Prosa

 

 

 

 

Pedro J.

de la Peña

 

EL SAMURAY VENCIDO

Llegué a Manila el 17 de julio de 1990. Ese mismo día hubo un terrible terremoto en la isla de Luzón que produjo dos mil muertos y el hundimiento de múltiples edificios. La ciudad era un caos indescriptible. Todo el mundo estaba en la calle, con pánico de que los movimientos de tierra posteriores (los aftershocks) pudieran derribar sus casas y hacerlos morir aplastados entre los escombros. Numerosas cañerías se habían dañado y un hedor insoportable, unido a la humedad veraniega del monzón, se había adueñado de los barrios, obligando a la gente a llevar las narices y la boca tapadas por pañuelos. Todo tenía el aspecto de un carnaval trágico y pobre, donde los embozados ocultaban, en vez de una sonrisa viciosa, una mueca de desesperación.
En Makati, en el hotel japonés en donde me hospedaba, me habían dado la habitación 850. Los ascensores no funcionaban y la estructura misma del edificio estaba siendo revisada por los técnicos en búsqueda de Posibles fisuras. Todos los servicios (restaurante, bar, cafetería salón de juegos, etcétera), estaban en la planta baja. Bajar y subir ocho pisos para cualquier distracción o necesidad de tipo social no era la idea que yo me había hecho para unas vacaciones en Oriente. Y la misma confusión de la calle se había apoderado del hotel, donde los hombres de negocios correteaban por los salones y pasillos como zombis alucinados en una noche de walpurgis.
Decidí abandonar Luzón, en tanto cierta sensación de orden lograra imponerse al caos reinante, en un crucero de la compañía Trans-Asia que recala, entre otros, en los puertos de Manila, Taipeh, Singapur y Hong Kong.
El motivo inicial de mi viaje (ver las fortificaciones españolas que Legazpi dejó, como legado de su conquista, en la isla de Cebú) estaba ya cumplido y nada tenía que hacer, excepto beber en el bar de Montebelo Vilas interminables cócteles de "Typhioon number three", que era el modo escogido por los escasos clientes para perder la conciencia y aguantar los treinta y nueve grados a la sombra. De modo que decidí embarcarme hacia Bohol y recorrer las islas menores del archipiélago de las Visayas.
Por la mañana, la salida a Bohol se hace temprano y con el sol todavía emergiendo del mar. Esta circunstancia me animó a apoyarme en la barandilla de cubierta para ir mirando, a medida que nos alejábamos, el verdor de la cordillera como telón de fondo bajo un cielo color azul turquesa, limpio y sereno como si nunca lo hubiesen recorrido las feroces borrascas del Pacífico Sur.

