Prosa

 

Juan José Téllez

 

LA COARTADA DE CONCHA RAMÍREZ


CUANDO EL CUERPO serrano de Carmen Verdaguer ?1,60, rubia oxigenada, ojos verdes y taciturnos? era arrojado al río por la parte del cachón, yo estaba con usted en el piso amueblado cuyo cierre de madera daba a las terrazas de la marina, junto al muelle, tocaban los acordeonistas melodías tan viejas como el país, tan tristes como esos silencios cuando usted se echa a pensar y no para; tan desgarradas y rancias como la voz de cenizo que puse el día en que dije: "Todo lo que empieza, también acaba".
Estábamos juntos, usted y yo, mirando por la ventana el chaparrón con que el invierno se despedía, con sus brazos velludos colgándome del cuello y sus labios afilados como un lápiz, besuqueándome el rostro y buscando el seno. Aquellos arrumacos nuestros, que tanto le agradaban, se fueron sucediendo justo a la vez que Carmen Veraguar salía de "El Loro Pálido", envuelta en un abrigo de chinchilla hasta arrellanarse a bordo de un sedán americano que salió a escape, por la carretera que lleva al faro y al pegujal de Ancón Ibáñez.
Que ella se había vuelto muy supuesta y muy pelagarta; que lo sepa y lo entienda, que ya no era lo mismo. Que vale que yo la conocía de la tabacalera y entrambas hicimos carrera y parné con zangolotinos que fueran de nuevas o con chusmetas de los de más vueltas que un calcetín. Que vale que fuimos huéspedes de realquiler y de pensión barata hasta que la suerte tuvo otros miramientos y nos mudó de oficio, gracias a Dios. Que vale que discutimos y nos tiramos del moño por aquel tirón raro que nos teníamos, o cuando nos empicamos con un gachó del Norte que estibaba en la colla, que fue cuando le solté a la muy guarra "te mato, por mis castas que te mato, y que va a misa que Concha Ramírez jamás jura en falso".
Pero yo no estaba allí, y usted lo sabe, en el momento en que en el solar de la familia Ibáñez una mano enguantada esgrimía cuchillo y saña sobre el palmito de Carmen Veraguar: su abrigo por tierra, la sisa rota y la falda plisada llena de goterones de sangre como si ella entera fuese una enorme mosqueta. En el instante en que el cuchillo entraba y salía por su carne prieta, estoqueaba pecho y cadera, entre rachas y cates, rajaba corvas y marcaba las mejillas brunas de esa tonadillera de mala nota, yo, tendida boca abajo, estaba con usted: cariño, corazón, billetera abierta, las sienes canosas, las babuchas enchancletadas, la chaqueta marengo colgada del respaldo de una butaca.
Y usted tiene que acordarse porque entonces me dijo, muy rabudo, que nunca había querido a nadie como me había querido a mí.
"Que el amor no perdona / que si se muere el amor, mi alma,/ es porque alguien nos lo asesina", cantiñeaban las lentejuelas de Carmen Veraguar ?palabras de carmín y colgantes de plata?, desde el escenario de "El Loro Pálido".

Olía a humanidad el garito, o a zotal, los días en que el público menguaba, que eran los menos, porque servidora y la Carmen teníamos cartel sobrado como para llenar la sala y cuatro salas más. Después de las tonadillas, bajábamos al público, para alternar con aquellos que manejaran los parneses con tanto desprendimiento como si fueran periódicos de los de liar pescado. Allí le conocí a usted. Y, otra noche, al menda de la gabardina, al que vino a buscar a Carmen Veraguar en un sedán blanco.
El tipo que la mata ?gabardina gris, mascota de paño con la visera mojada por la lluvia que le cae sobre los ojos en la raya del alba? ha escuchado antes sus gorgoritos de falsa vicetiple cuando desentonaba romances y cantables en la sala de fiestas. Ahora, su única canción es un grito atónito que su garganta estira, que luego se entrecorta y que muere con ella, al pie del coche americano en cuyo blanco capó su cadáver cae como un bulto, sus miembros descoyuntados, su reloj roto, sus brazos largos que desembocan en guantes manchados por la muerte.
Los de usted, en cambio, desembocaban en mí y en la silueta de mi cuerpo, que se movía como yegua al trote, sudorosa y desnuda: la ropa tirada por el pasillo en penumbra, nuestras sombras paseándose por el papel pintado que amarilleaba las paredes del cuarto, con los cuadros cambembos y la luz apacible. Los de usted eran serios y fuertes, duros como la ley, implacables como el dinero. Un buen puñado de billetes gastó conmigo y otro monto me entregó aquella noche ?"para los gastos, niña"?, cuando me dio puerta y volví sobre mis pasos. Bolso al hombro, tiré hacia el hogar modesto que para los atorrantes y los desposeídos siempre estuvo abierto en la trastienda de "El Loro Pálido": callejón de la Rosa, esquina con la calle de La Plata, se reserva el derecho de admisión.
En otro tiempo, allí tuvieron taquilla de coristas, lavabo y litera, Carmen Veraguar y Concha Ramírez, pareja de baile y desafío de coplas, lo que se terciara. Ella ponía las tetas y yo ponía la voz, aunque tampoco delantera me faltara. Se lo hicimos a quintos o trajinábamos viajantes, lo mismo daba. La Veraguar y la Ramírez veníamos huyendo del hambre, de los barrios amargos comidos por la polilla de la derrota y de esas historias que van y vuelven por los mismos corrillos ?monótonas, agrias, requetesabidas?, como el oleaje, como las llamas de la candela, como las aguas cenagosas del río en cuyo cauce flotaban los restos mortales de Carmen?Veraguar?Canción?Española. Su cartel aún ondea en el vestíbulo del local de alterne, entre humo de picadura, petate de voluntarios y zapatones de consumistas.
Pero que yo no lo hice, lo sabe el cielo y lo sabe usted.
Desde que me prendieron, vengo dándole más vueltas al coco que un volador y todo se me aparenta lioso y sin sentido. Que hasta malicio que se trata de tapar a algún baranda, de esos que tienen bula, prosapia y señorío, de los que encuentran siempre un pagano al que echarle el muerto, y nunca mejor dicho.
Porque se me haría raro pensar en una venganza suya, en una revancha sucia y a destiempo. Que a usted siempre lo tuve por un caballero y no es bueno que todos los sueños se le descalabren a una.

