la garza no dormita. Emblemas de la noche, el faisán y la garza, la lechuza silente, el lobo de los lobos, el señor del aullido.

Aquél que muere carece de razones para vivir. Tiene pies escarchados, revuelta y mustia la ropa de su cama. Muérese de morir y de haber muerto, ya sin deberle a nadie una sonrisa.

Allí el barquero aguarda. Trepo a la barca, miro de soslayo, con un resto de vértigo en los ojos. ¿Dónde llevas mi cuerpo, guardamarina del vacío? Llevo el alma en un puño. Un polen ceniciento se escapa de mis huesos. Llevo el alma en un puño; lo repito en voz baja, en los tonos sombríos de la escala.

Pero no escuchas, barquero impenitente. Tienes el orificio de la oreja sellado de estearina. ¿Adónde llevas mi alma encerrada en un puño? ¿Hacia qué mar me llevas? El faisán y la garza y la lechuza y el lobo mismo, te ven pasar con estremecimientos. Son de labrada plata fría los remos.

El cielo de alquitrán nos engulle. No hay horizonte ni astros. El velo de la viuda tiene escamas sutiles de azabache. Allí el mar de los muertos, allí el inicio de las estribaciones. Allí la vieja trama del acridio, la plaga de langostas marrones. Aquí tú y yo sin dirigirnos la palabra, investidos de muerte, de muerte interminable convictos y confesos.

Sin embargo, reiremos con mueca fugitiva. La escasez de sentido. La gratuidad del acto de morir sin ser vistos, en el secreto de las soledades. Llevo el ceño fruncido. Llevo las telas del alma aletargadas. Llevo un paraíso claro de divisas de cielos funerales. Llevo hinchada la tripa, donde estuvo la tripa hundida y macilenta.

Eso, reír, por la tersura del fagote de la voz comprensiva, por la alarma del ave, por la garza picuda, por el lobo viejísimo de ademanes concretos. Reír por esta noche de aceite silencioso que lleva al mar, al mar, al mar de las fragancias de la vida. Así morir de muerte arrinconada, en el globo nocturno del amor aterido, del ser sin ti, vacío y sin consuelo.


La cruzada de los niños (Marcel Schwob)

LA MUERTE abominable. El enigma del ojo. Las ordenanzas de los cementerios. El estatuto de las sombras finales. Desde ambigua atalaya prohibida por la cólera, miro el cortejo de los niños descalzos. Rapados van; montados en vetustos zancos de madera podrida. Llevan capas de esparto alquitranado y báculos de caña ya inflexible.

Vienen llorando desde el medioevo, con ojos como charcas resecas de los que sin embargo brota el llanto, por una química secreta de inviolable misterio.

Van hacia la infinitud, y van sin prisa. Alguno es nigromante, otro, hechicero, el otro, príncipe de lengua indescifrable; aquél, pordiosero de condición y talla. Tan sólo la pobreza los iguala, y las visiones que comparten. Altas visiones que guardan bajo sellos y sellos. Las visiones del hambre y de la muerte, las visiones del caos originario, las visiones arcanas del amor y el movimiento sagrado de los actos.


Hay entre ellos tullidos, leprosos de labios carcomidos, y los que sufren fiebres atroces y estremecimientos. Mas la serenidad reina en sus almas y maneras, y en su silencio umbrío. Hablan de noche con los ángeles, reciben sus mandatos. Y se renuevan lentamente, imperceptiblemente, de año en año, quizá de siglo en siglo. Y no envejecen nunca.
¿Son creación celeste o infernal? ¿Son cohorte de dios o del demonio? ¡Quién pudiera saberlo! Ángeles son tal vez, malditos ángeles ellos mismos; y acaso muertos que así desfilan en los cortejos de la muerte concreta.

Son invisibles, aunque yo los vea sin verlos, los oiga sin oírlos en sus silencios absolutos como arenisca de reloj de arena, como agua de clepsidra. ¿Los veo acaso, los oigo, los percibo? Son corno sombras, como interminable duelo de sombras superpuestas.

¿Cuál es mi privilegio, entonces, la clave extraordinaria de las desvelaciones? Sólo la muerte, la inexpugnable muerte, la muerte abominable.

Aquí me tienes. Yazgo entre resmas desordenadas de papel, entre ratones asquerosos y sucias telarañas. Yazgo sin voluntad de yacer, también como una sombra de otras sombras, como uno más del coro de la infamia.

Así veo sin ver. Así musito escuálidas palabras. Así la poesía se me desliza por las barbas, como un chorro de blandos excrementos que vienen desde antiguo, quizá de aquél que fuera padre del padre de mi padre, en la genealogía interminable de su cascada de defecaciones.

Eso no explica nada, ni lo intento. Cada uno su mierda y su infinito. Visible o invisible, allí va la cruzada de los rapados y descalzos. Con el extremo negro de su zanco hay uno que perfora mi frente, que hurga en el pesar de mi cabeza, que me quiebra el delgado cristal del ojo y me impide el descanso.

Él es mi niño alquitranado, mi vieja huella sorda, la verdad duradera, mala o buena, y el imposible, el imposible olvido.