De las siete mil islas de Filipinas más de la mitad permanecen deshabitadas y, durante el trayecto, la proximidad de algunas permite fotografiarlas con su aspecto radiante, de cocoteros y playas limpísimas que las hacen ser el perfecto espejismo de un paraíso perdido, aunque sepamos que, tras esa apariencia de esplendor, se esconde el aburrimiento implacable de todos los paraísos encontrados.
Mientras estoy en la cubierta llega un "contacto". Se me acerca y me pregunta si necesito algo: una chica limpia, una compañía agradable. Le digo que no y me insiste. No se trata de prostitutas, nada de eso , sino de una secretaria del "Quality Store", una muchacha simpática que ha hecho la promesa de regalar una joya a la Virgen y no tiene dinero bastante para pagarla. Tampoco es necesario que él me acompañe. Basta que suba al piso superior y allí, frente a los botes salvavidas, en el banco adosado al respiradero del restaurante, la podré encontrar.
Pienso en la perspectiva de un viaje más interesante que la contemplación de paraísos, y entonces le digo que sí, que me acompañe. Subo y veo a la muchacha, que es pequeñita, que es tímida, que esconde la cara y se ríe, como ya he visto hacer a muchas orientales, y lleva un pantalón vaquero y una blusa de color por todo atuendo. Me acerco y le preguntó cómo se llama y me dice que Cecile. Entrego la máquina de fotos al "contacto" y le pido que nos saque unas fotos. Levanto su cara con la mano, para la fotografía, y entonces ella se ríe con entusiasmo y, mientras el flash actúa, bajo el toldo que nos ampara del sol, se abraza a mis costillas con fuerza y hunde su barbilla en mi pecho como si fuese una liebre indefensa que se asustara del fogonazo. Es casi una niña que despierta, más que lujuria, una indefinible sensación de ternura.
Tras las fotos les invito a beber en el bar -piden coca-cola, off course- y entablamos una animada conversación acerca de los motivos de nuestros viajes. Acepto, sin impertinencias, que el "contacto" es un comerciante de bisutería y que Cecile -cualquiera sabe su verdadero nombre- es secretaria del "Quality Store". Ambos, además, afirman acudir a Tagbilarán, la capital de Bohol, para la fiesta del "sandugo".
Ignoro el significado de esa fiesta y me informan que conmemora el pacto de sangre entre Legazpi y el reyezuelo Sikatuna, rajá de Bohol, para firmar su fraternal amistad. El hecho, al parecer, tuvo lugar con la llegada de los españoles a la isla, hacia 1565, y tanto Sikatuna como Legazpi se hirieron levemente con un puñal en la tetilla izquierda y escanciaron sus sangres en un recipiente del que bebieron, sellando así la colaboración de las tribus de Bohol con los "castillas". Desde entonces, la fiesta se conmemora asando unos cerdos llamados baboy y un sinfín de pollos, que se dicen nanok en la lengua visaya, haciendo correr la cerveza y las bebidas en una "food fiesta" que es inolvidable para todos los que la conocen. En la plaza de Tagbilarán, durante todos los días de esa semana, se celebra también un mercado con los productos más variados que atrae a los visitantes de otras islas cercanas: Cebú, Sainar, Leyte, Manicani, Limasawa, Camiguin y, por supuesto, Panglao, la más inmediata de todas.

No hay duda, por tanto, de que su negocio respectivo, ya que no respetuoso, puede prosperar en esos días. Ni tampoco parece haber dudas de que, ungido por la suerte, mimado por la fortuna y hasta puede que amparado por el singular cobijo de la aventura, voy a vivir una fiesta entretenida donde esperaba encontrar únicamente unas aguas limpias donde bañarme y un tranquilo hotel donde dormir la siesta.
Lo que no deja, sin embargo, de llamarme la atención es que en el bar del Asia-Taiwan un hombre pequeño, de gruesa cabeza redonda, con aspecto de japonés, no nos quita la mirada de encima y, mientras sorbe su bebida de un vaso largo y helado, parece apuntar en una libreta algunos datos acerca de nosotros o de cualquier otra circunstancia próxima a nuestro entorno.
Llegados a Tagbilarán, la afluencia de barcos, de juncos de madera e incluso de canoas con balancín, de tipo familiar, no deja lugar a dudas respecto a la animación que agita la capital de Bohol durante el preludio de esos días festivos. En el puerto, un caos de motocarros recoge a los viajeros y los traslada a la inmediata ciudad en medio de una impresionante atmósfera de gasolina irrespirable.
Dejamos al "contacto" en el barangay o barriada cercana al puerto y acudimos Cecile y yo, a un hotel chino, con el nombre de "Gie Garden", cuyas habitaciones estaban decoradas con los estampados más chillones que se pueda imaginar y todo tipo de baratijas decorativas, cajas lacadas, leones de imitación a jade, dragones protectores y lámparas de placas de concha transparente.
Cecile hace el amor con una corrección mecánica y cultivada que, en aquel ambiente, adquiere características de raro y peregrino exotismo. Es chiquitita, como tantas filipinas, y no bella. Pero pone un entusiasmo y unas ganas de agradar que compensan sus insuficiencias iniciales. Posee, además, una inocencia verdadera bajo su furtiva profesionalidad, y hasta es posible que sea, en según qué días, secretaria de oficio o dependienta en unos almacenes. No es, en todo caso, una simple artesana de la mecánica amorosa.
Al terminar, salimos y las calles están atestadas de gente. La pequeña ciudad, en la que no existen los coches, tiene sin embargo un tráfico espantoso debido a los jeepneys, que se amontonan con ruido indescriptible, rozándose la rueda delantera de uno con las traseras del anterior sin que lleguen a separarse ni cinco centímetros entre vehículo y vehículo. En esa vía principal, la gente se dirige, también apelotonada, hacia la plaza en la cual apenas puede uno moverse entre los puestos de cerámicas, sombreros, paipáis, muebles de bambú y otras artesanías orientales. Si hay algo que se percibe en Asia es, contra lo que dijera Ortega y Gasset, la sumisión de las masas": el perfecto dirigismo de la multitud hacia los intereses de las minorías, asumido como una fórmula de fatalismo, prescindible.
Deambulamos entre un infierno de chiquillería que lanza cohetes y canta himnos frente a la pequeña catedral y entre unas bandas de música que reciben al gobernador con gran algazara mientras éste proclama la fiesta del "sandugo" y bebe de un vaso -donde se supone que debería haber sangre- e invita a hacer lo mismo a los asistentes, que toman cerveza San Miguel (de fabricación filipina) en innumerables vasos de plástico, ignorando con sana ecuanimidad quién era Legazpi o Sikatuna o qué rayos se conmemora allí en la perfecta amnesia de su origen.