Que Carmen Veraguar y que Concha Ramírez nos hubiéramos tenido querencia y capricho, usted lo sabe porque se lo conté yo. Como le expliqué también cuitas y pormenores, las ardentías de la pasión o como nos pipábamos con el trinque a veces en bochinches de entradores, pelanduscas y escapistas. Hubo tiempo en que nos bandeábamos entrambas, de calle o de bujío, hasta las claras del día, resueltas en mollate, cachondas y tentonas. Que no fuimos señoritingas ni tiquismiquis, sino de las que catan muslo y juntan pecho, boca o suerte en uno de esos besos de película que manchan de saliva las comisuras de los labios y dejan un raro sabor a sangre sobre el rastro del paladar.
Que cómo y que cuándo zampamos tortilla y vicio, de mis labios lo oyó. Y hasta me hubiera gustado que se pusiera celoso, como un chiquillo, en vez de tanta cara larga y tanta mala hostia. Claro que aquello pasó. Lo de Carmen y lo mío, le dije. Y lo pasado, pasado está.
Así que no quiero pensar que el paripé de mi detención tenga que ver con agua pasada que no mueve molino.
Ni quiero creer que usted ?la familia en la foto, la tertulia en el casino, la misa a las ocho en la catedral no vaya a acordarse ahora de mi santo y mi seña, ni acuda a protegerme.
Ni quiero pensar que, aunque sea bajo cuerda, no salga en mi favor, ni ande los pasos, ni mueva papeles, ni mencione que aquella vez compartimos catre y toqueteos, hasta que le llamaron por teléfono y salió de estampía. Fue en el piso amueblado cuyo cierre de madera daba a las terrazas de la marina.
Estaba lloviendo a mares: "Para los gastos, niña". El dinero planeó hasta rodar por el suelo del pasillo.
Pero usted se marchaba hecho un ciezo.
Aparté el tapaluz para verle alejarse, chapoteando bajo la lluvia, hasta entretenerse en la esquina con un tipo que llevaba el gabán empapado, el sombrero y el crimen calados hasta los huesos. En un sedán se fue ?yo lloraba entonces?, al poco de que usted le entregara lo menos veinte billetes.
Le anduve dando vueltas, muchas vueltas. Yo soy de las de piñón fijo, que usted lo sabe. De cómo murió la Carmen, me enteré por los papeles. Y, más tarde, en el puesto de policía o en el banquillo mismo, me fueron dando pormenores o contradiciéndolos, en los interrogatorios, a ver si yo picaba. Pero no me importa el cómo. De su muerte, ya ve qué tonta, lo que me importa es por qué.
No puedo imaginar que siga usted guardándome rencor por los años de mi juventud que como un talón doblado ha escondido siempre en su monedero; ni que fuera culpa de algún trajín de Carmen Veraguar ?la sonrisa abierta, los morros encarnados, su lengua como un tizón rojo asomando entre sus dientes perfectos y eficaces?; ni por haber compartido, yo, mi aliento con el de ella; que seguirá desnuda, estúpida y valiente, en algún rincón oscuro de la historia, en un confín secreto al que usted, señor juez, nunca sabrá llegar para encargarle a alguien que la mate de nuevo.


