JOSÉ ANTONIO SÁEZ



EL CRUCIFICADO



Fue mortal, comió del árbol

que le fuera prohibido,

se batió con un ángel,

expulsado del paraíso

tuvo sed, sintió miedo...


Vendió su primogenitura

y, con un beso,

selló cuanto anunciara

en un pacto secreto.


No hay, creedme, otro camino

que no lleve a la cruz.

Una cruz es un hombre

con los brazos abiertos.







EL TRANSTERRADO



Desdichado aquél que lejos de su tierra

siente en su corazón crecer la añoranza

de los días aquellos en que, joven,

viera brotar los pastos y las hojas

de los valles tan claros en su aldea,

y en tierra extraña sueña y se consume

con el rostro surcado por las lágrimas.

Mira hacia el horizonte y sólo ve

lo que su alma cansada le regala:

una ofrenda de flores esmaltadas,

cuyo perfume en su tardanza anhela.






DICE DE SU HIJO



Para los tres años de mi hijo Fco. Javier



Hijo mío: ¿cómo no creer en la ternura

si tú existes y vas y, en un instante,

alumbras, como una antorcha viva,

los rincones oscuros de mi corazón cansado?


Tú extraes de mis ojos la primera mirada,

aquella que me devuelve al mundo:

¡cómo mirarte triste, desgarrado, doliente,

si vienes con palabras que son bálsamo y curan,

intactas y eficaces, luminosas y puras.





DECIR DE LAS AULAS VACÍAS



Ahora que empezáis a remontar el vuelo

como avecillas, que en el aire,

la luz transverbera en su plumaje,

y hace de otro el brillo de sus alas;

os diré que habéis pasado sobre mi corazón

como una ráfaga, y que os he dado

cuanto de aprovechable había en lo que tengo.


Acordaos ahora de cómo os contagió

del Arcipreste el fuego;

y de cómo Manrique descubrió

con gravedad, la vida que es un río;

de que con Calixto ascendimos

al jardín de amor de Melibea;

y Garcilaso, ¡oh Dios, qué dulce suena

en su dolor la estancia!;

Rozar Fray Luis, apenas, que no todo es materia;

llegar, con reposo, luego hasta Cervantes,

y más tarde a Quevedo

con su clarividencia que tanto desconcierta...


La vida fue, sin duda,

un ejercicio de entrega y de desgaste;

a todos os evoco, y me quemáis aquí,

como una ardiente brasa que mi dolor consume.


Muchachos que empezáis a saber de la vida

y sus dolores tantos:

con vosotros estoy, y quisiera, tal vez,

que en vuestro corazón ardiera

el amor a una Lengua

en la que os iniciáis a comprender el mundo

con palabras solemnes, tan plenas de sentido,

que del amor al tiempo acercan a la muerte.


Aquella os va en la sangre

y azuza en vuestras venas

vigilias del Espíritu.


Quedaos aquí, conmigo,

en este arcón que guarda

la soledad de un náufrago.


Pues ¿por qué no decirlo?

¡os he entregado tanto!