Al regresar al Gie Garden, mientras algunos indígenas me observan sorprendidos de ver a un europeo caminar entre ellos, percibo en el hall del hotel la presencia del mismo japonés que había en el bar del Asia-Taiwan. Se da cuenta de que le miro y junta las manos, en forma de saludo. Quizá se trata de una casualidad. No debe de haber tantos hoteles en Tagbilarán y es posible que hayamos coincidido por tratarse de uno de los pocos lugares decentes en todo el entorno. Procuro no darle importancia a este incidente, a todas luces insignificante.
Descansamos. Dormimos. Pasamos el resto de la tarde Cecile revisando sus compras y yo escribiendo postales para los amigos lejanos. A la noche, mi guía me lleva a un lugar llamado Level Club donde los filipinos se divierten bailando el rock como en cualquier otro lugar del mundo. Cecile durante esos instantes es como cualquier otra chica de su edad en cualquier otro lugar del mundo. Pienso, mientras la acompaño, en la uniformidad a la que se está llegando con el predominio de la cultura yanqui. Me divierte, de pronto, pensar que algún día el "sandugo" conmemorará el pacto del general MacArthur con el Presidente Marcos y la historia borrará, definitivamente, los nombres de Sikatana y de Legazpi.
Una vez más, entre los destellos de luz que fragmentan la oscuridad del club, percibo al enigmático japonés de la cabeza gorda, redonda, sentado en un asiento con un vaso en la mano y su mirada inquisitiva dirigida, un sí y un no, hacia nosotros. Nuestras miradas se cruzan en un momento dado, y esta vez levanta el vaso a manera de brindis mientras yo esbozo algo parecido a una media sonrisa.
A la mañana siguiente, aunque Cecile propone volver a la fiesta, me niego y la convenzo para visitar Panglao, que tiene fama de ser la isla de arenas más blancas de todas las Visayas. Accede y subimos a una camioneta atestada de gente. Supongo que nos llevaran a un embarcadero y cruzaremos en barca, pero no. Se ha inaugurado un puente entre las islas y llegamos al esplendor vegetal de Panglao, que está casi deshabitada y es como un palmeral continuo de envidiable verdor.
Su fama hace justicia a Panglao. La playa es como de plata molida y la vegetación de cocoteros y manglares, en ciertos tramos, se adentra hasta las aguas convirtiendo la costa en un permanente juego de arenas luminosas y de destellos esmeraldas. Nunca me he bañado en un agua tan limpia. Al sumergirme y bucear veo un horizonte translúcido, como un alabastro veteado de azules y de rosas. El fondo es de una transparencia tal que permite ver, al alcance de la mano, las estrellas de mar pegadas a la arena.
Salgo maravillado, pero Cecile no parece disfrutar mucho de toda esa belleza. Solicito que nos asen unos pollos y la comida revive en ella su sonrisa y su gracia habituales. Quiero ser buen compañero y, a la tarde, volvemos a Bohol. En Tagbilarán vamos de compras y le regalo unos pantalones, un champú y una