UNA FENDER PARA
MAURICIO PERALTA

EL BATERÍA ERA el diputado Daniel Gómez. Sus palillos repicaban con torpeza sobre los tambores y el bombo "Premier". Yo hacía las veces de vocalista y, hacia el final de la actuación, bordaba aquello de "sabes que te quiero / y que soy sincero/ pero tengo miedo / de que llegues tarde por mi culpa". Mauricio Peralta tocaba una californiana con púa de plástico y con el flequillo tapándole la boca. Hasta que se fabricó una eléctrica, con cuerdas metálicas y una pastilla que a veces conectaba a una radio o lo mismo lograba un amplificador de seis watios, con vibrador. La pintó de negro, como si fuera la de Bill Haley: "Yo daría la vida ?me confió una noche, embuchándose una cruzcampo y parpadeando mucho? por tener entre mis manos a Briggitte Bardot o a una de esas Fender Stratocaster que Jimi Hendrix se carga, el muy bruto, al golpearlas contra los baffles".
Con el pelo alborotado y las medias de color, Fanny Anchoriz tocaba la pandereta y se lo montaba de go?gó cuando versionábamos La Charanga, Honey o Los chicos con las chicas deben de estar.
?"Los chicos con las chicas han de vivir" coreaba Simón Noya, el de las patillas con cara de chino, pantalón de campana, jersey de cuello vuelto, gafas de carey oscuras y oblicuas.
El Noya se movía al fondo de la sala del colegio Calasancio, donde estábamos actuando allá por los tiempos en que habla muerto Brian Jones. Por las fechas del estreno de "Hair", cuando los Beatles actuaron sobre el tejado de Abbey Road y a poco de que medio millón de espectadores viajaran hacia Woodstock. Nuestro conjunto se llamaba "Las Ovejas Negras". Adorábamos los testarazos que le daba al piano Little Richard; las doscientas libras de Fats Domino sentadas ante el teclado; las gafotas de Buddy Holly y hasta Mauricio Peralta hacía a veces el paso del pato que popularizó Chuck Berry. Queríamos ser ricos, famosos, norteamericanos y yo escuchaba desde chico "Ready, Catead, Go", de la BBC, cuando mi padre desenchufaba la radio después de oír La Pirenaica.
Aquella tarde, los salones del Calasancio estaban hasta el bote de nenas de paletas afiladas, pelo de panocha, peinados en trenza o a lo afro, blusitas camiseras, faldas plisadas y calcetines emergiendo entre zapatos gorila o plataformas de corcho. Había también niñatos de la estudiantina y del Frente de juventudes, catequistas, ferreteros, molletosos y mirones.

Nunca fuimos un grupo pachanguero, aunque como no teníamos carné del Sindicato y tuvimos que buscarnos la vida a verlas venir, lo mismo cantábamos en una bodega de Constantina que en los bailes parroquiales. En verano, nos íbamos por las ferias, a cantarle a los catetos y a sacar para esperar las canales, para los estudios o para lo que fuera. Llevábamos poco en el negocio pero presumíamos que nos habíamos instalado en él para siempre, que habíamos nacido para adorar a la música por la noche, bajo el conjuro de los focos de colores, los papelillos y banderines de las verbenas. No sé de dónde nos venía la afición pero nos arrastraba como un río sin esclusas ni represas.
Y como no ejercimos en las filas de esos silbadores que no saben ni leer la partitura, sino que fuimos chupamaros que tocábamos lo que nos echasen, igual roneábamos con la Mazurella de Renato Carosone, o nos atrevíamos lo mismo con bosanovas y madisons. Y todavía bordábamos el " Oh, pretty woman" de Roy Orbison, porque yo me ponía unas lentes oscuras como de vender cupones, Gómez hacía la percusión, y Mauricio punteaba mientras flipaba de contorsionista la Fanny Anchoriz, que por lo común era más parada en los escenarios que Albertina Cortez y que Cecilia juntas.
Aquella vez de cuando estoy hablando, llovía fuera del local y yo había visto a Simón Noya venir de la calle con bulla y con la ropa salpicada de agua. Al rato, le perdí entre aquella tropa de espectadores larguiruchos, jovencitas pecosas, descaradas o relamidos que tenían que estar en casa antes de las diez y que iban para peritos, para temporeros o para oficinistas, según su casta y el posible bolsillo de sus padres, el curso de la historia, los designios de un país que había hecho de aguardar el porvenir una costumbre.
No serían las once aún cuando el padre Venancio Landero terminó de perseguir onanistas en los lavabos, pecadores en los rincones y al demonio en todas partes porque vino a pagarnos junto a Julián Casares, el presidente del club juvenil Calasancio, a quien ahora tengo visto en algunos debates de la tele pero que por aquel tiempo tenía orejotas de dumbo y jeta de entrar en religión. El cura soltó la tela, me guiñó el ojo y me propinó un cachete que no sé si quería ser paternalista o cómplice, o las dos cosas, o es que andaba buscando lío y tocamiento con un veinteañero rubiales y espabilado.
O sea, que a las once y cinco o las once y diez, estábamos cargando los trastos en la furgoneta, un cuatro latas que nos había vendido de saldo Bernardo el de la recova. Fanny Anchoriz vigilaba que nuestra mala cabeza no dejase nada al olvido, mientras Gómez, que entonces no era diputado sino que estudiaba Preu, cargaba tambores y platillos, yo me fumaba un "Lucky" y Mauricio Peralta metía la guitarra en la funda con más mimo que si estuviera enterrando a su viejo.
A lo primero, fue un ruido seco lo que nos hizo volver la vista hacia el almacén de la iglesia, que quedaba a aquella altura del patio. En seguida, sentimos el catacroc de la bola del mundo cayendo sobre el esqueleto de anatomía, la puerta se abrió y distinguimos al Noya, que pretendía escurrirse en la penumbra: "¿Es que te han echado de casa, niño?", le pregunté.

