MILENIO (ULTIMÍSIMA POESÍA ESPAÑOLA)

Basilio Rodríguez Cañadas

Ed. Celeste & Sial. Madrid 1999



No es imposible que alguno de los esforzados y pulquérrimos lectores de estas líneas carraspee más de la cuenta por la emisión de un juicio particular sobre una antología en la cual, muy generosamente, ha sido invitado un servidor. Me consuela, en todo caso, la invención de las pastillas juanola, que alivian y acompañan mucho en estos trances.

La aparición de cualquier nueva antología de la ultimísima poesía española no es, y aquí no sé decir si afortunada o desafortunadamente, noticia. Lo que sí es noticia es que en un solo libro se recojan con pelos y señales nada más y nada menos que 67 nombres emergentes de la última poesía española, a los que añadir otras casi 150 de quienes se indica abundante noticia bibliográfica., dando cabida con mayor o menor profusión a prácticamente todas las corrientes estéticas que prosperan en nuestras plurales y autonómicas españas. Dada la abundante y compleja producción poética del país, el papel de las antologías es, para lo bueno o para lo malo, trascendental. El antólogo, contra natura, ha pasado de ser un simple observador -un privilegiado observador -el prota de la película, pero un prota que necesita estar una y otra vez en el candelero, como el anoréxico frente al inodoro. En tiempos de aceleración constante parece necesario reinventariar, ordenar y limitar constantemente la noción que tenemos de realidad, y el inflacionado campo de la lírica, - bien se ve, no está exento de tales tentaciones, que, para más inri, parecen perpetrar las mismas figuras -los protas, tío, los protas- que, con su cansina recurrencia parecen asumir su propio fracaso al confiar su propio poder de persuasión no en la solidez o la supremacía de sus argumentos, sino en su pertinaz repetición. Basilio Rguez Cañada -reincidente antólogo, pero menos- se aparta voluntariosamente de estos riesgos en su Milenio, afrontando la poesía nacida en los últimos años desde una perspectiva abierta, relajada y honesta, más concentrada en las obras que en la etiqueta.

Por eso en esta fiesta que pretende ser Milenio podemos encontrar chupas de cuero, tacones de aguja, barbas de días, nutrias, chaquetas de pana, transparencias, uniformes mercedarios, cachemiras, tules, tenis, falditas minimalistas, botas militares, peinetas de carey, picardías, trajes regionales, coños rasurados, trenkas, lentillas, fibras vegetales, peinados Luís XVI, piercings, estéticas nudistas, vaqueros, monos de astilleros, roetes, mariconeras, reciclados, chinchillas de corral, bufandas comestibles, condones amarillos, tangas, vestidos de cola, smokings, wonderbrás, foulares, tatuajes, astracanes transgénicos, bombachos, pasamontañas abertzales, infinitos escotes, botos valverdeños, abanderados, uñas de porcelana, camisetas de otan no gracias, gabardinas, armaduras, leotardos..., pero así y todo, no es imposible que alguien caiga en la tentación de censurar un libro con nada más y nada menos que 67 voces, y acaso no le falte razón, pero es hay que tener en cuenta que esta antología nace con una convicción netamente conciliadora, recogiendo autores y firmas de todas las etnias, familias y provincias literarias, y que, por eso es tanto o más creíble que cualquiera de esas antologías regionales o de tendencia (y todos los días nace una de ellas) que incluya más de diez o quince nombres

Milenio aspira a ser una especie de antología de antologías, un florilegium consensuado en el que se cruzan una buena parte de los seleccionados en diferentes y recientes libros, sin dejar de asumir, cuando su autor lo cree necesario, el riesgo de nuevas voces, autores periféricos (incluso lingüísticamente) que a criterio del compilador irrumpen con decisión en el panorama.