crema para el pelo. Está radiante de entusiasmo. Trabajando de secretaria, quizá en un mes no pueda ahorrar lo suficiente para comprarse esas naderías.
Cenamos en el puerto una sopa de verduras y un pescado con arroz amenizado con miles de ingredientes. La bebida es jugo de mango y té caliente con ron para los dos. Una cena memorable, para sellar un grato encuentro, que tiene la sorpresa de encontrarse al conocido japonés de la cabeza grande sentado tres mesas más allá, mirándonos persistentemente mientras finge estar leyendo un menú interminable. Acabada la cena, me acerco hasta la compañía Trans-Asía y saco billete para el ferry del día siguiente. Quiero seguir mi recorrido por las islas y Tagbilarán es demasiado ruidoso durante el "sandugo", por lo que creo haber cumplido de oficiante de Venus y de Baco todo lo que mis ganas dan de sí.
Puntual, a las ocho, el chino del Gie Garden me avisa para el desayuno. Cecile duerme y dejo sobre su mesilla, sujetos por el minileón de la fortuna, unos billetes para que se siga comprando algunas cosas. Pido té frío, sin pastas, porque el calor empieza ya a notarse y, cuando voy a abandonar el saloncito del restaurante, el japonés, invisible hasta entonces, se levanta tras un biombo y me sigue, paso a paso, hasta la entrada del ferry en el puerto. Asciendo la escalinata y asciende tras de mí. Enseño la reserva y él enseña la suya. Acudo a mi camarote y acude por el mismo pasillo. Abro la puerta y abre la puerta de al lado. Le miro y me mira. Me dice "good morning" y contesto "buenos días". Cierra la puerta con una reverencia y cierro yo la puerta con un ligero mosqueo.
Salgo a cubierta con dos biografías, la de Juan Sebastián El Cano por Juan Cabal (Ed. Juventud) y la de López de Legazpi por José Sanz y Díaz (Ed. Publicaciones Españolas). Ambas las he sustraído -mejor dicho, rescatado- del Casino Español de Manila, donde actualmente no hay más que chinos jugando al mayong, que para nada necesitan saber historias de los navegantes españoles. Estoy leyendo un párrafo que dice: "Una de las primeras dificultades que se le ofrecieron a don Miguel López de Legazpi al hacerse cargo de los preparativos de la audaz expedición, fue desarraigar el espanto que ponía en el ánimo de los más intrépidos pilotos y de los más valientes aventureros la sola idea de tener que navegar por los misteriosos derroteros del mar del Sur"... Y noto entonces una presencia, más bien una sonrisa, que se sienta en la hamaca de al lado, toma a su vez un libro y finge ensimismarse en la lectura.
Se me hace evidente que ni uno ni otro podemos leer en ese instante. Por más que tratara de concentrarme en las páginas que relataban la gran travesía de Legazpi, por el rabillo del ojo notaba la atención del japonés puesta en mí. Y él, por otro lado, no disimulaba su interés en observarme y había ya dejado el libro entre las piernas, las gafas le pendían sujetas por una cadenita del cuello que parecía un frágil junco bajo el mapamundi de su cabeza, y sus ojos me miraban descaradamente como solicitando un saludo para iniciar alguna forma de conversación.
Incapaz de resistir tanta atención, me levanté y me dirigí al Golden Crowrie Bar a tomar un refresco. A poco de sentarme en una mesa, vino él y se sentó en la de al lado. Iba ya a levantarme enfadado y pedirle una explicación por aquel acoso, cuando fue él quien se levantó de la mesa y se acercó hasta mí.