Peralta, quien le había tratado en el instituto, se le acercó y estuvieron rajando a solas un rato largo. El pive de las patillas y con cara de chino parecía picado por esos barruntos que le hacen a cualquiera salir de naja, quitarse de en medio porque acecha el peligro y porque uno no es un gato y tiene sólo una vida. El guitarrista vino y me hizo un aparte: "Que está metido en líos de políticas, dice, que la policía anda detrás suya, que a ver si podemos taparle por un tiempo".
Tiré el "Lucky" al suelo y aplasté la pava con la suela gastada de mi zapato: "Puede costarnos un disgusto", le miré. "La música es un riesgo", repuso.
"La política no es música ", contesté. Lo mío era el rock & roll porque no me gustan los himnos, porque prefiero el remeneo de los cuerpos en una pista de baile, las melenas agitándose entre luces amarillas y coloradas, los gritos de histeria, la vida misma sin consignas ni órdenes. Mauricio tardó medio minuto para romper el silencio y darme la réplica: "Tal vez sí. Tal vez sea música".
No cabría una mosca más en el 4?L. Yo iba delante, conduciendo y a la vera de Fanny, que se estaba quitando las pestañas postizas. Atrás, Simón Noya, más pálido que Juan & Junior; Daniel Gómez, el que ahora dices que es diputado pero que por aquel entonces sólo quería parecerse a Ringo Star; también Mauricio Peralta, que cuando estaba nervioso o andábamos de ruta, se ponía a recitar en español una letra de Elvis: "He recorrido mucho camino desde los días en que lavaba coches; llegué a donde dije que llegaría, y ahora tengo la seguridad de que realmente no he llegado del todo. Así que creo que comenzaré de nuevo, me colgaré la guitarra a la espalda y nunca, nunca, miraré atrás, nunca seré más de lo que soy, y tú ya debes saberlo. Soy simplemente el hombre de la guitarra".
Íbamos de gira: ciudades de medio pelo, aldeas de casas desperdigadas a la falda de una iglesia, poblados a la vera de acantilados o en las entrañas de las cordilleras. Y en cualquier sitio, el mismo paisaje: arrugas en rostros campesinos, tizne en las uñas de los obreros, uniformes bruñidos, zapatos de charol, el traqueteo de las furgonetas y de los Dos Caballos.
Lo mismo versionábamos a Los Brincos, que tocábamos Válgame la Macarena, de Los Cheyennes. Aquella temporada, hasta habíamos llegado a cantar en inglés, en el Army Club de la base de Rota o en la fiesta de graduación que organizaron los yanquis en el gimnasio. Nos pagaban mil pesetas, que no eran las 500.000 que había cobrado Paul Anka por venir a Barcelona pero que para nosotros era un mundo, un balón de oxígeno para aguantar las malas rachas, para poder componer lo que en verdad nos gustaba, que era una música rara, llena de violencia y de pasión, candente como el fuego y rebelde como la muerte. El dinero nos daba tiempo para olvidarnos del aburrimiento que nos rodeaba, los empleos como pasantes o en los talleres mecánicos; tiempo para creernos que podíamos ser distintos; para intentar camelarnos a Pulpón para que nos apadrinara y nos comprase guitarras de verdad, una "Gibson" o una 'Fender" de esas de pastilla eléctrica, con mandos para el volumen y unas fundas de plástico en imitación de piel.
"Aunque sea un bajo Hoffner, de los que tienen forma de violín", aceptaba Peralta a mitad del espejismo.
?"No seas tacaño ?solía decirle yo?, no abarates tu sueño".