Se evidencia, sí, un cierto desinterés por lo que ha venido a llamarse la vía figurativa, tan copiosa y prestigiada en los últimos tiempos, un desinterés expresado en el prólogo y refrendado luego en la escasa participación de sus representantes, lo que acaso venga a significar el proceso de clara desmitificación en que vive la corriente, tal vez porque a estas alturas ya ha dicho todo cuanto era posible decir sin agotarse. En todo caso, el activista cultural BRC, ha conseguido en este trabajo lujosamente editado, no sé si un brillante resultado (en esto, como en todo dejemos hablar al viento), pero sí un ejemplar ejercicio de equilibrio y sensatez crítica, valiéndose de su intuición, de un espíritu abiertamente hospitalario y, en todo caso, nada sospechoso de amurallamientos.. En las páginas se advierte, simple y llanamente, el triunfo del texto sobre su etiquetado, del antólogo/guru/prota, que recupera consciente,.simplemente un papel de mirón que nunca debió perder.

La pretensión última de estas casi 700 páginas, es la de poner a disposición del esforzado y combativo lector de poesía un mosaico copioso y representativo de gran parte de la joven poesía española, sin caer en estridentes soberbias de resultado tragicó(s)mico, sin abusar de brumosas marginaciones, sin enrocarse en criterios mesiánicos, sin dormirse en ese cierto simplismo dióptrico de blancos o negros, de claros y oscuros, de tirios y troyanos, con tanta tradición por estos pagos, sin asustar con presuntas objetividades y zarandajas que acaso callan mucho más de lo que dicen.

La poesía joven española es plural y abierta a tradiciones e influencias dispares, .si el unipartidismo y el bipartidismo nada tienen que hacer en el panorama lírico hispánico de hoy -y acaso de nunca-, a qué encerrar la joven poesía en celdas estrechas, por qué reducirla a catálogos trasnochados, a folletos de poco más y menos, a qué tanta prisa y tanta saña por clasificarla y archivarla en cuartos sin ventilación interior, a qué esa tentación de dirigirla, de acomodarla, de gregarizarla.

No descubriremos nada nuevo, si objetamos, que también en Milenio faltan nombres importantes de la última poesía española, pero esta es, como he tratado de defender, una antología no tanto de nombres como de actitud, y la actitud de Milenio es, aquí sí me mojo, francamente digna de todo encomio. Yo, qué quieren que les diga, estoy con ella.



Manuel Moya









DESDE EL FONDO DE LA BARRA

Karmelo Iribarren

Ed. Línea de Fuego. Ribadesella, 1999



La breve nota editorial que aparece en la contraportada de este hermoso libro señala que se trata del tercero del poeta donostiarra Karmelo Iribarren (San Sebastián, 1959). Sus dos anteriores entregas aparecieron en la sevillí Renacimiento. La obra de Iribarren, muy festejada por quienes tendemos a presuponerle a la literatura cierta responsabilidad crítica, avanza con la determinación de un tren de mercancías por la estepa siberiana. La Condición urbana ya avisaba de que el donostiarra no iba de farol, de que el nihilismo y el individualismo más radical son quizás las únicas salidas cuando han sido cegadas todas las demás. Sus poemas eran concebidos como latigazos eléctricos, con una impronta aforística indudable. Para el donostiarra nada merece mucho la pena, excepto la compañía, el amor, el soplo de los otros, como se advertía en el poema Algunas noches, el miedo, pero incluso estos retardadores, estos camuflajes de la soledad no son gran cosa cuando arriban los minutos de la verdad, esos que llegan a deshora, sin avisar, como fantasmas que cumplen estricta, soberanamente su oficio. Su segundo libro Serie B, seguía las rodadas del primero, pero a mi modo de ver era ésta una obra más madura, en la que la ironía, una de las salsas especiales de la casa, se iba imponiendo, para conseguir que el discurso se volviera más chispeante, más certero. En general sus piezas resultaban más largas, aunque su metraje versal se adelgazaba muchísimo, poniendo en evidencia su desapego e incluso su indiferencia por las convenciones métricas.

Su última entrega, Desde el fondo de la barra, indaga una vez más en los terrenos de la poesía más ácida, pues el rasgo ya decididamente más propio de Iribarren es el de la acidez sin concesiones. Los poemas que integran este libro son por lo normal breves e intensos, como fogonazos de luz que iluminaran un pequeño fragmento de la realidad personal y lo desmenuzaran con la rabia, con la lacónica precisión de un aforismo bien cargado.

