Poesía

 

 

 

JOAQUÍN BENITO DE LUCAS

 


EN BLANCO Y NEGRO

(En Blanco y negro, es la sección segunda del libro Álbum de Familia, publicado por la colección Tiflos (ONCE), en Madrid y abril de 1999).


LOS DOS PUENTES

I

Ni piedra, ni argamasa,
ni hierro, ni cemento, ni remaches
que dora el sol, ni cepas amarradas

con sogas de agua a la corriente olvidan:
mil novecientos treinta y nueve. España.
Una ciudad, dos puentes que atraviesan
de orilla a orilla el pecho de mi río
cuerpo que huye, agua que se aprieta;
dos brazos maternales
que se levantan sobre el lecho
sonoro, dos fronteras
abiertas, paso franco
a tanto ir y venir de pies desnudos.
En medieval suspiro de dovelas
descarnadas, romana sillería,
el Puente Viejo. El otro puente, altivo;
cuerpo sonoro de metal fulgente
con arquería de plata.
Y los dos resistiendo
el óxido y la herrumbre de la guerra,
el bombardeo de los años, el
mal que da a la piedra la metralla.

II

Cuando abril despertaba
de su niñez, dos niños que volvían
de un frente sin soldados
atravesando campos de paz , hospitalarios
pueblos, tierras de olivo, territorios
de aceite y flor de jara
se quedaron mirando la ciudad, los dos puentes
y el Tajo, herida abierta entre fusiles,
sin saber por qué lado
recuperar tres años de su infancia.
Volvían al calor de las plazuelas,
al ruido de las voces amigas, al encuentro
de los libros de texto deshojados
tras tres otoños de violento viento.
Iban a la ciudad llena de heridas
en el pecho, en los brazos, en la frente,
de mutiladas puertas, de balcones
profanados, de patios que vestían
su desnudez con flores amarillas.
Y no sabían por dónde
atravesar el muro transparente del agua
--espejo de sus lágrimas que los puentes cruzaban--
para hilvanar los trozos
de su rota niñez tras esos tristes, tres
años de guerra.

III

El mayor puso el pie sobre la espalda
dura y fría del hierro, tocó sus arcos, hizo
el primer paso y avanzó. Sus ojos
se llenaron de torres: San Jerónimo,
reptil herido al sol; Santa María,
una oración de la piedra en el aire,
el pecho de la Ermita redondo y generoso
- -convexa pila bautismal del llanto--
y un rumor de cigüeñas cantando por su frente.
Reflejadas
en el no ve casas solariegas,
derruidas murallas y la plaza
del Pan, plaza del dios de la miseria.
Avanzaba lo mismo que en un sueño,
tocaba el aire con sus tibios dedos,
pensaba en un pequeño pueblo y sus retamares,
en sus montes de leña, en sus hermanos;
soñaba en campos de aviación, volaba
subiendo por los arcos derrotados
de su infancia perdida.
Y en las aguas del río se miraba
igual que en un espejo roto
para olvidar que era un niño solo.
Y se escondía del miedo
que subía por su cuerpo con la humedad del agua,
cantando y sin saber
cómo encontrar su casa después de tanta guerra.

IV

El otro, más pequeño,
se fue por el camino que abrieron los romanos
--sin más legiones que sus once años--
y que los caballeros medievales,
árabes y cristianos, transitaron
montados en caballos fogosos y violentos.
Él cabalgaba sobre su inocencia,
con su camisa blanca como estandarte, signo
de rendición; su espada, un tierno junco,
y su escudo la palma de su indefensa mano.
Ante él se escondía un pobre barrio
de pescadores, en cuyas ventanas
se asomaban los ojos redondos de los corchos
de los trasmallos puestos a secar, los testigos
de la pobreza.
Iba acariciando
el pretil de ladrillos
rojos, el cuerpo húmedo
de peces que saltaban a su paso, la suave
ternura de las altas golondrinas.
Mientras que por sus ojos un ejército
de ruidosos vencejos disparaban
al aire su piar de bienvenida.

V

Ninguno de los dos sabía cómo
llegar hasta la casa que se alzaba
al otro lado, donde la corriente
era un rumor de besos, donde el agua
se hacía canción, donde los esperaban,
sentados a la puerta de la orilla del río,
los que un día los vieron partir como veían
correr el río largo y lento
de la violenta España al triste Portugal.


LA PROMESA


Era aquellos años
en que la luz entraba muy despacio
en la casa de la pobreza.
(Entonces yo creía que Dios era un buen hombre
y su madre algo así como mi abuela,
que vigilaba nuestros juegos,
nos hacía merendar junto a sus faldas
y por las noches nos ponía unos higos
secos y unas almendras debajo de la almohada
para que al despertar
comiéramos el pan de su dulzura)
Mi padre, capitán de lo imposible,
nos llevó hasta la isla de la presa. En silencio
el cielo se vistió de nubes bajas.
Y mientras él llamaba por su nombre a los peces,
mi hermano y yo en la isla
respiramos el fuego de un incendio.

La palabra de Dios se hizo relámpago,
su voz en trueno, su venganza en lluvia
y el rayo destructor cayó en los árboles,
entre dos niños solos
que abrazados en medio de la noche
lloraban la desgracia de un cielo vengativo.
Entonces
nos acordamos de mi abuela
--quiero decir la madre de Dios--, y prometimos
ir a verla a diario durante treinta días
como se dan los plazos en la literatura,
a su casa sin lluvia detrás de los jardines
donde vivía mi abuela --quiero decir la Virgen-,
porque mi abuela siempre
vivió en aquella casa de lluvia junto al río.
Pero nunca cumplimos la promesa.
Alguien nos dijo que por ello
seríamos castigados con más fuego y más truenos.
Mi hermano y yo vivimos desde entonces
castigados, lo mismo que vosotros.
Y la Virgen --quizá también mi abuela--
desde su altar de plata y flores secas
--desde su casa abierta sobre el río--
nos mira compasiva.

HISTORIA Y VIDA

a Gregorio Luján

La infancia con sus largos brazos de agua,
la música del río, los punzantes
juncos que hacen sangrar a las orillas
vuelven a aparecer. Historia y vida
de una ciudad, un no y unos niños
que abrazaban de noche la tristeza.
Como ellos, los puentes
estaban amarrados frente al fluir del tiempo
--tiempo lento y violento--
de esos años. Sus casas
se encendían con luces de miseria,
y el paso de la muerte
golpeaba en la aldaba de todos los portales.
Y ellos
se alimentaban con el sol y el ruido
de las horas nocturnas
donde escondían sus pobres
anhelos: la esperanza
de salir algún día
hacia un campo de lluvias de una ciudad sin nombre.
Uno se fue hacia el norte
llevado por la mano de dios sabe de quién.
El otro, algo más tarde,
se fue hacia el este donde el mar respira.
Y entre tanto, y después, y luego, y mucho
más tarde se reunían
para olvidar y recordar,
y volver a olvidar, ya hombres, su historia.
Hoy sentados el uno
frente al otro se abrazan
--infancia, río, puente, sol, memoria--
y extraen en la vida los frutos más hermosos.