Las Ovejas Negras acabábamos de actuar en un festival que hicimos en Sevilla con Los Soñadores, el Cuartero Reix, Clan 5 y hasta dos novilleros que lidiaron reses al final de las canciones. Ahora, íbamos camino de Madrid porque los hermanos Nieto y el empresario Castilla pretendían volver a hacer lo de las mafianas del Price todos los domingos. Queríamos pelear un hueco en el programa, sacarnos el carné sindical si era Preciso, lograr una prueba en una discográfica y actuar, era lo más seguro, en una verbena por la parte de Parla.
Éramos delgados y poco expresivos, pero teníamos esperanzas más largas que el invierno.
Yo rulaba con ellos desde el 66, cuando la pasma nos pidió la documentación a la salida del festival que hicieron en el Palacio de los Deportes y en el que actuaron Los Brincos, Lone Star, Los Bravos y hasta los Sirex: "¿Qué queréis ser de mayores?", les pregunté el día de nuestro primer ensayo.
"No sé, no sé", dudaba Fanny con una risilla nerviosa, pero como dispuesta a lo que fuese.
'Yo quisiera ser Ringo Star", se apresuró Daniel Comer.
?"Y yo ?probó Mauricio Peralta, quien cerró los ojos?, el nombre que figure entre Eric Clapton y Big Bill Broonzy en una juke?box de la marca Wurlitzer, quizás en el modelo de 1950 que diseñó Paul Fuller".
Desde entonces, supe que aquel chico era algo bravo y que no sólo se empecinaba con la guitarra porque tuviese buen arte para ello, sino que sabía de sobra que ese era el crucifijo de su credo, una rara confesión religiosa cuya biblia eran las partituras, las grandes fotografías de los cantantes, las sicodélicas cubiertas de los discos, las melodías tatareadas medio de extranjis, el universo extraño que quedaba en la otra cara de lo cotidiano, lo único que los grises no eran capaces de detener en Comisaría.
Así que yo sabía de sobra con quién tenía que jugar en los viajes largos: "¿4 de enero de 1954?", le preguntaba.
?"Elvis graba sus dos primeras canciones ?contestaba él, al punto?. En Memphis, claro".
?Quién creó "Blue suede shoes"? ¿Quién va a ser, Carl Perkins, o te crees que he estado viviendo en la luna?
?¿6 de junio de 1956?
? Be?bob?a?lula, de Gene Vincent.
Una vez, estuvimos actuando por el sur, con los Mustang, en una ciudad a la orilla del mar, que olía a la par a industrias y a pescado. La noche antes del concierto, nos movimos de bares. Estuvimos en varios de tapas, hasta que al final recalamos en un puti?club, con un nombre raro: "¿Por qué se llama El Loro Pálido?", le espeté a una de las camareras.
?"Porque te hemos visto venir y le hemos puesto tu apodo", se meaba de la risa.

Allí dentro, las había badanas y de las echadas para adelante, porque no era tanto casa de compromiso como local de alterne y sólo un energúmeno más gordo que corpulento, que paraba por la parte de los lavabos, entre carteles antiguos, biombos y tiestos desechados, parecía ejercer como padre de mancebía. La ramería de "El Loro Pálido" alternaba a las pelanduscas con las de buenas hechuras y mejor trato. Mujeres de vida airada que cuidaban con elegancia del costal de sus pecados, compartían taller y oficio con las que putañeaban sin miramientos, hasta asomar el vello por sobacos y por escotes. Pero tan sólo buscaban ?unas y otras? calentar la bragadura, acercándole talle y salva sea la parte a una clientela formada por marinos y por camioneros, que no despreciaban ese breve rancho de placer ni tampoco hacían ascos a la hora de pagarlo con desprendimiento.
?¿Y qué clase de músicos sois?, me requirió una dentona que se acercó a servirnos y a darnos jarilla.
?Este se llama César Frank y yo soy Bela Bartok ¿O no has escuchado acaso mi sonata para dos pianos y percusión?
No sólo ella se quedó con la boca abierta y con cara de poker, sino que Mauricio Peralta, pagando y tirando de mí hacia la puerta, quiso saberlo: "¿Tú entiendes de música clásica, carajo?"
Estaba yo muy borracho, por lo que no sé si me puse a explicarle como mi padre, que era tendero, nos colocaba a los hijos cada sábado delante de un tocadiscos Dual, de los de maleta, y se liaba a ponernos microsurcos, con piezas de Mahler, Stravinsky, Bach, Granados, Gerhard, Bellini, con "Las diez melodías vascas", de Guridi, la "Quinta sinfonía en do menor opus 67", de Beethoven, o la "Danza húngara número 5" de Brahms.
"De chico, también hice muchas migas con un discípulo de don José Cubiles, que interpretaba como nadie a Schumann, a Chopin y a Albéniz. El fue quien me dijo que algunos pianos son buenos para interpretar a Mozart, otros para Schumann y otros para Debussy".
? Sí, es lo mismo que yo me digo ?aprovechó Mauricio Peralta?. Nada como una "Fender" para tocar lo nuestro. Los obispos no hacen la misa con copas de coñac.
Pero vamos a lo que vamos. Estábamos en lo del viaje con Simón Noya, el cuatro latas, todo aquel jaleo. Desde Sevilla a Madrid, todavía quedaba un trecho. Fanny Anchoriz se me había dormido en el hombro. El diputado Gómez se acurrucaba detrás mientras el fugitivo escrutaba la penumbra de la carretera, como temiendo caer en un control de los civiles.
?¿Qué pasó en 1960?
?Pues, qué va a pasar ?respondió Peralta?, que Bob Dylan grabó su primer álbum y que los Beach Boys publicaron Surfin Usa.
?¿A qué jugáis?
?A las preguntas ?le respondí secamente a Noya, cuya voz tenía eco, era gruesa y le salía por la flama del aliento, por entre la barba crecida, a través de los ojos oscuros y a punto de convertirse en bizcos por obra de mirar a un lado y a otro, como suelen hacer los perseguidos.
Jiñado y sudoroso, él nos miró con cansancio, como con gesto de venir de un lugar más lejano que el que nosotros habíamos elegido como norte. De hecho, parecía como si fuéramos extraños que simplemente nos hubiéramos cruzado en el camino: "¿Y no os preguntáis otras cosas, por qué la miseria, las detenciones, el miedo?"
?"No nos vengas con vainas ni sermones", empezó a decir Mauricio Peralta. Yo corregí en seguida: "¿Y qué si nos lo preguntamos? Aquí no hay preguntas ni respuestas, sólo canciones. ¿O es que te crees que nos hemos caído de alguna higuera y estamos deseando que nos trinquen para hacernos los héroes?"