Karmelo Iribarren, y esto es fundamental, no toma aquí su daga incisiva y letal para acusar a una sociedad vil y estúpida que vuelve a todos los individuos viles y estúpidos, simples mercancías que pasan sin detenerse por una estación ferroviaria perdida en mitad de una sierra. Iribarren, sosiéguense las más cándidas almas, no hace poesía social ni nada que se le parezca. Bastante tiene con mantenerse en pie, con seguir resistiendo el asedio de la imbecilidad desde el fondo de la barra. Cada uno de los textos que integran este libro pudieran entenderse como pequeñas con(c)ejiones personales sobre el fiasco íntimo que resulta de convivir con un tipo que no termina de aclararse, que nos da una de cal y tres de arena, enviciado en sus propias contradicciones, y que ve, además, como pasa el tiempo y todo en lo que había creído no era más que un maldito decorado de cartón piedra. Cosas de la edad, / supongo:/ te da / por mirar / atrás, / hacia tu vida /y ves que no ha sido / en el fondo / más que un puñetero / fraude. / Y después/ -para joderlo/ del todo- / no se te ocurre / otra cosa / que mirar/ hacia adelante. Nos pasamos todo el rato tratando de resistir las andanadas de una realidad que no nos gusta, viene a decir el donostiarra, y sin embargo no sólo claudicamos continuamente ante ella, sino que, con un poco de paciencia, nos terminamos convirtiendo en sus sicarios. Todo se resume, en la pose, en el pequeño papel que tratamos de representar para nosotros mismos, porque un día te ves en medio de todo eso y dices: joder, si la obra es realmente una mierda (eso estaba claro desde hacía mucho), mi papel es acaso el más patético de todos: el de un Pepito Grillo enfangado hasta los huesos, que engolase frases estúpidas por la simpleza de hacerle saber a los demás que está vivo, jodido y vivo. Pues eso, Iribarren, niño, que tu libro no sólo es un prodigio de economía verbal, sino también un brillante ejercicio de honradez.



Manuel Moya







CUATRO POETAS ALMERIENSES

Edición de Francisco Peralto

Ed. fp. Málaga 1999



Como el antólogo Peralto, me precio con la amistad de los cuatro poetas que integran este libro entrañable, hecho con gusto y con gracia, impecable desde muchos puntos de vista, incluido el tipográfico, y necesario para quienes se sientan interesados por la poesía almeriense actual, acaso una de las más desconocidas (injustamente desconocidas) del panorama andaluz. Presumo que tal desconocimiento se debe, mayormente, al aislamiento secular en el que ha vivido ese espectacular y prodigioso rincón ibérico, a lo que habríamos de sumar la ausencia hasta ayer mismo de medianos bloques urbanos que pudieran dar cohesión a una mínimas iniciativas culturales, así como la escueta vocación editorial, apenas rota por las instituciones públicas o las muy heroicas aventuras de Caja, Alcaén, Tágilis y, sobre todo, Batarro, sin olvidar el esforzado trabajo de Ginés Rache y el ayuntamiento de Oria; tal situación es lo que en parte certifica ese desconocimiento, que a mi modo de ver no hace justicia al haber poético de Almería. El abájense Juan José Ceba, secreto y magnífico, el veterano y reconocido poeta de Chirije Julio Alfredo Egea, la alpujarreña afincada en Málaga Aurora Luque, o el silencioso Emilio Barón, por no citar a los Antologado por Peralto), confieren a esta provincia un peso innegable en la poesía andaluza actual, del que los antólogos y estudiosos debieran tomar mejor nota. Libros como los firmados por José Antonio Sáez y Pedro Mª Domene (Poesía almeriense contemporánea, Ed. Batarro, 1992) o Francisco Domene (Poesía almeriense actual, Col. Riomardesierto, 1992), tan alejados en sus presupuestos pero a la vez tan complementarios, ofrecen una idea cabal de cuanto afirmo. No seré yo quien trate de certificar rasgos comunes en las poéticas de estos cuatro autores a quienes trato y con quienes mantengo desde hace años una abierta complicidad, pero querría abundar en un aspecto (entre tantos) que los unifica: la radical vocación antropocéntrica, la visión del hombre como elemento radial en cada una de sus obras.