-¿Acepta que le invite a una bebida?
-No, muchas gracias.
-Es usted orgulloso, como buen español
-Se equivoca usted: soy argentino.
-Es inútil que mienta. Cecile trabaja para mí. En realidad, todas las chicas de los barcos trabajan para mí. ¿Ve usted en la barra aquella chica con el aviador americano? Es otra de mis chicas. Y sé muy bien quién es usted. Tengo aquí la fotocopia de su pasaporte -dijo, mostrando una cartera de cuero marrón- si lo quiere ver.
-Está bien, siéntese. Pero nada de copas -le dije, un tanto confundido.
Se puso de espaldas a la luz y vi sus rasgos de cerca. Aunque su cara era brillante, en aquella penumbra de su rostro se percibían las arrugas de los sesenta años que debía de tener. El peso de su esférica cabeza, le obligaba a ladearla a uno y otro lado, como si le fuese imposible mantenerla recta. De sus ojos redondos, con la triste melancolía de los lobos, se expandía una sensación de inteligencia no exenta de crueldad.
Supuse que sacaría de su cartera unas fotos comprometedoras. Esperaba que me fuese a hablar de un chantaje vulgar para reírme en sus narices. Al carecer de compromisos, a nadie tenía que dar explicaciones de mis actos y hasta casi disfrutaba con la posibilidad de arrojarle las pruebas de mi obscenidad en sus narices. Para mi sorpresa, en lugar de ello comenzó a relatarme una historia de carácter intimista y, hasta cierto punto, conmovedor.
Era en la actualidad un hombre de negocios. Un hombre que controlaba la prostitución marítima dentro de una gran organización japonesa dedicada a ese y otros menesteres parecidos. Pero no siempre su vida había discurrido por caminos tan indignos para un samuray.
Se llamaba Haruyoshi Sho. Había sido marinero en la Segunda Guerra Mundial a las órdenes del almirante Kurita. Por esas mismas islas Filipinas, que ahora recorríamos, al cruzar el estrecho de San Bernardino cayeron en una trampa tendida por el almirante norteamericano Halley, que les esperaba con la Task Force 38 a la salida del laberinto de los arrecifes. Fue una masacre para los japoneses. Hasta diecinueve torpedos recibió su barco, el acorazado Musashi, antes de hundirse en las aguas. Muchos oficiales, siguiendo el código de honor japonés, prefirieron suicidarse antes que arrojarse al mar. Pero él estaba gravemente herido en ambas manos y en el pecho por el estallido de una granada. No pudo darse muerte y unos soldados lo arrojaron al mar sin contemplaciones. Estalló el acorazado y sólo diecisiete heridos pudieron ser recuperados por los barcos americanos. Entre ellos estaba él, que fue hecho prisionero y enviado a la base de Guam, en las islas Marianas. Las Marianas habían sido islas españolas hasta el siglo pasado, ¿lo sabía yo? Sí, lo sabía.
-Por eso mismo, al ser usted español es quien mejor me puede comprender.