Mi higuera se llamaba Ultramarinos Esteban y quedaba entre la calle Ancha y la calle Larga. Ahora, sólo las ratas se menean por dentro del local, entre los cascos vacíos de Pepsicola y de Bitter, pero hubo tiempos en que fue la honra del comercio, con sus toneles de sardinas, el queso rancio dispuesto entre embutidos y tablas donde papá cortaba con pericia los tacos de jamón. En las vitrinas y anaqueles del bazar, pudieron verse también artículos de coloniales y otros que mi viejo mercaba en el economato, en la lonja, en los mayoristas. Las parroquianas iban a buscar avíos para el puchero y como él tenía parla y mentía más que daba por Dios, las compradoras no sólo salían con el condumio, las especias, las tajadas de pescado o de carne, sino que compraban a porrillo chucherías para los críos, caramelos de goma, chicles "Bazooka" y tarros enteros de chupachups que había que reponer cada semana: "A cada cuál, lo suyo", me recomendaban los viejos, incluso al despedirme en la estación de autobuses.
Mi padre tuvo menos suerte que tú ?le contestó Peralta a Noya, con aire de cabreo?. Primero, forzado. Luego, tuberculosis. Así que hazte cuenta de que cada minuto que vivas es de regalo".
De amanecida, yo estaba rendido de conducir pero aún tuve gana de parar a tomar churritos antes de entrar en los madriles. Lo hicimos en una cafetería de las afueras, con la pinta de hechos polvo que llevábamos, compartiendo el tráfago matinal de los seiscientos y los camiones, con las cuerdas de mulos y los rebaños de pastoreo que todavía rumbeaban por aquella parte de la villa cuando Miguel Ríos aún se llamaba Mike y Ángel Álvarez estaba poniendo por la radio a Neil Sedaka, a esa misma hora de bostezos y legañas.
-¿Y qué hacemos con éste? ?preguntó Gómez, quien le estaba tomando interés a Simón Noya?. En Madrid, podrá juntarse con su gente y ponerse a salvo.
Noya, en cambio, no parecía tenerlas todas consigo y daba la impresión de que quería seguir con nosotros, aunque no se atreviera a pedirlo: "Por mí, puede quedarse si quiere", anticipé. Fanny Anchoriz estaba poniendo perdidas de chocolate con churros las páginas del "Fonorama", que leía ávidamente: "Que se quede, que se quede", aceptó, sin dirigirnos siquiera una mirada de sus ojos admirables e idiotas.
?"Necesitamos un manager y él puede hacer las veces", terció por último Mauricio Peralta, que miraba de memoria el periódico como si fuera a apréndeselo.
Hasta el centro, condujo él, por entre avenidas chatas, el Paseo de la Castellana que era como un desierto que empezara a poblarse, callejas de segundo rango o aquella Gran Vía, larga como un invierno, poblada por teatros, por cafeterías, por hoteles y por escaparates en los que a media tarde empezaban a ondear las sombras chinescas, en blanco y negro, de los televisores, mientras los transeúntes se detenían para ver las imágenes de un tiempo que no era el suyo en un país que no iban a hacer nunca. Parábamos en un ático de la calle Santa Isabel: corredores estrechos, peldaños de crujiente madera, barandillas que se bamboleaban al paso de vecinos y visitas. Una claraboya cerraba cada rellano y en el tercer piso quedaba nuestro paradero, en el domicilio de Carlos Ramírez, un chalán que había vendido una partitura de "La Verbena de la Paloma", a un tipo de la Decca, haciéndola pasar por una ópera rock.