La poesía del también abájense y hombre bueno que es Diego Granados, verdadero decano de las letras almerienses, y fallecido Alberti, de la andaluza junto a Muñoz Rojas, mantiene a lo largo del tiempo un marcado tono existencial y próximo, que vuelve una y otra vez sus ojos a esos personajes sufrientes y agobiados que caminan cerca de él, personajes con frecuencia perdidos en sí mismos, limitados no sólo en su vivir, sino también en su sed y su esperanza, en su pasión. El hombre de Granados es un hombre espectralmente solo, que a solas sobrelleva el dolor, que convive y se afirma en él, y por eso apela de continuo a la indulgencia..

Más severa es la mirada que del hombre sostiene la almeriense de cepa, Pura López, una valiosa poeta que, sin embargo, no sólo no renuncia jamás a la ternura, sino que la alienta con una calidez extraordinaria. Nos habla Pura de la desprotección, de la perdida inocencia, de todos esos rostros anónimos que han hecho del sufrimiento más que su vida, su carácter, y de su vocación frontera una verdadera patria, amparada en un lenguaje que se inmiscuye con un aire de completa naturalidad en los terrenos tanto de la denuncia como de la emoción, sin abdicar de ninguna de ellas

La poética de Pilar Quirosa, nacida en Tetuán, consiste, de forma muy sucinta, en un diálogo con la memoria, a la par devastada y luminosa, en las que el amor y sus sombras ocupan un lugar central; es la suya una poética estratégicamente planteada en segunda persona, con un sugerente esfuerzo comunicativo y cordial, pero lo que en el fondo describen sus versos no es otra cosa que la incomunicación, la soledad, tratadas siempre con espontaneidad, huyendo de todo patetismo, de todo abigarramiento gratuito. Es de admirar que siendo el suyo, un universo de abierta tensión interior, los registros de Pilar Quirosa son siempre aterciopelados, sugerentes, de dulces fosforescencias.

José Antonio Sáez, el último de los Antologado, centra también en el hombre toda su atención. El hombre que describe este importante poeta, integrante del grupo Batarro, es el radicalmente desvalido, el atrapado por sus propias limitaciones, el exilado interior en un paisaje límite, taciturno y enérgico, el que se enfrenta a la vida con desesperanza, con desgarrado escepticismo. Para Sáez, todo cruzada por la vida está irremediable condenada al fracaso, por. eso busca refugio con desesperación en los territorios íntimos del afecto, del amor, de la conmiseración, de la generosidad, en un esfuerzo que es a la vez titánico y sublime, denso y habitado. Todos ellos participan, por tanto, de una mirada cordial y próxima, que se busca en la belleza radicada en la emoción, en la certidumbre de que nuestro dolor más íntimo, nuestra más imperceptible esperanza, sucede y se encarna en el otro, y que sólo en esta identidad del poeta con su entorno, con esos seres que comparten con nosotros tiempo y espacio puede producirse el vuelo. Los 4 autores escogidos por Peralto reflejan, pues, un mundo cálido, tangible, donde la cierta amenaza de las sombras, no consigue acallar la respiración tenue e inmarcesible de la vida, que es en el fondo la triunfadora. Es este rasgo el que Peralto ha querido subrayar en una edición (que ya he calificado como entrañable y pulcra, donde el antólogo más que explicar los motivos de su florilegio, adopta el papel de educado y atentísimo anfitrión. Reciba por tanto nuestro aplauso el maestro malacitano, continuador de una tradición que ha hecho de Málaga la ciudad del paraíso...tipográfico.



