Crítica
VIDA Y OBRA DE JOSÉ NOGALES
Ángel M. Rguez del Castillo
Diputación de Huelva, 1999
Algo he insistido últimamente sobre el injustificable
olvido que durante la última centuria ha sufrido la figura esplendorosa
de José Nogales. Acaso la razón más probable de este olvido
fue su muerte prematura, cuando hacía muy poco que el aracenés
nacido en Valverde se había instalado en la primera línea de playa
del periodismo y la literatura nacional de su época, junto a los Valle,
Unamuno, Costa o Maeztu.
A mí me parece, sin embargo, que el origen de su incomprensible cesantía
literaria obedece a componentes menos obvios, y esto lo digo desde mi experiencia
como lector de Nogales. La primera noticia que tuve del novelista lo fue a través
de aquellas viejas y destartaladas enciclopedias del Movimiento, que se amontonaban
en los doblados de casa, donde el nombre de Nogales se mezclaba con el de Don
Juan de Austria, Bellido Dolfos, Fray Gerundio, Palafox y el Empecinado, Jacinto
Benavente, De La Cierva, Moscardó o así. Claro que el Nogales
que me mostraban aquellas páginas era un Nogales deshuesado, arrinconado
en el costumbrismo, fumigado de cualquier indiscreción política,
religiosa o social, cuando lo que mayormente nos importa de Nogales es su permanente
indiscreción en tales materias, su antifaz de mosca cojonera, su tocado
un poco chulesco a lo Llanero Solitario. Ya el regeneracionismo, escuela a la
que pertenecía vocacionalmente el onubense, no es otra cosa que una permanente
indiscreción, un despotricar continuo contra los principios inamovibles
de la Patria y todo ese barbasco sentimental que le daban- y al parecer siguen
dando- a los españolitos para hacerles más digestivos las moscas
y el hambre.
Pues bien, el peor de los favores que se le pudo hacer a Nogales, que gozó
de cierta consideración en la difícil década de los veinte,
es consentir que a falta de mejores mimbres, lo apadrinara en franquismo, para
convertirlo así en una especie de monaguillo provincial e inofensivo.
Y es ese pintarrajeado Nogales del franquismo el que nos ha quedado, el de las
leyendas serranas y el de Mariquita León, amén, claro de el de
Las tres cosas del Tío Juan, un cuento que no ha sabido envejecer y al
que se le notan en demasía los costurones. La izquierda española
del postfranquismo, con razón, tenía a Nogales atravesado, así
que al aracenés no le quedaba otra cosa que esperar su turno impredecible
en la vasta cacharrería de la literatura hispánica, cuando cualquier
inopinado aspirante a doctor le diera por meter las narices en su costal y encontrar
en él el oro viejo e incorruptible de la buena literatura.
El papel de inopinado doctor en busca de tesis lo encontró Nogales en
la estampa de ese querido amigo mío que es Ángel Manuel Rguez
Castillo, quien ha movido cielo y tierra -y soy testigo- para hacerlo salir
de ese armario apolillado en que lo había abandonado la historia. Fruto
del trabajo ímprobo y lleno de dificultades, ha sido el presente y definitivo
Vida y obra de José Nogales, un libro que no sólo desempolva centímetro
a centímetro la figura del novelista serrano, sino que nos lo limpia
de malezas y de equívocos, agrandando su figura y ofreciéndonos
un patrimonio digno de ser recuperado y gozado.
Estructurado en dos partes, el libro de Castillo, aborda con rigor tanto la
curiosa y siempre comprometida biografía del autor de El último
patriota, cuanto su obra, mucho más voluminosa y desperdigada de lo que
cabía suponer. Con una ilusión y constancia verdaderamente encomiables
y de todo punto arqueológicas, el biógrafo ha ido atando aquí
y allá los numerosos cabos sueltos de un hombre ciertamente singular;
un hombre que conoció y denunció la situación de los mineros
que desembocara en los conocidos tiros de 1888 de Riotinto; un hombre que al
parecer recibió algún atentado; que marchó al Riff donde
fundó un periódico en el que, entre otras, se denunciaba el esclavismo
y la situación insostenible de las colonias, que volvió a la provincia
donde desempeñó trabajos rutinarios, que obtuvo un éxito
fulgurante con el citado Las tres cosas, un relato que retrata por sí
sólo toda la filosofía del noventayochismo, que fue un tan célebre
como temido y respetado columnista de su tiempo, que murió sin tener
ocasión de asimilar y cimentar el favor que sus contemporáneos
le dispensaron. No menos notable y engorrosa ha sido la tarea no ya de devolver
a Nogales todos sus escritos, desperdigados en las hemerotecas de España,
Marruecos y Argentina, sino la de restaurar su alicaída figura, ofreciéndonos
un Nogales distinto, comprometido con la vida y con los hombres, degustador
del arte y escéptico hasta las cachas, con medio pie en el pescante del
nihilismo y el otro y medio en el hontanar libertario.
Un libro, en fin, necesario y acaso definitivo para poner donde se debe la figura
literaria de Nogales, abanderado de la libertad y la dignidad, pese a su menesteroso
purgatorio por las rancias enciclopedias álvarez de nuestra memoria.
Manuel Moya