No más soltar los bártulos, me puse a sobarla. Soñé con puntos kilométricos, con muchachas de falda pantalón y sostén con refuerzo, mientras yo cantaba un twist de Chubby Checker en el Festival de Benidorm. Al despertar, olía a café, el sol declinaba y Simón Noya garabateaba unas cuartillas.
Los otros habían ido a ver a un amigo del locutor Pepe Palau, porque lo de Parla sólo iba a darnos tres perras gordas y nos hacía falta manteca, engordar el monedero, ponernos ricos antes de que se nos acabara el filin o nos llamasen a filas para el servicio militar. Pero nada era fácil por aquel entonces, ni en Madrid ni en ningún otro sitio. Pudimos comprobarlo en nuestras propias carnes, durante las noches que siguieron, recorriendo la ciudad desde Consulado al último garito en donde se ponían a actuar tipos como nosotros, con ganas de parecerse a Los Llopis, a Los Estudiantes, a Los Relámpagos o a Los Mitos pero a quienes daban ganas de tirarles hasta las bombillas: "Aquí lo que hay es que fichar por una casa buena y que le den payola a un locutor de los que trincan sobres", nos explicaba el saxo de los tal y tal o el contrabajo de los no sé cómo. Todos los músicos se parecen a otros músicos y Las Ovejas Negras no éramos distintos a los demás.
Simón Noya no estorbaba en nuestras filas, así llevase libros raros en el bolsillo de su chaqueta. Iba como ido, entre camisas jipis, el humo de los canutos que droguis con camisas negras de cuello mao distribuían con cautela entre las esquinas de las discotecas. Tampoco desentonaba su aire asustadizo porque aquello era un ejército sin uniforme en el que igual se lucían pantalones de tergal, de pana o de mil rayas, que faldas plisadas, trajes chaquetas, ponchos y trenkas desgastadas o impecables; y en donde el espectador podía toparse con funcionarios desnortados, pelusos a punto de irse a pasear el chopo a Sidi Ifni, guripas de breve bigotillo que guipaban cualquier sombra de sospecha, una pija que había estado en Kahatmandú, algún veterano delantero del Mestalla recién fichado por un equipo de tercera, o Teresa Serrat y Mari Carmen Bori, dos puretas que venían de Barcelona de vez en cuando para ligarse a cualquier tipo que se las diera de macho y que marcase paquete.
Nos dejamos una pasta en aquellos inventos. Y lo de Parla fue bien, porque la gente pedía yenka y le dábamos Yenka. No más Stones, ni pensar en los Cream. Las yeyés querían "Tintarella de Luna" y Fanny Anchoriz parecía mismamente Mina, la tigresa de Cremona. Nada de The Monkeys, adiós a The Mamas and The Papas, los Chinas nunca existieron. Mauricio Peralta opinaba que a ese paso podíamos hacer como en escala en hi?fi, colocar un disco y ponernos a mover los labios.
?Os juro que no es fácil entenderos.
Simón Noya fumaba un rubio emboquillado en el balcón de la casa de Carlos Ramírez, que había estado en el Olimpia con Bruno Lomas, que era amigo de Pedro Gené, el de Lone Star pero que ahora estaba de pinchadiscos en provincias: "Queréis ser músicos, pero os pasáis la vida tocando tonterías ajenas, con letras que no dicen nada y con un ritmo que parece fabricado con matracas".