Manuel Moya







EL DOLOR Y LA VELOCIDAD

Juan Carlos Reche

Ed. Renacimiento, Sevilla, 1999



Juan Carlos Reche es uno de los poetas jóvenes más activos y bien informados del panorama poético de las Españas. Lector empedernido, sorprendente y casi siempre muy acertado lector, su obra, en los cimientos aún, es ya valorada por más de un antólogo, que ven en él un valor de futuro. Así lo creo yo también, que tuve la suerte de presentar su primera plaquette, titulada La citara de plástico (Ed. 1900, Huelva, 1997), con la que obtuviera el extinto premio Tertulia 1900. Ya en esta primera entrega sorprendía a todos tanto la valentía y el descaro de unos versos escritos con lucidez y desgarro, cuanto la multiplicidad de registros, que no mermaban en absoluto la unidad del cuaderno. Hecho en las aulas de la universidad cordobesa, donde dirige la revista Zarisma junto al también joven valor Juan Antonio Bernier, La citara de plástico fue un magnífico comienzo en un autor incombustible y apasionado, especulador continuo de la textura versal y un excelente conversador, como acaso dijera el maestro Fco. Bejarano. Este muchacho, nos decíamos todos, llegará lejos, pues no le falta ni coraje ni buenas relaciones. Es todavía difícil conjeturar cuánto, pero tras esta primera tentativa varias han sido las entregas menores del joven cordobés que no hacían sino confirmar su incuestionado talento.

Juan Carlos Reche (Córdoba, 1978), acaba de publicar en la sevillana Renacimiento, el que ya es su primer libro, de título El dolor y la velocidad. Recogido con todo merecimiento en las antologías Ultima Fila, publicada en la revista Sin Embargo, bajo el concienzudo trabajo de José Luís Morante y posteriormente en Feroces, radical, marginal y heterodoxa antología preparada por Isla Correyero (Ed DVD, 1998) Rache es un poeta de una viveza extraordinaria. El dolor y la velocidad, originalmente titulado Canciones tristes es ya un poemario de sedimento y lleno de espléndidos textos como el titulado Poema de amor sin artificio (aparente): Qué triste sería la vida /si no estuvieras tú / para destrozármela. En la ironía y en el sarcasmo es donde Reche logra, a mi entender, sus mejores registros, pues al margen de la continua reelaboración y estudio de sus textos, Reche es un poeta sorprendentemente intuitivo y eléctrico que golpea con la contundencia de un boxeador místico. Consigue pues, sin aparente dificultad, poemas verdaderamente brillantes escritos con el desenfado y la malicia suficiente para noquear a cualquiera, a medio camino con el aforismo. Sus poemas largos son algo más discutibles, pero denotan inteligencia y flexibilidad, lo que no es poco.

En todo caso, el mayor interés de Reche Cala es su continua búsqueda, la obsesiva peregrinación en pos del texto. Alguien podría censurar en este, su primer libro, las oscilaciones, la aparente disparidad de alguna de sus piezas, pero censurar eso es tanto como no haber entendido en absoluto el eje gravitatorio del libro, que es el escrutinio, la sensación de que lo importante no es tanto lo literal sino los restos de esa lucha a brazo partido con el texto. Un poeta, ya digo, al que habrá que tener muy en cuenta en lo sucesivo.



Manuel Moya

 

 

BAJADA A LOS INFIERNOS



Antonio Enrique: El reloj del infierno, Granada, Port-Royal Ediciones, 1999-,56 pp.



Para quienes venirnos siguiendo la trayectoria poética de Antonio Enrique (Granada, 1953), integrada ya por catorce títulos de poesía, la aparición de su último libro, El reloj del infierno, entendemos que culmina una obra tan madura como singular y única dentro del panorama de la lírica española de las últimas décadas. Pocos poetas tan lúcidos y sabios como éste, pocos tan profundos y reflexivos, pocos tan arraigados en una tradición de la que tantos abominan por ignorancia, mala fe o desconocimiento. Resulta indiscutible el talento de este poeta granadino, abrazado a los paisajes crucificados de Guadix, con el espíritu flotando sobre cuevas como sepulcros y montes como monjes expuestos al gélido aire o a las nieves de la sierra cercana, blanca sábana o santo sudario para envolver la soledad de un corazón que se afana en propagar su latido sobre la lenta agonía de un paisaje que respira y con el que el poeta ha decidido armonizar su aliento: " Los pájaros en aquella ciudad/ trazaban un bosque tejados arriba, / desvanes, torreones y viejas espadañas. / Era una ciudad desamparada, como la playa/ más desierta de la isla más inconsolable" ('Los pájaros, los cerros", p. 14).