Había pasado tres años prisionero, hasta después del armisticio, cuando la bomba de Hiroshima. Le dio tiempo para todo, para curarse de sus heridas y para trabajar en las fortificaciones de la base americana, remodelando el aeropuerto con el fin de adaptarlo al peso de los nuevos bombarderos B-29, superfortalezas volantes, que habían de ser decisivos en la derrota del imperio nipón. Había jurado vengarse y estaba ahora, en el ejercicio de su venganza, haciendo lo posible Para que los americanos -como el aviador de la barra- abandonasen la base de Clark, en la isla de Luzón. Tras la guerra había trabajado mucho en los negocios. Pero Japón era pequeño. Los japoneses necesitaban expansión. Necesitaban volver a recuperar sus cinturones concéntricos de países satélites de su Poder. Tenían que reorganizar su estrategia de conquista. El Círculo del León, el Círculo del Dragón y el Círculo del Perro. Volver a instalarse en Birmania, en Filipinas, en el archipiélago de las Marshall y en los atolones de las islas Gilbert. En todas partes donde alguna vez hubiese ondeado el pabellón del sol naciente.
Sólo que en esta ocasión no iban a hacerlo por las bravas. No convenía a los intereses de sus industrias volver a tentar la suerte de verse bombardeadas en su propia casa por los yanquis. La invasión era más lenta, más sutil, casi invisible. ¿Sabía yo que la compañía de barcos en la que viajaba era japonesa? ¿Sabía que el hotel de apariencia china en el que había dormido era japonés? ¿Sabía que el pescado que había cenado y hasta el ron que había bebido pertenecían a compañías japonesas? A todo, incluso a los jeepneys se le daba una apariencia local, muy bullanguera y colorista, pero el etiquetado de las marcas, aun las que procedían de Hong Kong o Singapur, tenía en su casi totalidad capital japonés y Oriente hablaba en suma un único lenguaje: el lenguaje del yen.
-Usted me ve en este indigno oficio de la prostitución naviera -dijo-. Pero lo crea o no, yo sigo siendo un samuray.
Samuray derrotado hasta el presente. Pero samuray muy cerca de la victoria final. Insensible, imperceptiblemente, sin que apenas nadie observara la gigantesca tela de araña de los intereses nipones, las Filipinas estaban a punto de ser reconquistadas y de caer, de nuevo, en la órbita del imperio nipón. Era cuestión de tiempo.
-¿Cuánto tiempo? -pregunté.
-La clave de la economía en estos países son las mujeres. Sus mujeres trabajan ya para nosotros -dijo, con un guiño. Pronto lo harán sus hijos también.
El aviador americano salía en esos momentos del Golden Crowrie Bar con la muchacha filipina atenazada por las costillas como un poseedor ignorante de que sus dólares se cotizarían en Tokio, al día siguiente, en la balanza del índice Nikei. Las aguas del mar de China sería más apropiado llamarlas aguas del mar de Japón. Si Asia debía ser para los asiáticos, los americanos acabarían por abandonar la tierra conquistada como apenas un siglo antes lo habíamos hecho los españoles.
-Los españoles se fueron por culpa de los yanquis. En Cavite les hundieron su flota, ¿no es así? De modo que, en cierta medida, somos sus vengadores ¿no le parece a usted?
Era, claro está, una manera curiosa de mirar el asunto, pero no del todo exenta de razón. El barco, ya en mar abierto, a la salida del golfo de Leyte, se tambaleaba de una banda a otra y el viento, mientras el barómetro descendía, soplaba fuerte amenazando con una borrasca que no se sabía si la podríamos aguantar de pie.

-¿Sabe una cosa? Le acepto la copa que antes me ofreció -dije.
Llamó al camarero, que nos ofreció una carta repleta de cócteles, pero yo tenía tomada mi decisión y dije sin mirar:
-Un "Tafón number three".
-Lo mismo -dijo él.
Agitando la coctelera con una mano se acercó el camarero con una bandeja en la otra donde las copas bailaban un agitado vals. Las depositó como pudo en la mesa, llenándolas a medias y deseándonos un feliz viaje de regreso. Para esas alturas, ya las olas comenzaban a chocar contra los cristales de las ventanas, tal es la rapidez con que se desarrollan las tormentas de julio, y en el cielo un color de panza de burro presagiaba un temporal largo y temible.
-¿Por quién brindamos? -pregunté-. ¿Por Pearl Harbour?

Él debió recordarse herido en aquellas mismas aguas. Debió de verse con las manos y el pecho sangrantes mientras un salvavidas enemigo le llegaba como un veneno dulce y lento que le invitaba a saborearlo sin prisas, como un compacto caramelo que se resiste a deshacerse en el paladar. Debió de odiar los vendajes que lo curaban para usar su fuerza a beneficio de sus carceleros y en contra de sus propios hermanos de sangre. Debió de sentir el golpe de la lluvia y el del oleaje como un regreso del instante en que hubiera preferido morir y no le dejaron hacerlo. Debió, finalmente, de alegrarse de que aquella vida recuperada le permitiera, al cabo de los años, redimir su condición de samuray que logra, tras su deshonra, la victoria.
-Por el general Mac Arthur, que dijo: "Volveremos" -contestó él.
Y esbozó, por vez primera, una sonrisa de triunfador. Porque ellos, sin que apenas se notara, habían regresado también.