Habíamos organizado un guateque. Por tres duros, dimos derecho a un cuba libre, un largo rato de rock and cola y algunos agarrados como el "Volare" de Modugno, que estaba sonando mientras un chorbo se rozaba con una rubia oxigenada que prefería los breves sobeos de los bailes sueltos: "Es difícil explicarlo, Simón, porque el arte es muy raro, porque no es lógico. Los políticos buscáis el poder, pero no estoy seguro de que los artistas pretendamos el éxito. Un músico no quiere ser Falla ni que lo interpreten las grandes orquestas. Nos limitamos a ser una prolongación del instrumento que tocamos o que nos gustaría tocar, la Fender que sueña Mauricio, no sé, o un escenario con etapas de potencia".
Me quedé mirándole como cuando se confiesa un secreto: no sé por qué estoy en esto ni el tiempo que duraré en el oficio. Pero sé que ahora soy dichoso. Y, probablemente, más dichoso de lo que seré en ningún otro momento de mi vida".
Aquella noche, a la grupa del pickup, sonaron sencillos del Dúo Dinámico, de los Rockin Boys, de Chico Valento, de Dick y los Relámpagos, de Enrique Guzmán y de Kurt Savoy: "¿Qué voz española se parece más a la de Elvis?", pregunté en voz alta hacia un bosque de parejas que se cimbreaban lentamente, con manazas enormes explorando la carne blanquecina, aireada entre mangas a la sisa, trajes entallados, atrevidas minifaldas, vaqueros de contrabando.
Y Mauricio, desde el otro lado de la fiesta, pegó una voz medio tajarina: "Francisco Heredero, ¿quién coño va a ser?"
Carlos Ramírez nos había dejado las llaves durante un mes, pero volvió de Baracaldo a los quince días para decirnos que teníamos que darnos el piro: "Yo soy amigo de mis amigos, ¿ajá? ?nos informaba como pidiéndonos conformidad con lo dicho?. Pero, eso sí, siempre que mis amigos sean claros conmigo. A ti te tengo ley ?me miraba fijamente?, pero me has gastado la putada del siglo, que eres la hostia'.
Yo no sabía de qué iba la cosa. Miré a los otros y encogieron los hombros: "No quiero jaleos, ¿me entiendes o no me entiendes?, no quiero jaleos de políticas ni nada de eso, ¿estamos? Así que os vais y a mí no me habéis conocido nunca', comenzó diciendo. Y, luego, que si el patio estaba alterado, ¿ajá?, que si en la Puerta del Sol se decía que había un rojazo mosquitamuerta con los de un grupo llamado Las Ovejas Negras, que dime con quien andas y te diré quién eres, que si nos seguían la pista, que si yo que sé la jindama que se nos metió en el cuerpo.
Recuerdo que estuvimos mirándonos de largo, sin atinar cuál era ya el norte de nuestra suerte: Fanny Anchoriz, los ojos pintados, el pelo hecho una maraña, con las rodillas juntas y los labios apretados bajo su boquita de piñón; Mauricio Peralta, fumando como un carretero y sin poder parar pierna y zapatón, nervioso, haciendo compás contra la solería descuajaringada; el diputado Gómez hecho un flan por el canguelo y yo mirando a Simón Noya, que no paraba de repetir "me cago en la leche, me cago en la leche". Y le pegaba zumbidos a la pared.
Cogimos los petates, el instrumental, el cuatro latas y volvimos a tirar para el sur. Estábamos acojonados cuando paramos en una venta de la carretera, en la que repusimos fuerzas y alquilamos tres cuartos: "¿Qué vamos a hacer?", me preguntó Mauricio.

Sonaban grillos y chicharras, la luna estaba llena y había un pozo ciego en los derredores del caserón. Fanny se había dormido, Simón fumaba en la ventana y Gómez estaba llamando a no sé quién por un teléfono de manivela.
Le contesté: "Si nos pillan con Simón, despídete de la Fender".
No seas caraja, que esto es más serio que una guitarra".
Nunca pensé que iba a escucharle a Mauricio Peralta decir tal cosa: "Adiós a salir en las revistas, adiós a una foto con Simón y con Garfunkel ?proseguí?, ni podremos actuar en el San Carlos Club ni podrás oír en Las Vegas a uno de esos cantantes suaves, crooners les llaman, que tanto te gustan".
? Merece la pena sacríficarlo todo ?repuso?.
Pregunté de nuevo: "¿Por unas ideas o por una persona?".
Y respondió de corrido: "Por una intuición".
Una vez, pagué cincuenta pesetas de las de entonces por entrar a un festival. Te estoy hablando del tiempo de Los Archiduques, de Locky Volcano, los Picnic de Jeaneette, Los Canarios, Los Huracanes, Alex y los Findes. Habría pagado el doble por vivir aquel momento cómplice, el guiño con Mauricio Peralta, los planes fantásticos para irnos del país antes de que nos trincaran. Nos dieron las tantas pergeñando la huida. No les oímos llegar, ni el chirrido de los neumáticos del jeep, ni el portazo, ni el sonido al montar sus escopetas: "Alto a la Guardia Civil", nos quedamos de una pieza.
Nos llevaron a todos hasta el cuartelillo y sólo se fue de rositas el batería Gómez, que había sido el que cantó la gallina y que por eso me extraña que ahora sea un diputado de izquierdas, como tú me dices. Claro que la gente cambia y nadie tiene derecho a juzgar a nadie. Pero yo, por si acaso, iba mentando sus castas, camino de los calabozos por un corredor húmedo y siniestro, cuando escuché que Mauricio -Peralta me estaba preguntando: "¿16 de enero de 1957?".
Simón Noya respondió por vez primera a nuestro juego: "La muerte de Humphrey Bogart".
?Por poco aciertas ?repliqué antes de que mandaran a callarnos?. Fue el día en que abrieron The Cavern Club, en Liverpool, allí donde empezaron a actuar los Beatles.
Jamás, dicho sea de paso, volví a ver a Fanny.