Según se nos anuncia él la portada trasera del libro, viene éste a originarse a partir de dos textos incluidos en el que le precedió y cuyo título fue Santo Sepulcro (1998); concretamente los poemas "El mar" y "El diablo". Libro, pues, complejo por la temática que aborda, visionario y alucinado en ocasiones, como los mismos paisajes que circundan a la Ciudad de Lázaro, donde el poeta hace aflorar sus temores ocultos, sus más oscuros presagios sobre el mundo terminal que vivimos, escrito con tono profético e iluminado, casi apocalíptico, visionario también en las imágenes a veces surreales, lleno de oscuros presagios que afligen el espíritu del augur o el eremita que intenta descifrar los enigmas, interpretar los signos del desasosiego...



El poeta siente sobre sí la pesada carga, que casi le desborda, de denunciar estos signos amenazadores; pues un aire de cierta amenaza se cierne así sobre todo el libro. Y es como si sintiese una honda llamada interior, una urgente necesidad de conjurar esos signos del mal para poner sobreaviso a sus semejantes, a la entera humanidad que deambula perdida.



Si hemos de volver, de nuevo, al sentido último de esta obra, "cuyo motor más profundo es el silencio de Dios ante la degradación, la enfermedad la miseria " -según la nota de la portada posterior-; parece evidente que el título alude al paso del tiempo y a las huellas lacerantes que éste deja sobre el corazón y el alma humanas, a la devastación que produce, a la orfandad y ruina que acarrea, privándonos de todo lo hermoso, de cuanta belleza hubo en nuestra vida... Ellos se muestran como los territorios rendidos a la posesión del mal o del infierno a los que parecemos abocados sin remedio.



Formalmente dividido en tres partes: "llegando a la casa de las sombras", "El sol de las tinieblas" y "El péndulo sigue", más una coda titulada "Los pasos perdidos"; son nueve, once, nueve y el poema final de la citada coda los números que configuran la estructura de esta obra personal y única, a veces signada por ribetes oníricos El infierno, el mal, están dentro de nosotros -así nos lo anuncia el poeta-, y sólo les basta el más leve impulso para desencadenar su carga destructora sobre el alma que aspiró a la belleza incorruptible, a la hermosura que es espejo del Dios en donde se engendró. A este respecto, el hombre, criatura contradictoria y sin duda imperfecta no puede sino perderse en sus temores, albergar los miedos de su desasosiego: ¿quién le mostró el paraíso para después sajarle los ojos?



Junto a los temores, junto a los presagios, el arrojado del paraíso que hay en el poeta, el errático y errabundo vate cuyo corazón no anhela sino el regreso a la patria de que fuera expulsado y que le fuera arrebatada, camina menesteroso, como el apestado al que se cierran todas las puertas y a cuyo paso huyen las gentes por temor al contagio: ni una mano se tiende, ni un corazón se compadece, ni su sayal o el saco con que viste incitan a la misericordia Todos huyen en el caos, nadie se detiene a socorrer a su semejante, a levantar al caído que yace sobre el polvo...



Antonio Enrique realiza en este libro su particular bajada a los inflemos, ahonda con desgarro en la condición humana y lanza al aire su grito extraviado que cruje entre las ramas de árboles fantasmas, que se estrella contra las puertas cerradas de las cuevas de una ciudad que entierra en ellas a los difuntos que deambulan por sus calles. Y lo hace sin pretender llamar la atención, como si supiera que su soledad y su dolor son sólo suyos, como si temiera que nadie le entendiese o que nadie viniera a auxiliar esta urgente llamada del poeta que no hace sino constatar la fragilidad humana en la contradictoria condición que nos asiste. Como el agonizante que aguarda el consuelo de una mano a que asirse o el paño que seque el sudor de su frente o reciba el aliento que entrega irremediable.



JOSÉ ANTONIO SÁEZ.